La columna de Vivir en El Poblado
Cuenta el distinguido y olvidado Eusebio Nieremberg —por
quien hasta una flor recibió el nombre— que en cierta ocasión había un monje
cantando Maitines con otros religiosos cuando dieron con un salmo que lo dejó
intrigado:
“Que mil años en la presencia de Dios son como el día de
ayer, que ya se pasó”.
Tal vez fue la tisana de papaver, o la falta de sueño,
pero lo cierto es que el monje se sintió aterrado al pensar en las
implicaciones de ese verso, y comenzó a imaginarse cómo era posible aquello.
Olvidado del canto y de los otros, nuestro monje se dio a pensar y pensar en el
misterio de ese salmo. Dice Nieremberg que el monje era muy devoto y siervo de
Dios, y que tenía la costumbre de quedarse orando un rato más que los otros.
Aquel día del salmo, el monje permaneció en el coro cuando todos se marcharon, y
le suplicó afectuosamente al Señor que le ayudara a entender las palabras de
David.
En esas estaba el monje cuando llegó hasta el coro un
pajarito que saltaba entre el altar y las bancas y cantaba con dulzura
celestial. Parecía estar hablándole al monje de nuestra historia y, por los
saltos que daba en dirección a la puerta y su elocuente manera de volverse a
mirarlo, era evidente que quería que lo siguiera. Así fue que nuestro monje,
siguiendo al pajarito, salió del monasterio y se encaminó a un tupido bosque
que estaba cerca. El pajarito se detuvo a cantar sobre la rama de un árbol, y
el monje se acercó y se postró al pie del árbol para escucharlo extasiado. El
canto era de una belleza extraordinaria. El monje se preguntó si sería posible
poner por escrito aquella música; pero en el momento mismo de escucharla la
olvidaba. Después de un rato, el pajarito alzó el vuelo, dejándolo con mucha
tristeza. Como no conseguía ver al animalito, el monje se sentía conturbado.
Caminó un rato por entre los árboles de aquel bosque, llamando a su amigo:
—Pajarito de mi alma, ¿a dónde te has ido?
Como vio que el pajarito no aparecía, el monje decidió
volver al monasterio. Pensó que ya sería hora de tercia y que los otros monjes
lo andarían buscando. Pero al llegar al convento halló que la puerta por donde
había salido estaba tapiada, y que había una nueva puerta en otra parte.
Nuestro amigo caminó hasta la otra puerta y, tras golpear
un par de veces, le abrió un hombre de cejas gruesas y gesto poco amable. El
monje no recordaba haber visto nunca a ese hombre. Impaciente, el portero le
preguntó al monje quién era, de dónde venía y a quién buscaba.
—Soy el sacristán de este monasterio—dijo el monje—, que
hace un momento salí a aquel bosque, y ahora vuelvo y lo encuentro todo
cambiado.
El portero le preguntó el nombre del abad y el del prior
y el del procurador; pero las respuestas que dio el monje aumentaron su rudeza:
“No acertaste en nombrar ninguno de ellos”. El monje se sintió angustiado y
pidió ser conducido en presencia del abad. Tras mucho insistir, el portero
accedió a dejarlo entrar, pero ni el abad reconoció al monje, ni el monje
reconoció al abad.
El abad le preguntó al monje su nombre y el de sus
superiores, y mandó a buscarlos en los anales del monasterio. Fue así como se
pudo averiguar que habían pasado más de trescientos años desde la muerte de los
que el monje había nombrado. El monje entendió entonces que aquel misterioso
hecho había sido la explicación que había pedido, y se sintió confuso y
maravillado. Compartió con el nuevo abad y los nuevos monjes lo ocurrido, y
todos celebraron el milagro y lo acogieron con afecto y devoción. Cinco
décadas más tarde, habiendo recibido todos los sacramentos, nuestro monje
“acabó suavemente con mucha paz en el Señor”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 5 de noviembre de
2015.
Siempre será grato recorrer cada mundo magico de las historias de Gustavo Arango, Un abrazo en la distancia amigo.
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