viernes, 20 de noviembre de 2015

El rey forastero




El sirio Juan Damasceno —a quien la Virgen le restituyó un brazo que había perdido— cuenta en su Vida de San Josafat que en tiempos antiguos había una ciudad muy grande y populosa cuyos habitantes tenían la costumbre de elegir por rey a un extranjero que no tuviera noticia de ese reino y república. Para tal fin, enviaban a lugares remotos unos emisarios que llevaban consigo la lista de atributos que había de tener el elegido. Cuando encontraban al que buscaban, le hacían esa oferta que nunca se supo que alguno rechazara.
Durante un año los habitantes de aquella ciudad dejaban que su rey forastero obrara libremente. Era frecuente que los recién coronados se comportaran al principio con mesura y quisieran ser ecuánimes. Como estaban convencidos de que reinarían por el resto de sus días, muchos pensaban que ganarían gloria y que su nombre sería recordado por los siglos venideros. Pero era inevitable que con el exceso de poderes y con el paso de los días los reyes empezaran a llenarse de soberbia y de maldad.
Ocurría entonces que, cuando los reyes estaban más descuidados y sin recelo, las gentes de aquel reino llegaban hasta ellos de manera repentina. Los despojaban de sus vesti­duras reales y, después de sacarlos desnudos de la ciudad, los llevaban a una isla lejana, donde venían a padecer grandes penurias. La fortuna de esos reyes mudaba en un instante de la riqueza a la pobreza, del gozo a la tristeza, de la vida regalada a la vida ator­mentada por el hambre, de las túnicas reales a la desnudez completa. Ni uno solo de esos reyes dejaba de morir en pocos días; ya por las privaciones, ya por el anonadamiento en que los postraba su mudanza.
Sucedió que en cierta ocasión las gentes de aquella ciudad eligieron como rey a un hombre prudente y astuto que aceptó con reservas la oferta que le hicieron de coronarlo. Al llegar al castillo notó que en aquel reino no había memoria de los reyes anteriores: ni un cuadro en las paredes, ni una estatua en las plazas. En los consejos procuró indagar sobre las costumbres de ese reino pero siempre le respondieron con evasivas.
Con el tiempo aquel rey obtuvo la confianza de un miembro de la corte que le confesó la costumbre de sus conciu­dadanos. Apenas tuvo conocimiento de esa curiosa inconsis­tencia, aquel hombre procuró gobernar con discreción y sin soberbia. De manera silenciosa empezó a trabajar para su propio beneficio, buscando la manera de no morir de hambre ni de frío cuando la multitud viniera a desterrarlo.
Aquel rey pasaba los días lleno de inquietud y de recelo, pensando que en cualquier momento llegarían a despojarlo. Con la ayuda del cortesano amigo, empezó a sacar del palacio las riquezas de aquel reino, sus tesoros más valiosos, y a embarcarlos hacia la isla donde habrían de desterrarlo. Fue una labor lenta y sigilosa. El rey no tuvo una sola noche de descanso.
Cumplido un año de su reinado vinieron los ciuda­danos con un grande alboroto para deponerle de su dignidad y oficio de rey, tal como habían hecho con sus antecesores, y a enviarle a aquella isla desterrado. El hombre los dejó hacer lo que quisieron, se dejó conducir sin mucha pena, y vivió en su destierro muy próspero y feliz, gracias a los tesoros que había sacado.

Dice Damasceno que esa ciudad es el mundo loco, vano, inconstante, en el cual —cuando uno piensa que reina— de repente lo despojan de todo y a la sepultura va a parar sin nada de lo que tuvo. Los reyes incautos son aquellos que andan ocupados en gozar y entretenerse con sus bienes transitorios y caducos, como si fueran inmortales. Y la isla… ya no importa. La isla sólo importaba cuando la gente tenía alma. 


Publicado en Vivir en El Poblado el 20 de noviembre de 2015.








jueves, 5 de noviembre de 2015

El monje y el pajarito

La columna de Vivir en El Poblado


Cuenta el distinguido y olvidado Eusebio Nieremberg —por quien hasta una flor recibió el nombre— que en cierta ocasión había un monje cantando Maitines con otros religiosos cuando dieron con un salmo que lo dejó intrigado:
“Que mil años en la presencia de Dios son como el día de ayer, que ya se pasó”.

Tal vez fue la tisana de papaver, o la falta de sueño, pero lo cierto es que el monje se sintió aterrado al pensar en las implicaciones de ese verso, y comenzó a imaginarse cómo era posible aquello. Olvidado del canto y de los otros, nuestro monje se dio a pensar y pensar en el misterio de ese salmo. Dice Nieremberg que el monje era muy devoto y siervo de Dios, y que tenía la costumbre de quedarse orando un rato más que los otros. Aquel día del salmo, el monje permaneció en el coro cuando todos se marcharon, y le suplicó afectuosamente al Señor que le ayudara a entender las palabras de David.

En esas estaba el monje cuando llegó hasta el coro un pajarito que saltaba entre el altar y las bancas y cantaba con dulzura celestial. Parecía estar hablándole al monje de nuestra historia y, por los saltos que daba en dirección a la puerta y su elocuente manera de volverse a mirarlo, era evidente que quería que lo siguiera. Así fue que nuestro monje, siguiendo al pajarito, salió del monasterio y se encaminó a un tupido bosque que estaba cerca. El pajarito se detuvo a cantar sobre la rama de un árbol, y el monje se acercó y se postró al pie del árbol para escucharlo exta­siado. El canto era de una belleza extraordinaria. El monje se preguntó si sería posible poner por escrito aquella mú­sica; pero en el momento mismo de escucharla la olvi­daba. Después de un rato, el pajarito alzó el vuelo, dejándolo con mucha tristeza. Como no conseguía ver al animalito, el monje se sentía conturbado. Caminó un rato por entre los árboles de aquel bosque, llamando a su amigo:
—Pajarito de mi alma, ¿a dónde te has ido?

Como vio que el pajarito no aparecía, el monje decidió volver al monasterio. Pensó que ya sería hora de tercia y que los otros monjes lo andarían buscando. Pero al llegar al convento halló que la puerta por donde había salido estaba tapiada, y que había una nueva puerta en otra parte.

Nuestro amigo caminó hasta la otra puerta y, tras golpear un par de veces, le abrió un hombre de cejas gruesas y gesto poco amable. El monje no recordaba haber visto nunca a ese hombre. Impaciente, el portero le preguntó al monje quién era, de dónde venía y a quién buscaba.

—Soy el sacristán de este monasterio—dijo el monje—, que hace un momento salí a aquel bosque, y ahora vuelvo y lo encuentro todo cambiado.

El portero le preguntó el nombre del abad y el del prior y el del procurador; pero las respuestas que dio el monje aumentaron su rudeza: “No acertaste en nombrar ninguno de ellos”. El monje se sintió angustiado y pidió ser conducido en presencia del abad. Tras mucho insistir, el portero accedió a dejarlo entrar, pero ni el abad recono­ció al monje, ni el monje reconoció al abad.

El abad le preguntó al monje su nombre y el de sus superiores, y mandó a buscarlos en los anales del monas­terio. Fue así como se pudo averiguar que habían pasado más de trescientos años desde la muerte de los que el monje había nombrado. El monje entendió entonces que aquel misterioso hecho había sido la explicación que había pedido, y se sintió confuso y maravillado. Compartió con el nuevo abad y los nuevos monjes lo ocurrido, y todos celebraron el milagro y lo acogieron con afecto y devo­ción. Cinco décadas más tarde, habiendo recibido todos los sacramentos, nuestro monje “acabó suavemente con mucha paz en el Señor”.




Publicado en Vivir en El Poblado el 5 de noviembre de 2015.






The Land of the Crazy Trees and other stories

“If you want to remember what you’ve lost, and now you’re searching restlessly, praying for the time and strength to make it, then you will have to travel to the land of the crazy trees.”


Includes the stories:
His Last Word Was Silence  
I Confess that I’ve Killed
 The Land of the Crazy Trees