El padre Louis ( Thomas Merton) con el Dalai Lama.
Me
pregunto por qué, de todos los instantes de su vida, nos quedaron sólo esos.
Quedaron mucho más, cientos de miles. Hay fotos, pensamientos, que lo conservan
con vida. Pero nuestro culto a la mirada le confiere a esos minutos de película
un valor especial. No es lo mismo ver fotos, leer lo que alguien ha escrito;
hay algo decisivo que se escapa. Hace unos años creí estar enamorado solamente
con leer lo que alguien me había escrito, con ver algunas fotos. Pero algo
murió en el instante preciso en que vi a esa persona moverse, caminar, ser en
el mundo. Es una historia triste, probablemente aburrida, y esta otra que les
cuento me parece mejor, entretenida, luminosa, celestial.
Lo malo
es que creo haber empezado la historia por el final. La mañana del 5 de
diciembre de 1968, en las afueras de Bangkok. Lo malo, también, es que no creo
que las historias comiencen cuando alguien nace, ni con los antepasados, como
empiezan los biógrafos convencionales. La historia puede empezar hace miles de
años, o en el momento en que el padre Louis descubrió su llamado y se encerró
en un convento de clausura, o en el momento en que emprendió su viaje hacia el Oriente.
Puede empezar, incluso, tratando de imaginar lo que yo hacía esa mañana de
diciembre -esa noche del día anterior, porque yo estaba en el otro lado del
mundo–, especulando sobre lo que era mi vida a los cuatro años (¿habría una
señal en ese instante?, ¿un sueño, un despertar inexplicable en medio de la
noche?).
El padre
Louis nació en Francia y quedó huérfano temprano. Tuvo una juventud disoluta y,
mientras estudiaba en Cambridge, embarazó a una muchacha. Por eso, su acudiente
lo envió a estudiar a la Universidad de Columbia, en Nueva York. Fue en Nueva
York donde dejó las rumbas y se convirtió al Catolicismo. Entró a la abadía de
Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, el mismo día que los Estados Unidos
entraron a la Segunda Guerra Mundial. Cuando estaba en el convento, un superior
leyó sus diarios y le ordenó escribir sus memorias. El padre Louis escribió La
montaña de siete pisos y, así, se volvió celebridad. Su obra completa incluye
60 libros de prosa y poesía, siete
volúmenes de diarios y cinco de cartas. Eran tantas las personas que lo
visitaban que, en 1965, pidió y consiguió permiso para vivir como eremita en un
lugar tranquilo de la abadía. Allí intensificó su estudio de las filosofías
orientales. Para él, había una secreta afinidad entre el budismo y el
cristianismo.
La
historia termina con el único viaje que el padre Louis hizo en sus veinte años
de vida en el convento. Estaba pletórico de dicha. En el Tibet tuvo una
conversación con el Dalai Lama. Vivió un éxtasis místico frente al Buda
reclinado de Polonnaruwa, en Sri Lanka; pudo ver “más allá de la sombra y el
disfraz”. Cinco días después de esa experiencia decisiva se hallaba en Bangkok,
dando una valerosa conferencia sobre la responsabilidad que cada uno tiene con
su vida. A esa conferencia corresponde el único testimonio fílmico que se
conserva de él. Su voz era serena y su mirada, firme y dulce. Terminó con la
frase: “Ahora me desaparezco”, y fue a sentarse con gesto sonriente y tímido.
Poco después se fue a su cuarto, tomó una ducha refrescante, encendió un
ventilador y murió electrocutado.
Buda reclinado de Polonnaruwa
Publicado en Vivir en El Poblado el 1 de noviembre de 2012.
Que relato tan conmovedor Gustavo, cada día me maravillan esas historias cotidianas que escriben. Te lo voy a tomar, para compartirlo con mis estudiantes en la Clase de Lengua Castellana en el año 2013 para que lo tengan en cuenta a la hora de comenzar una historia.
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