jueves, 30 de julio de 2015

"No esperen que dé la orden"

La columna de Vivir en El Poblado



De la saga de los Buendía hay un pasaje que siempre me ha intrigado. Me parece que revela más que cientos de tratados de política, historia y psicología. Ocurre como a un tercio de la novela. Ya han pasado muchos años de nuestro regreso al hielo y empezamos a acercarnos de nuevo al pelotón de fusilamiento. Ha habido muertes y nacimientos. Hemos conocido prehistorias. Ya somos parte de la familia y reconocemos las peculiaridades de muchos personajes. Ya se han perdido inocencias. Ya han ocurrido muchas maravillas.

Aureliano Buendía —el que vaticinaba sin ostentación, el viudo joven de una esposa niña, el que empezó en un lado y terminó en otro la noche de su iniciación sexual, el que eligió partido político por indignación, el que escribió poemas que nadie leyó, el que peleó por honor y se embarró de iniquidad, el hijo menor de Úrsula y José Arcadio— es ya un pobre hombre envilecido por el poder. Cualquier poder envilece. El poder saca fealdades de todo corazón.

Para ese momento de la historia, nadie se atreve a oponérsele. Sus deseos son órdenes. Las mujeres lo buscan para sacarle cría. Un círculo de tiza lo separa del resto de los mortales. Con la excepción de su madre, todo el mundo le teme. Tan fuerte es su influjo que el mundo parece plegarse a su capricho incluso antes de que él pueda formularlo.

Es el poder personificado.
Hasta él llegan rumores de peligros y deslealtades. Dicen, los que informan en las sombras, que alguien que parecía de su lado está tramando su caída. Sus consejeros conjeturan. Sus oficiales están inquietos, muestran los dientes de perro y babean: quieren presa, quieren sangre. Todo indica que la permanencia en el poder necesita algunas muertes. Como las pruebas parecen irrefutables, el coronel dice impasible: “No esperen que yo les dé la orden”.

Esa es la orden. Esa mezcla de lavada de manos y de reclamo es la clave de la inocencia del que se encuentra en la cima de la cadena alimenticia. Nunca —o casi nunca— tuvo que dar una orden. Lo que han hecho sus áulicos es buscar congraciarse haciendo cosas que lo benefician. La máquina está tan bien aceitada que parece funcionar sin maquinista. Ávidos de ganar favores, los sabuesos inven­tan enemigos para ofrecérselos en sacrificio a su deidad. Hay muertes y atentados, hay lágrimas y sangre; y la deidad finge inocencia, porque eso es lo que hacen las deidades.

Cito de memoria, pero no creo alterar la esencia de la frase. “No esperen que yo les dé la orden” quiere decir muchas cosas; entre otras, que los que deben cumplir la orden están perdiendo tiempo valioso, empiezan a pecar por negligencia si no corren de inmediato a ejecutar.

El mundo está lleno de coroneles envilecidos. Ahora mismo estamos a merced de uno de ellos. El de allá arriba se beneficia y alimenta la maquinaria que lo sustenta. Ya parece encadenado a su invención. Va llenando de prerro­gativas a los de su estirpe y, en cierta forma, se ha vuelto su lacayo. Su poder y su astucia fueron tan grandes que nunca llegó a pararse ante un pelotón. No puede decir: “Me retiro a engarzar escamas de pescaditos”, porque su tiempo de arrepentirse ya pasó.
  
No busca redimirse. Quiere la culpa, porque quiere castigo. Sus propios cuervos ayudarán a que se cumpla su sueño de inmolación. Siente que solo así podrá purgar su mayor crimen: el de haber deseado en secreto la muerte de su padre, y que el mundo haya cumplido su deseo sin que él llegara a pedirlo.


Texto publicado en Vivir en El Poblado, el 30 de julio de 2015..








miércoles, 29 de julio de 2015

Los relojes del cielo





Por Wenceslao Triana

Una de las cosas que no entiendo y quizá nunca consiga entender de este mundo y esta vida son aquellas confluencias asombrosas de episodios que la gente denomina coincidencias.
Descartando aquellas básicas, sin las que ninguna otra coincidencia sería posible (esas probabilidades virtualmente improbables a las que debemos la existencia: el encuentro de gases, la explosión volcánica y oportuna, el cometa que no acabó con la tierra), nuestra vida está hecha de encuentros en los que el más mínimo cambio habría transformado por completo el panorama general.
 Recuerdo un relato de Stanilaw Lem donde el destino de una persona fue influido de manera decisiva por las dolencias estomacales padecidas por una manada de mamuts en la época interglacial. Lem se dedica en su vertiginoso relato a explicarnos la forma como ese remoto incidente definió la existencia y el rumbo de ese hombre que viviría milenios más tarde.
Cuando era niño solía preguntarme qué habría sucedido si mi madre y mi padre no se hubieran conocido, si él no hubiera estado en la puerta de aquel almacén de ropas del que soñaba escapar y ella no hubiera pasado por el frente con su uniforme de colegiala.
Cuando estaba de ánimo para enigmas insolubles, me preguntaba lo mismo respeto a mis abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y choznos, tratando de imaginar la cadena casi infinita de circunstancias que les permitieron encontrarse y la mucho más numerosa serie de episodios que dejaron de ocurrir cada vez que un episodio de sus vidas ocurría.
Mi vida –como la de todos– ha estado también llena de circunstancias de ese tipo: verdaderos milagros si se miran a la luz de las probabilidades. Para descubrirlos sólo basta con hacerse las preguntas “si no” y de inmediato lo asombroso se revela. “Si yo no cruzo la calle por ese lado”, “Si me retraso un poco más mirando aquel anuncio”, “Si no levanto la vista en ese instante”, “Si la bala no hubiera dado en el blanco...”.
Resulta asombrosa la cantidad de circunstancias que influyen en cualquier acontecimiento. La cantidad de condiciones que requiere.
Algunos de esos acontecimientos son determinantes: conocer una persona, salvarme o padecer un accidente, encontrar en una venta de segundas ese libro que sólo a mí me sirve, optar por una profesión o una ciudad.
Pero hay otras confluencias que son más insignificantes y cuyo sentido no consigo explicarme: esa palabra que leemos en un cartel justo cuando una persona que pasa por nuestro lado la está pronunciando; ese viejo compañero de estudio que aparece justo cuando pronunciamos su nombre –después de décadas sin pronunciarlo–; esa desconocida a la que nunca habíamos visto en nuestro recorrido rutinario y en un sólo día la vemos cinco veces.
Los antiguos les atribuían a los dioses esas coyunturas asombrosas. Muchos métodos adivinatorios, como el tarot y el poético I Ching, se basan también en esas causalidades que rigen con precisión cronométrica las que llamamos “casualidades”.
Pero, con todo y eso, muchos de eso mensajes permanecen indescifrados para siempre –o durante largo tiempo– y no deja de ser decepcionante que los dioses nos hablen de manera tan incierta y riesgosa, que construyan ante nuestros ojos figuras que sólo rara vez percibimos y que hablen de recintos de nuestro ser que sólo muy de vez en cuando frecuentamos.
La única opción es estar más alertas, sentir a cada instante la forma misteriosa e intencionada como trabajan los relojes del cielo y pedirles a los dioses que dan cuerda a esos relojes que nos den la claridad para entender lo que nos dicen cada vez que nos regalan sus absurdas y asombrosas coincidencias.

Mayo 14 de 1997



martes, 28 de julio de 2015

Santa María del Diablo en Cartagena

   Santa María del Diablo tiene mucho que ver con Cartagena. En la bahía de Codego y en la isla Karamary ocurren episodios centrales de la novela. El pasado 9 de julio tuve el placer de presentarla en la Librería Ábaco, acompañado por un hermoso grupo de amigos y curiosos. Aquí un par de videos de la presentación, realizados por Lidia Corcione.








sábado, 25 de julio de 2015

"Las camas en que duermen se llaman hamacas..."

Retomo esta hermosa imagen de mi querida Silvana de Faria, para reproducir un fragmento de 
Santa María del Diablo donde el veedor Fernández de Oviedo describe las hamacas.



Llegados los viajeros a Santa María, pasados los protocolos y las euforias que inspira lo nunca visto, el conocerse y el reconocerse de los viejos y los nuevos habitantes de Castilla del Oro, una languidez extraña se arrastró como una nube y se apoderó de todos. Tardarían en notar que había un peligro en esa pesadez que atribuyeron al cansancio del viaje. Después de estudiar las hamacas con detalle, y de preguntarse cómo era posible que Europa no hubiera concebido algo tan simple y tan práctico, Oviedo escribió en su cartapacio: “Las camas en que duermen se llaman hamacas, que son unas mantas de algodón muy bien tejidas y de buenas y lindas telas, y delgadas algunas de ellas, de dos varas y de tres de luengo, y algo más angostas que luengas, y en los cabos están llenas de cordeles de cabuya y de henequén, y estos hilos son luengos, y vanse a juntar y concluir juntamente, y hácenles al cabo un trancahilo, como a una empulguera de una cuerda de ballesta, y así la guarnecen, y aquélla atan a un árbol, y la del otro al otro cabo, con cuerdas o sogas de algodón, que llaman hicos, y queda la cama en el aire, cuatro o cinco palmos levantada de la tierra, en manera de honda o columpio; y es muy buen dormir en tales, y son muy limpias; y como la tierra es templada, no hay necesidad de otra ropa ninguna encima”. 



jueves, 23 de julio de 2015

Esplendor entre las ruinas

Una crónica sobre el Centro de Medellín, 
en el especial de Vivir en El Poblado  
sobre la Comuna 10: La Candelaria.

Publicado el 23 de julio de 2015
Fotos Robinson Henao

“Miré los muros de la tierra mía,
Si un tiempo fuertes ya desmoronados”
Francisco de Quevedo

1. Instrucciones para quienes van al Centro

Se recomienda no dar papaya. No mostrar el miedo. No dar visaje. Estar pendientes a cuatro ojos. Si alguien se acerca con intención de cosquilleo, no revirar, no decir nada (nunca andan solos y son peligrosos). No llevar mucha plata, ni objetos de valor. Llevar el bolso adelante y bien pegado al cuerpo. Usar zapato bajito que permita correr. Mirar a los lados. Poner cara de pocos amigos. Caminar rápido y con determinación. Encomendarse a los santos y a la Virgen, de preferencia a nuestra señora de la Candelaria.


2. Un poco de historia

Cuenta la historia que el cráter donde hoy rebulle la capital mundial de la verraquera fue descubierto en 1541 por un grupo de exploradores sin caminos que llegaron por donde hoy queda Robledo. Dicen que la ciudad no fue fundada por don Miguel de Aguinaga, sino por Francisco Herrera Campuzano, en 1616. Lo que hizo don Miguel fue oficializarla como villa y ponerle ese nombre de pueblo extremeño con el que casi todo el mundo la ha conocido. Se ha dicho que la ciudad empezó en el Poblado de San Lorenzo, pero todo indica que su primera actividad comunitaria ocurrió cerca del Centro, en un lugar conocido como el alto de las sepulturas. En ese sitio, con prácticas carroñeras, violando la paz de las tumbas indígenas empezó la Bella Villa. Su nombre original fue Nuestra Señora de la Candelaria de Aná.
Medellín recibió el título de ciudad en 1813, junto con Marinilla, y así alcanzó el nivel que ya tenían Santa Fe de Antioquia y Rionegro. En 1890, el Concejo expidió un acuerdo que regulaba la construcción de edificios, apertura y pavimentación de vías, acueducto y alcantarillado, y hasta la forma de las ventanas, para que no obstruyeran el paso de peatones. El parque de Bolívar se inauguró en 1892, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento. Ese mismo año, la quebrada de Aná pasó a llamarse Santa Elena y se conformó el paseo público de la Avenida de La Playa.
Desde la mitad del siglo dieciocho se trazaron calles, así como las salidas a Rionegro (Ayacucho), a Marinilla (La Ladera), a Bermejal (Bolívar), a Occidente (Boyacá y Colombia) y a El Poblado y Envigado (La Asomadera o Avenida El Poblado). En 1895, la plaza principal, donde estaba y hoy perdura la iglesia de la Candelaria, recibió el nombre de Parque de Berrío. A finales del siglo 19 se elaboró el plan llamado “Medellín futuro”, que orientó el desarrollo de la ciudad: en 1905 se inauguró el primer tranvía tirado por mulas (tranvía de sangre), en 1914 llegó el Ferrocarril de Antioquia, en 1925 arrancó el funcionamiento de los tranvías eléctricos, y en 1928 se cubrió totalmente la quebrada Santa Elena. En 1940 empezaron las obras de canalización y rectificación del río Medellín, a lo largo del Valle de Aburrá. El hotel Nutibara fue construido en 1945. A finales de los años cuarenta, realizados los trabajos en el río y por la expansión urbana hacia el occidente (Otrabanda), fue necesario un nuevo plan para la ciudad.
Dicen que alguna vez Medellín fue una ciudad tranquila, de espíritu progresista, sanamente exaltado. Así la pintan los testimonios de principios del siglo 20. Los ricos se paseaban todos pinchados en sus autos de lujo, sin que los pobres parecieran resentirse por eso. En aquel tiempo todavía había temor de ir al infierno y ser pobre era aceptado como mandato divino. La gente se divertía en el Bosque de la Independencia o en el hipódromo de san Fernando o en la retreta del Parque de Bolívar. En el club Cantaclaro había peleas de gallos. Se tomaba Carta Roja y se comían jamones de la Ceja y rellena de Envigado. La gente solía ubicarse por lugares precisos: la revueltería el Paraíso, el colegio de Lola González, el Salón Mariela, el Café Tal. En los cafés se tomaba ron don Félix y era posible encontrar cantantes de talento como “los negritos”, Julián y Obdulio. La gente comía prójimo pero rara vez lo mataba. Se contaban chistes de Cosiaca, y los limpiabotas eran tan cultos que tarareaban el Danubio Azul y la Traviata.
Los urbanistas Paul L. Wiener y José L. Sert hicieron el Plan Piloto que proyectó la ciudad entre 1948 y 1950, el cual sugería, entre otras, la construcción de diversas avenidas y el diseño del nuevo centro de Gobierno. Algunas obras de impacto, como la avenida Oriental (años 70) y el centro administrativo La Alpujarra (años 80), no estaban contempladas en ese plan, pero encontraron en él su inspiración. Entre 1950 y 1980 se agudizó el fenómeno de invasiones, dificultando el cumplimiento de los planes de crecimiento. La población se triplicó en 20 años, pasó de 358.189 en 1951, a 1.071.252 en 1973. Muchas edificaciones antiguas y otras de principios del siglo 20 fueron destruidas para hacer edificios de oficinas y vivienda.
En 1973 empezó la construcción de la avenida Oriental, la cual cortó el vínculo natural entre los barrios residenciales Villanueva y Prado. Villanueva dejó de ser un sector de casas unifamiliares y pasó a estar ocupado por edificios de apartamentos. Años más tarde, se llenaría de inseguridad, prostitución, indigentes y droga. En 1987 se inauguró el centro administrativo La Alpujarra, en el sector que antes se conocía como Guayaquil. En 30 de noviembre de 1995 inició operaciones el Metro. En el 2000 se inauguró Ciudad Botero. En 2002 empezó la construcción del nuevo sistema de transporte unido al Metro: Metrocable, que uniría el centro con los barrios populares de las comunas Nororiental, hasta Santo Domingo Sabio.
A partir de la segunda mitad del siglo veinte la ciudad se fue extendiendo y se volvió más compleja, pero el Centro siguió siendo “su centro” por mucho tiempo. Allí confluían los habitantes de todos los rincones, a hacer compras y gestiones, a encontrarse unos con otros. El Centro era la síntesis y el rostro de la ciudad.


3. Apunte autobiográfico

Nací en el Centro, en una clínica que se llevaron las llamas. Pasé los primeros años de mi vida en barrios que no recuerdo, pero vivía en el Centro cuando empecé a ser consciente de las cosas: de una avidez que identificaba con mi nombre, del universo de la casa, de un mundo exterior agitado y peligroso.
Vivía en el Centro sin tener idea de lo que era el Centro o de que el Centro tuviera algo de particular. Lo más lejos que salía era a la esquina, cuando mi padre nos compraba vasitos de helado. El resto del tiempo lo pasaba de puertas para adentro, perdido en abstracciones, en mundos imaginados.
Sólo en ocasiones especiales el Centro parecía inofensivo. Los árboles de la playa se llenaban de frutos luminosos. Las vitrinas de Junín nos daban ideas para la lista del Niño Dios. La fuente del Parque de Bolívar, con su danza caprichosa y sus aguas de colores cambiantes, era el lugar más fascinante de la tierra. Pero, el resto del tiempo, el Centro era como una fiera peligrosa a la que era mejor no provocar.
Las ventanas de la casa tenían alas de madera. Casi siempre que pienso en esas ventanas las recuerdo cerradas. Recuerdo el aire de ceniza, la oscuridad de los cuartos. Recuerdo el miedo que sentí aquellas noches en que la madera se estremecía con las piedras que lanzaban los estudiantes. Recuerdo los ruidos de los carros y los monólogos de los borrachos en la madrugada. En cierto modo, jamás he salido de la casa sombría del Palo con Ayacucho donde conocí al mismo tiempo el miedo y la alegría de estar vivo.


4. La ciudad que se devora
Las ciudades son voraces e insensibles, devoran tiempo y gente sin detenerse, mudan de piel en cada construcción que cae y se levanta, y guardan un silencio rotundo e indiferente. En las fauces del progreso fueron desapareciendo los lugares que habían llenado de orgullo a las generaciones del pasado. Desaparecieron el Teatro Junín y el hotel Europa: donde cantaron y se hospedaron luminarias como Roberto Ledesma, Miguel Aceves Mejía, Daniel Santos, Agustín Lara y el mismo Carlos Gardel. Embriagados con la idea de progreso, no había tiempo para la nostalgia. Sucumbieron los teatros (el Medellín, el Bolívar, el Odeón, el Cid, el Ópera), el hotel Bristol, el pasaje Sucre, la estación Villa, el palacio arzobispal, el circo España, los edificios Carré y Vásquez, el Tobón Uribe, la plaza de Cisneros, el edificio de Melitón Rodríguez, la casa de Tomás Carrasquilla, la de Débora Arango, la de Pedro Justo Berrío, la de Ciro Mendía, el cementerio San Lorenzo, la casona donde funcionaba el DAS. Todo desaparecido.
A principios de los años setenta, en un café de Junín, ocurrió el primer asesinato sicarial. La ciudad perdió la inocencia y la vida humana empezó a devaluarse. A finales de esa década, la ciudad parecía en guerra abierta contra su propio pasado. Empezaron unos cambios que la volverían irreconocible. Surgió un edificio que con algo de optimismo podía llamarse rascacielos. Empezaron a gestarse las tres obras que, a juicio de algunos, determinaron la “guayaquilización del Centro”: la destrucción de Guayaquil y su Plaza de Cisneros –para hacer el centro administrativo–, la construcción de la Avenida Oriental y la construcción del Metro, en especial su paso elevado por la carrera Bolívar.
Al lado de aquellos cambios, empezó la deserción. Empresas y bancos se fueron a otro lado. La paz bucólica fue desapareciendo. El mundo estaba cambiando y surgieron negocios que les permitieron a los marginales hacerse más ricos que los viejos ricos. Así empezó a asomarse un resentimiento represado por décadas. Nuevo patrones señorearon.
Con el tiempo el Centro dejó de ser indispensable; mucha gente aprendió a vivir sin tener que visitarlo. Las congestiones desalentaban. La inseguridad se desbordó. Pero el Centro se resiste a la caída. Es la zona de la ciudad con más oferta cultural. Concentra importantes lugares como el Museo de Antioquia, la Plaza de Botero, el centro internacional de convenciones y exposiciones Plaza Mayor, el teatro Pablo Tobón Uribe, el Metropolitano y otros teatros, el parque de los Pies Descalzos, centros comerciales y una oferta gastronómica que incluye lugares tradicionales como Versalles y el Astor, así como –según algunos– la mejor pizza y pasta de la ciudad.


5. Regreso del desterrado

Alguna vez volvió en busca de sus recuerdos:

Mi ciudad. La ciudad de mis pálidos recuerdos. El caótico conjunto de calles y de caras del que salí huyendo. Una mujer pidiendo dinero para irse a su casa. Un hombre que muere a solas en un cuarto. Un muchacho arrojándose a los carros porque ha tenido un mal viaje, suplicando entre el caos que se lo lleven de allí, de ese centro inhumano, de esa droga pesada. Un desfile de caras amargas. Ojos que miran desconfiados. Cuerpos con hambre de afecto. Un montón de recuerdos que ya no son nada. Un viejo profesor arrastrando con decoro el peso de su vida. Una mujer que alguna vez amé y ahora la encuentro vencida. Montones de seres triturados por el tiempo, infinitas versiones del fracaso, del desencanto, de la desventajosa transacción que nos impone la vida. Un viejo amigo de papá que eligió la quietud y el derrame. Niños viajando al encuentro de su propia decepción. Seres que repiten dormidos las mismas rutinas de hace varios años. Calvicies, arrugas, ojos apagados, rostros pálidos que hace siglos no se encuentran con el sol. Mi ciudad. Su frío indeciso. Su lluvia sin alma. Un loco roñoso que prende un cigarrillo con otro que se acaba de fumar. Una mujer triste que vende cocteles amorosos. Un vendedor de billeteras con los ojos salidos en dirección a un pensamiento. Una señora con gafas oscuras y gestos tristemente prepotentes. Caras y caras, blancas como lápidas. Miradas que huyen. Andares sin ganas. Mi ciudad. Las escalas que una vez descendí confundido y derrotado. El lugar donde un beso o la humedad de un sexo, fresco y subestimado. Las aceras largamente detalladas de andar cabizbajo. Lugares fantasmas. Mujeres maquilladas y vestidas para nadie. Hombres que siguen siendo niños. Inválidos que venden buena suerte. Ciegos que cantan. Frentes arrugadas y silencio y soledad. Olor a jabón, a flores y a mierda. Caras paralizadas por el miedo, ruidos agresivos. Un niño llorando. Seres domesticados que viajan en frágiles burbujas, ventanas arriba, bien aseguradas, sufriendo en silencio, temiendo. Vagones y buses repletos, tumultos de sombras, bolsos y bolsas fieramente agarradas. Caras dementes mirando y buscando, hurgando en los otros, retando, llamando, pidiendo palabras y atención y afecto o insultos y rabia.


6. El fin se acerca
Para algunos el centro es feo e inhóspito, una olla podrida, un tumor maligno, un territorio de cartelitos criminales y de enganchados en la droga, un paraje salvaje en el que no hay que aventurarse, a menos que sea por razones de fuerza mayor. “El centro está muy peye”, dice Merceditas. “Su sordidez y su miseria son deprimentes”, sostiene Mónica. “El Centro es muy bonito”, replica Consuelo. “Nunca me han atracado”. “Aquí se juntan lo noble y lo oscuro”, dice Efraín, mirando hacia los lados. “Hay fuerzas ocultas, intereses extraños”. “Va a quedar muy bonito cuando lo terminen”, dice Omaira. “El Centro es una cosa toda rara”, dice la gerente de un local. “El Centro parece un mundo aparte”, dice Miguel. “Un territorio en otro tiempo y espacio, un hueco inmenso cuya vida transcurre en otra dimensión”.
“Los que vivimos y trabajamos en el centro tenemos la casa por cárcel”, dice Leonardo. “Somos como una casa donde hay unos cuadros muy lindos”, dice el párroco de la catedral, “pero detrás de esos cuadros hay miseria, dolor, injusticia social”. “Es un asunto de estratos”, dice Melina. “Hay gente que toda la vida ha ido al centro y sigue yendo. Lo que pasa es que los de los estratos altos prefieren las burbujas de los centros comerciales”.
“Calcúleme la edad”, dice don Octavio. “Aquí donde me ve, tengo ochenta y cuatro años. Cada día, religiosamente, vengo a sentarme en este café. Doy propinas generosas y las meseras me llaman ‘mi amor’”. “Los habitantes del centro sabemos que después de las seis de la tarde ya no hay seguridad”, dice Joaquín. “Sabemos que las cámaras que resguardan el sistema financiero no nos protegerán y que hasta los policías se encierran en el CAI”. “Cuentan que unos inversionistas españoles estuvieron recorriendo el sector”, dice Adolfo. “Dicen que la decadencia del Centro no es más que una estrategia para abaratar las propiedades, que el resurgir vendrá cuando todo lo que vale se encuentre en otras manos”.
 “Medellín, mi ciudad, no me gusta”, dijo hace poco en su muro de Facebook el poeta Elkin Restrepo. “Creo que ha colapsado y que, si se quiere llevar una existencia como se debe, habrá que ir pensando en abandonarla. Pienso en lo que este deprimido y angustiante escenario será en un año o dos y cuento los días porque, como oye uno por ahí, el fin se acerca”.

7. Y sin embargo…
Regreso al Centro con ojos dispuestos a ver la ruina, y sin embargo siempre hay algo que se resiste a la conmiseración. Miro desde el balcón de la plataforma del Metro y empiezo a encontrar motivos para expresar el desastre: el parque de Berrío convertido en sótano al aire libre, la gorda de Botero –el tema de mi primer texto periodístico– reducida a fichita perdida de ajedrez, los grupos de atracadores en busca de incautos… y sin embargo el parque está lleno de vida y en el medio hay un tranvía que promete, en un futuro cercano, paseos agradables. Recorro hoy con recelo el Guayaquil por donde me paseaba sin temor cuando era niño, entre charcos hediondos, mirando intrigado a las mujeres de billetera bajo el brazo y medias de lana hasta la rodilla… y sin embargo me pregunto qué había en aquel pasado que valiera la pena conservar. Voy viendo los lugares donde hubo librerías… y sin embargo la oferta permanece, en pasajes, en puestos ambulantes, el que quiera leer seguirá hallando algún libro de interés.
Veo la catedral cerrada, y como ofendida, frente a la sordidez del parque de Bolívar. Veo a un hombre macilento bañarse y lavar su única muda de ropa en la fuente a esa hora sin chorros y sin luces. Veo los territorios, los personajes: el travesti que se alquila, el muchacho de mirada insolente, la anciana en silla de ruedas que vende cigarrillos… y sin embargo hay algo hermoso que palpita entre las cenizas.
Veo el árbol que dio sombra a la muerte de mi padre… y sin embargo es bello el verde de sus hojas. Veo la oferta del porno más atroz a la puerta de la iglesia de la Candelaria... y sin embargo siento que la zoofilia que me ofrecen dará pan a una familia, y que el misterio que habita en esa iglesia sirve para entender esa terrible paradoja.
Veo a la gente acostumbrada a bajarles la cerviz a criminales, acobardada por decenios de abusos… y sin embargo veo nobleza y gente que trabaja y que ama lo que hace, y hay miradas embriagadas de esperanza y de futuro. Percibo en el ambiente los fantasmas de unos tiempos insensibles, sanguinarios… y sin embargo hay bondad en ese embolador cetrino y viejo que no sabe que existe la Traviata, en el rostro de ese niño que mira fascinado los globos de colores.
Oigo sirenas y canciones. Huelo nubes alucinógenas. Veo a las amigas ancianas que se encuentran para tomar el algo, los jubilados que resuelven los problemas del país, los artistas callejeros, las hipnosis colectivas, los trabajos en las calles, las luces, las palomas, el algodón de azúcar, los ruidos, las ventas, los tumultos... y, a pesar de todo el gris y de tanto desencanto, siento que en todo aquello hay una rara melodía, un esplendor que se asoma entre las ruinas, y entiendo que el afán de ver tan solo decadencia no es más que la tristeza del que sabe que se marcha y que, cuando se marche, el Centro seguirá como si nada, con su olvido desdeñoso, y que vendrán otras criaturas con sus sueños y temores, y habrá flores y palomas, y habrá fuentes luminosas, y habrá gente inconcebible que levante su mirada hacia las nubes y que piense que la vida, a pesar de sus miserias, no deja de ser hermosa.





viernes, 17 de julio de 2015

Cultivarse



Cultivarse

La literatura de verdad rara vez aparece en las edito­ria­les comerciales. Allí abundan las campanas pavlovia­nas, arrastrando multitudes que no quieren que las tomen por incultas. Se dirá: “Mire a Pablo Montoya”. Se responderá: “A Montoya decidieron acogerlo cuando resultó imposible ningunearlo”. Lo cierto es que la literatura y el negocio raras veces congenian.

Si uno quisiera encontrar literatura —antes de que el tiempo dé su veredicto— tendría que buscar lejos del munda­nal ruido: en las editoriales independientes o uni­ver­­si­tarias. Pero además de buenos libros se requieren lectores con criterio. De manera que la búsqueda parece la historia de dos agujas tratando de encontrarse en un pajar. No es de extrañar que, cuando se encuentran, las agujas se dediquen a apreciar mutuamente sus méritos. Por eso escribo hoy sobre un autor que hace poco celebró uno de mis libros.

Quizá algunos recuerden a Marco Tulio Aguilera Garramuño (una escuela de Medellín lo adoptó hace unos meses). Hace como treinta años, Aguilera Garramuño publicó un libro ingenioso y bien escrito, Breve historia de todas las cosas, y algunos auguraron que sería el sucesor del “Papá Grande”, como él mismo llama en sus novelas a García Márquez. Varios libros suyos se han elevado por encima de la línea de flote del anonimato: Mujeres amadas, Cuentos para después de hacer el amor, Los placeres perdidos. Pero en general ha vuelto a sumirse en el olvido (sobre todo en Colombia). Le ha faltado la maquinaria que hoy se ocupa en elevar bodrios pesados.

Aguilera Garramuño vive en México, practica deportes como un adolescente y a comienzos de este año publicó una novela, La insaciabilidad. La edición, de la Universidad Veracruzana, se agotó en pocas semanas y nunca llegó a circular en Colombia. El libro, que es parte de su serie de siete novelas El libro de la vida, ya puede considerarse una rareza bibliográfica (mi ejemplar autografiado no lo vendo). Ha desaparecido casi sin dejar rastro una novela que deberían estar leyendo en los programas de literatura.

La insaciabilidad es de esas novelas que se leen con la vergüenza ajena de saber que el escritor nos ha abierto las puertas de su alma, y que no queda caverna sin explorar. Es la historia de Ventura, un escritor de vida errática, mujeriego y solitario, empeñado en alcanzar la gloria literaria. La prosa de Aguilera Garramuño es fluida y veterana. La trama que une el libro es la relación del protagonista con una mujer madura, Barbara Blaskowitz, y con su hija, Trilce: su fantasía “cum­plida” de poseerlas a las dos. La niña, virtuosa del violín, es un homenaje a Nabokov en una novela llena de referencias literarias. Allí abundan los desencuentros, los fantaseos con la fama, el naturalismo estetizado, las referencias al acto creador. Ventura es de franqueza agresiva, amigo de los escán­dalos: está empeñado en ser víctima sacrificial.

La insaciabilidad es una novela en clave. Los jalapeños que la han leído se estarán preguntando quiénes son las personas reales que la inspiran. Muchos episodios pueden reconocerse como experiencias del autor: su paso por la academia norteamericana, la amenaza de expulsión de México (de la que lo salvó García Márquez), su empeño por hacer una obra monumental. Pero es un error leer el libro prestando atención a su carga autobiográfica. Me queda la sospecha de que La insaciabilidad, como toda la serie El libro de la vida, tiene tanta franqueza que solo podrá ser apreciada de manera póstuma: cuando lo que hoy parece vergonzoso consiga revelarse como un raro y virtuoso despliegue de valor.



       Publicado originalmente en Vivir en El Poblado en julio 17 de 2015.