jueves, 23 de febrero de 2012

Mario Donadío: Constructor de Milagros

Un nuevo clavicémbalo alza el vuelo en el taller de un artesano que no vive en este siglo.

Mario Donadío y Marta Arango en el taller del barrio Manila. Foto Róbinson Henao.



Las orejas de Jean Philippe Rameau son sensibles y elásticas. Cobran vida cuando hay música barroca. Los sonidos lo levantan del rincón donde dormita, lo obligan a moverse por maderas onduladas para acodarse luego, complacido y distante, muy cerca del teclado. Sus ojos abisinios parecen reprochar los largos días silenciosos, las eternas jornadas en que el hombre y la mujer se marchan al taller. Mira y escucha como un dios difícil de complacer. 

La mujer tiene movimientos de felino. Es leve y serena. Sonríe y juzga al mundo con ojos muy oscuros. Cuando están en el taller, parece un emisario o una réplica de Jean Philippe Rameau. El hombre es como un niño engrandecido. Lleva pantalón corto y un gesto de asombro que no le abandona el rostro. Aún no sabe si gritar de la alegría o llorar desconsolado. El último clavicémbalo está listo y acaba de recibir la llamada que no quería recibir: la del cliente que pasará a recogerlo.

Nueve meses lleva conviviendo con su último juguete. Ha recogido bosques para unirlos en un solo instrumento, ha procesado huesos de olores ofensivos, ha cortado, ha pegado, ha medido, ha pintado, ha probado, ha sentido, ha soñado y al final ha logrado revivir un milagro que ocurrió hace tres siglos.

“Bach tocó uno como este”, dice. “Los clavicémbalos alemanes son los más elaborados. Había hecho franceses e italianos, pero me faltaba uno como este”.

Todo empezó cuando el hombre tenía diez años y escuchó a Bach. No ha dejado de delirar por la fiebre que lo invadió en ese momento. Se metió a clases de piano y allí conoció a la mujer que es su ángel guardián. Cuando terminó el bachillerato decidió viajar a Boston a estudiar Tecnología de pianos. Su padre le decía que ese trabajo no servía para nada, pero él no le hizo caso. Pronto estaba reparando pianos y aprendiendo un oficio que en el mundo ejercen menos de cien personas. Cuando habla parece en trance. La mujer dice que, a diferencia de otros genios, es tranquilo. “Cuando está construyendo un clavicémbalo es sereno. Trabaja horas y horas sin descanso”.

Si uno quiere que el hombre se impaciente, puede preguntarle por Bach. Se rasca la cabeza, levanta la mirada y al final se resigna a explicar que ha sido lo más grande. “Hizo lo que había que hacer. No ha habido otro músico como él en la historia de la humanidad”. Para ilustrar lo que dice, inventa una melodía que podría ser la obra maestra de nuestro tiempo. Luego toca algo de Bach y el universo todo parece detenerse. “La música moderna no tiene ningún misterio. Es pobre, facilista, no es tonal. Nadie se da cuenta cuando uno se equivoca. Pero con Bach, cualquier error se nota”. Dice que Bach debía tener las manos muy grandes porque sus intervalos requieren teclas muy separadas. Cuenta, como si lo hubiera visto, que sus dedos parecían no levantarse del teclado y que sus pies se movían en los pedales como si fueran manos. 

  


La llegada de un amigo le da pie para volver a destacar las pequeñas maravillas del milagro que acaba de construir: los huesos de vaca que ahora cantan en las teclas blancas, los salteadores y lengüetas marcados cada uno con su nombre y diseñados con precisión maniática, las cuerdas de diámetros finísimos. Explica el toque individual que significa la pintura bajo las cuerdas. Muestra uno a uno los tipos de madera en cada parte del instrumento: el ébano de las teclas, el cedro de la tapa, el guayacán, la caoba, el nogal americano y finlandés, el abeto, el roble, el algarrobo. Señala los sutiles tallados bajo las teclas, para los cuales tuvo que inventar una broca especial. Cuenta que no usó ni clavos ni tornillos, solo pega, y que en el interior del instrumento pone su firma y, en ocasiones, mensajes que “serán leídos dentro de ciento cincuenta años”. Al final, señala dos nudos simétricos en la madera frente al teclado y dice con orgullo: “Son ojos de gato”. 


La mujer mira y sonríe con ojos oscuros. Más tarde, alejada del taller, hablará del talento de su esposo para cocinar y dirá que ya es hora de tomar unas vacaciones en las montañas o en el mar. Convencida de que la belleza viene de algún lado, contará que el hombre es ateo y que unas tías le han dicho que ofrezca a Dios lo que hace su marido. Al final, hablará con deleite de Jean Philippe Rameau, de sus orejas sensibles, de los gestos complacidos de ese “animal perfecto”, y en su forma de contarlo uno puede imaginar a esa deidad que estira el lomo, que se aleja estremecida con la música barroca en sus nervios de felino.


Texto publicado originalmente en Vivir en El Poblado.







Detrás de la cámara





Ocurrió hace muchos años. Yo había dejado la tranquilidad de la academia para regresar por unas sema­nas al periodismo. Ya había escrito la nota que me sentía orgulloso de firmar, ya había propiciado el gesto heroico que salvó una página. Empe­zaba a acomodarme, a pesar de que muy pronto me tendría que marchar.

Un día llegó a mi mesa la editora general. Venía entusias­mada. El escritor más popular de aquellas tierras estaba de visita en la ciudad. Mi primera respuesta fue: “No”. Llevaba años entablando una lucha callada contra lo que ese hombre representaba. Me irritaban sus trucos, su pose, su escandalizar beaterías para que los medios le hicieran eco a su negocio. Sé también que en el rechazo había celos profesionales. En aquel tiempo yo me las daba de escritor y me dolía ver que mis libros se movían con dificultad. Eran tiempos en que la gente no leía y, si leía, no entendía. De manera que los libros se vendían con la reacción del lector incorporada.

Estaba a punto de cerrar el asunto, cuando el entu­siasmo de la editora se coló por entre mis defensas y apeló al periodista que llevo dentro, el curioso insaciable que empezaba a despertarse de una modorra de años. “Está bien”, me oí responderle. “Pero voy de fotó­grafo”.



El asunto se arregló en pocos minutos. En menos de una hora estaba en casa de la familia del escritor, un templo de decadente aristocracia, con la cámara en la mano y un gesto de “no me miren, yo aquí no soy persona... sigan ustedes con su charla que yo ni me entero de lo que están hablando”.


Hablaron como una hora. El escritor se negó a conce­der una entrevista y, más bien, se dedicó a entrevistar a la periodista. Habían sido vecinos. Cuando él era un mucha­cho, ella era una niña perceptiva que guardó en su memoria momentos e imágenes. El escritor tomó nota de nombres y detalles, mantuvo la charla en el terreno de la visita. Sólo muy de vez en cuando dejó salir respuestas que eran como de entrevista.



Mientras ellos hablaban, yo miraba. Cuando entramos a la casa, su cuñada me había dicho en secreto que estaba cansado de entrevistas. Yo conseguí disipar con rapidez la sensación de culpa, me olvidé de la idea de que era un impostor que estaba allí para fines distintos a los que proclamaba, y me puse a mirarlo. Me sorprendió su sua­vidad, el contraste de esa amabi­lidad con la aspereza de su figura pública. En la invisibilidad de la sala, me dio por pensar que aquello era el símbolo de toda una cultura: amable, dulce, atenta, pero llena de infiernos que rara vez se asoman. Lo vi desplegar una esgrima elegante para evitar preguntas de entrevista. Lo vi esbozar un gesto de dolor cuando escuchó la historia de un ternero que sufría. Lo vi cubrirse el rostro para descansar del gesto amable. Vi detrás de la cortina de las manos una cara de profundo agotamiento.


Al final me marché reconciliado. Había podido com­pren­der que lo que tanto me irritaba no era el hombre sino la máscara que había, y le habían, creado. Supe que aquel viejo cansado lo único que hacía era lo que todo escritor haría en casos similares: aprovechar las oportu­nidades para que sus libros lleguen a muchas manos. Le perdoné su falta de com­pasión por el más indefenso de los ani­males. Salí de su casa convencido de que jamás iba a leerlo, porque en esos minutos ya lo había leído dema­siado. Salí de su casa pensando qué precio ponerle a mi vida.











UNA CONVERSACIÓN DE AMOR CON FERNANDO VALLEJO

Viaje a los recuerdos con un Fernando Vallejo que no ha dejado de ser como siempre fue: sensible, cálido y gozón.

Un texto de Luz María Montoya
Fotos de Gustavo Arango




Publicado en Vivir en El Poblado el 23 de febrero de 2012.








jueves, 9 de febrero de 2012

Dios te salve, Sofía


De Sofía conservo recuerdos remotos. Me parece estar viéndola, hace casi treinta años, un día de playa y de arena caliente y de sol de verano. Sofía quería llegar a algún lado, pero la arena ardía como ascuas. Caminar sin calzado le habría quemado los pies. Pero como Sofía no se vara, encontró una solución providencial, no sólo para ella sino para la multitud que la miraba. Empezó a despojarse de las pequeñas piezas del vestido de baño y fue caminando sobre ellas hasta llegar a esa burbujeante y helada bebida carbonatada que había sido el objeto de su viaje. Sofía era divina, Sofía era muy buena. Aún me pregunto por qué de aquella escena lo único que recuerdo es su rostro ligero de sutilezas árabes.

Dejé de verla por muchísimos años. La escena de la playa fue un recuerdo bonito que volvía a la memoria sólo muy de vez en cuando. Después me enteré de que Sofía empezaba a abrirse paso como actriz en el País del Sueño. “Muy bueno para ella”, fue lo único que pensé sobre el asunto y volví a mi distracción general, a la indiferencia casi constante que me inspiran las noticias de farándula.

Pero el nombre de Sofía regresaba. Empecé a ver su nombre y su imagen con insistencia: como actriz de reparto en películas, como presentadora de espectáculos de primer orden, como estrella de televisión cada vez más reconocida. Los últimos meses han estado llenos de Sofía.

Volví a prestarle atención en diciembre pasado, cuando vi una película romántica llena de actores y actri­ces de prestigio: Michelle Pfeiffer, Hilary Swank, Robert de Niro, Ashton Kutcher, Sarah Jessica Parker... y siga contando. Lo curioso es que, de todos los personajes de la película, el que mayores simpatías despertaba en el público del teatro era el de Sofía Vergara. Fue entonces cuando me dije: “Aquí está pasando algo”.

No soy muy buen amigo de las tiendas de ropa. Si por mi consumo fuera, ése sería un reglón inexistente de la economía. Pero a veces uno acompaña a la gente a saludar de mano las prendas de moda y así descubrí que hoy en día ya existe una marca de ropa llamada “Sofía Vergara”.

Todo indica que el huracán Sofía apenas está empe­zando. Se robó el show en la entrega de los Globos de Oro, no sólo por su belleza, más refinada que la de hace treinta años, sino también por el atrevimiento de hacer su discurso en español. Sofía parece a veces una mezcla de Lucille Ball y Desi Arnaz, en una sola mujer monumental. Ha hecho de la debilidad de los inmigrantes, de sus acentos discriminados, una fortaleza arrolladora. Se ha instalado en el Olimpo del cine y la televisión con una propiedad que sólo puede inspirar respeto y admiración.

Hace apenas quince días encontré la prueba definitiva de que el fenómeno Sofía llegó para perdurar. Pasaba por Times Square, ese ombligo del mundo repleto de anuncios y de luces de neón, cuando de repente alcé la vista y descubrí que una cuadra entera estaba llena de enormes fotos suyas. Allí estaba mi recuerdo de adolescencia, del tamaño de tres catedrales y un Taj Majal, besando su bebida carbonatada. Ninguna otra persona oriunda del País de los Colombios ha tenido un despliegue visual semejante. El mérito de aquello es que Sofía lo logró sin tinturarse, sin borrar su identidad. Me mantuve por casi media hora con la boca abierta ante esa desmesura. Recordé los primeros pasitos de Sofía en la arena caliente y pensé que ya entonces se anunciaba aquel infierno en el que ahora se ha metido. Dios quiera que Sofía siempre encuentre la manera de seguir por su camino sin quemarse.



Publicado en Vivir en El Poblado el 9 de febrero de 2012.






La mirada de Aguirre

Fotografía de Alberto Aguirre



Un documental sobre Alberto Aguirre revela una faceta suya poco conocida, la de fotógrafo de la vida cotidiana de Medellín y de los pueblos antioqueños.











Una ciudad en la ciudad



    No ha pasado mucha agua bajo los puentes. Hace cinco años, cuando se iniciaron las primeras demoliciones, pocos tenían la sospecha del efecto que el proyecto Ciudad del Río tendría sobre el barrio Villa Carlota, en el Poblado, y sobre la ciudad. Aún ahora, cuando el conjunto residencial y comercial es parte activa y protagónica de nuestra vida diaria, es difícil calcular la importancia que tendrá ese centro urbano cuando llegue a su completo desarrollo. Solo empezaremos a apreciar esa influencia dentro de veinte años, cuando espacios que hoy ocupa el sector industrial empiecen a darles paso a las últimas etapas, y los trescientos mil metros cuadrados del proyecto tengan una vida activa.