El sirio
Juan Damasceno —a quien la Virgen le restituyó un brazo que había perdido—
cuenta en su Vida de San Josafat que
en tiempos antiguos había una ciudad muy grande y populosa cuyos habitantes
tenían la costumbre de elegir por rey a un extranjero que no tuviera noticia de
ese reino y república. Para tal fin, enviaban a lugares remotos unos emisarios
que llevaban consigo la lista de atributos que había de tener el elegido.
Cuando encontraban al que buscaban, le hacían esa oferta que nunca se supo que
alguno rechazara.
Durante un
año los habitantes de aquella ciudad dejaban que su rey forastero obrara
libremente. Era frecuente que los recién coronados se comportaran al principio
con mesura y quisieran ser ecuánimes. Como estaban convencidos de que reinarían
por el resto de sus días, muchos pensaban que ganarían gloria y que su nombre
sería recordado por los siglos venideros. Pero era inevitable que con el exceso
de poderes y con el paso de los días los reyes empezaran a llenarse de soberbia
y de maldad.
Ocurría
entonces que, cuando los reyes estaban más descuidados y sin recelo, las gentes
de aquel reino llegaban hasta ellos de manera repentina. Los despojaban de sus
vestiduras reales y, después de sacarlos desnudos de la ciudad, los llevaban a
una isla lejana, donde venían a padecer grandes penurias. La fortuna de esos
reyes mudaba en un instante de la riqueza a la pobreza, del gozo a la tristeza,
de la vida regalada a la vida atormentada por el hambre, de las túnicas reales
a la desnudez completa. Ni uno solo de esos reyes dejaba de morir en pocos
días; ya por las privaciones, ya por el anonadamiento en que los postraba su
mudanza.
Sucedió
que en cierta ocasión las gentes de aquella ciudad eligieron como rey a un
hombre prudente y astuto que aceptó con reservas la oferta que le hicieron de
coronarlo. Al llegar al castillo notó que en aquel reino no había memoria de
los reyes anteriores: ni un cuadro en las paredes, ni una estatua en las
plazas. En los consejos procuró indagar sobre las costumbres de ese reino pero
siempre le respondieron con evasivas.
Con el
tiempo aquel rey obtuvo la confianza de un miembro de la corte que le confesó
la costumbre de sus conciudadanos. Apenas tuvo conocimiento de esa curiosa
inconsistencia, aquel hombre procuró gobernar con discreción y sin soberbia.
De manera silenciosa empezó a trabajar para su propio beneficio, buscando la
manera de no morir de hambre ni de frío cuando la multitud viniera a
desterrarlo.
Aquel rey
pasaba los días lleno de inquietud y de recelo, pensando que en cualquier
momento llegarían a despojarlo. Con la ayuda del cortesano amigo, empezó a
sacar del palacio las riquezas de aquel reino, sus tesoros más valiosos, y a
embarcarlos hacia la isla donde habrían de desterrarlo. Fue una labor lenta y
sigilosa. El rey no tuvo una sola noche de descanso.
Cumplido
un año de su reinado vinieron los ciudadanos con un grande alboroto para
deponerle de su dignidad y oficio de rey, tal como habían hecho con sus
antecesores, y a enviarle a aquella isla desterrado. El hombre los dejó hacer
lo que quisieron, se dejó conducir sin mucha pena, y vivió en su destierro muy
próspero y feliz, gracias a los tesoros que había sacado.
Dice
Damasceno que esa ciudad es el mundo loco, vano, inconstante, en el cual
—cuando uno piensa que reina— de repente lo despojan de todo y a la sepultura
va a parar sin nada de lo que tuvo. Los reyes incautos son aquellos que andan
ocupados en gozar y entretenerse con sus bienes transitorios y caducos, como si
fueran inmortales. Y la isla… ya no importa. La isla sólo importaba cuando la
gente tenía alma.
Publicado en Vivir en El Poblado el 20 de noviembre de 2015.
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