En una pintura atribuida a Brueghel se ve un paisaje
costero donde la vida transcurre sin novedad. En primer plano hay un labriego,
más allá se ve un pastor con la mirada hacia el cielo, luego hay una bahía: un
pescador absorto, embarcaciones, una cueva en un islote, montañas y una ciudad
distante. El cuadro se llama ‘La caída de Ícaro’ y hay que mirar con atención
para notar las piernas chapaleantes de un hombrecito que se hunde en el mar. El
hecho de que nadie preste atención al hombre en el agua revela la intención
irónica. Hoy en día lo griego es más insignificante que el Ícaro de Brueghel. Ávidos
de novedades, olvidamos que lo nuevo es lo que llegó primero.
Un sueño me puso en el camino de los griegos. Buscaba
entre libros un ejemplar de Filóctetes y no tuve tranquilidad hasta
encontrarlo. Convencido de que los sueños traen señales, salté de la cama a
resolver el enigma. Primero encontré la tragedia que Sófocles escribió cuando
era octogenario. Es una de las pocas obras suyas que se conservan completas y
es la referencia más extensa que nos queda de Filóctetes. Cuando se habla de
los griegos y de Troya, hay nombres que vienen a la memoria de inmediato:
Héctor, Aquiles, Ulises. Poco se habla de Filóctetes, a pesar de que el triunfo
habría sido imposible sin su ayuda. De su vida perduran los años de dolor en
una isla solitaria.
Cuando los griegos iban para Troya se detuvieron a hacer
sacrificios a Apolo. Allí Filóctetes recibió una mordedura de serpiente y la
herida empezó a despedir muy mal olor. Por iniciativa de Ulises, decidieron
deshacerse del enfermo en una isla. Allí pasó Filóctetes diez años en
condiciones miserables, con dolores terribles, sobreviviendo con la ayuda del
arco que heredó de Hércules. El relato del abandono de Filóctetes lo cuenta
Homero en la Ilíada. Sófocles muestra
el regreso de los griegos, porque un adivino les ha dicho que sólo podrán
conquistar Troya si Filóctetes se une a la batalla. Ulises recurre a
Neoptolemus para sacar al desterrado de la isla con mentiras. Pero el joven
tiene simpatía por el enfermo, lo conmueve su dolor insoportable, y decide
ponerse de su lado. Sólo una intervención divina (Deus ex machina) permite que
el resentido solitario acceda a luchar al lado de los griegos.
En La herida y el
arco, la única reflexión que el siglo veinte nos dejó sobre Filóctetes,
Edmund Wilson sugiere que la obra apunta a que toda superioridad humana tiene
nexo directo con la enfermedad. Salvo una adaptación de Chapman y un drama de
André Gide (donde representa la soledad del artista), Filóctetes está más
ignorado que el Ícaro de Brueghel. Lo curioso es que su drama es el más común
de los dramas que los griegos nos dejaron. Todos arrastramos heridas que nos
separan de los otros. Por mucho que sea el ruido que busquemos, vivimos
aislados. Como al Filóctetes de Sófocles, la soledad nos vuelve crédulos, nos
hace vulnerables, nos obliga a humillarnos. Cuando al fin llega el momento de
salir de nuestro encierro, una mezcla de orgullo y de miedo nos lleva a aferrarnos
a nuestros propios males. Filóctetes insiste en recordarnos que detrás de todo
ser que se distingue hay heridas dolorosas e islas muy solitarias.
Publicado en Vivir en El Poblado el 22 de noviembre de 2012.
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