De Sofía conservo recuerdos remotos. Me parece estar
viéndola, hace casi treinta años, un día de playa y de arena caliente y de sol
de verano. Sofía quería llegar a algún lado, pero la arena ardía como ascuas.
Caminar sin calzado le habría quemado los pies. Pero como Sofía no se vara,
encontró una solución providencial, no sólo para ella sino para la multitud que
la miraba. Empezó a despojarse de las pequeñas piezas del vestido de baño y fue
caminando sobre ellas hasta llegar a esa burbujeante y helada bebida
carbonatada que había sido el objeto de su viaje. Sofía era divina, Sofía era
muy buena. Aún me pregunto por qué de aquella escena lo único que recuerdo es
su rostro ligero de sutilezas árabes.
Dejé de verla por muchísimos años. La escena de la playa
fue un recuerdo bonito que volvía a la memoria sólo muy de vez en cuando.
Después me enteré de que Sofía empezaba a abrirse paso como actriz en el País
del Sueño. “Muy bueno para ella”, fue lo único que pensé sobre el asunto y
volví a mi distracción general, a la indiferencia casi constante que me
inspiran las noticias de farándula.
Pero el nombre de Sofía regresaba. Empecé a ver su nombre
y su imagen con insistencia: como actriz de reparto en películas, como
presentadora de espectáculos de primer orden, como estrella de televisión cada
vez más reconocida. Los últimos meses han estado llenos de Sofía.
Volví a prestarle atención en diciembre pasado, cuando vi
una película romántica llena de actores y actrices de prestigio: Michelle
Pfeiffer, Hilary Swank, Robert de Niro, Ashton Kutcher, Sarah Jessica Parker...
y siga contando. Lo curioso es que, de todos los personajes de la película, el
que mayores simpatías despertaba en el público del teatro era el de Sofía
Vergara. Fue entonces cuando me dije: “Aquí está pasando algo”.
No soy muy buen amigo de las tiendas de ropa. Si por mi consumo
fuera, ése sería un reglón inexistente de la economía. Pero a veces uno
acompaña a la gente a saludar de mano las prendas de moda y así descubrí que
hoy en día ya existe una marca de ropa llamada “Sofía Vergara”.
Todo indica que el huracán Sofía apenas está empezando.
Se robó el show en la entrega de los Globos de Oro, no sólo por su belleza, más
refinada que la de hace treinta años, sino también por el atrevimiento de hacer
su discurso en español. Sofía parece a veces una mezcla de Lucille Ball y Desi
Arnaz, en una sola mujer monumental. Ha hecho de la debilidad de los
inmigrantes, de sus acentos discriminados, una fortaleza arrolladora. Se ha
instalado en el Olimpo del cine y la televisión con una propiedad que sólo
puede inspirar respeto y admiración.
Hace apenas quince días encontré la prueba definitiva de
que el fenómeno Sofía llegó para perdurar. Pasaba por Times Square, ese ombligo
del mundo repleto de anuncios y de luces de neón, cuando de repente alcé la
vista y descubrí que una cuadra entera estaba llena de enormes fotos suyas.
Allí estaba mi recuerdo de adolescencia, del tamaño de tres catedrales y un Taj
Majal, besando su bebida carbonatada. Ninguna otra persona oriunda del País de
los Colombios ha tenido un despliegue visual semejante. El mérito de aquello es
que Sofía lo logró sin tinturarse, sin borrar su identidad. Me mantuve por casi
media hora con la boca abierta ante esa desmesura. Recordé los primeros pasitos
de Sofía en la arena caliente y pensé que ya entonces se anunciaba aquel infierno
en el que ahora se ha metido. Dios quiera que Sofía siempre encuentre la manera
de seguir por su camino sin quemarse.
Publicado en Vivir en El Poblado el 9 de febrero de 2012.
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