Retomo esta hermosa imagen de mi querida Silvana de Faria, para reproducir un fragmento de
Santa María del Diablo donde el veedor Fernández de Oviedo describe las hamacas.
Llegados los
viajeros a Santa María, pasados los protocolos y las euforias que inspira lo
nunca visto, el conocerse y el reconocerse de los viejos y los nuevos
habitantes de Castilla del Oro, una languidez extraña se arrastró como una nube y
se apoderó de todos. Tardarían en notar que había un peligro en esa pesadez que
atribuyeron al cansancio del viaje. Después de estudiar las hamacas con
detalle, y de preguntarse cómo era posible que Europa no hubiera concebido algo
tan simple y tan práctico, Oviedo escribió en su cartapacio: “Las camas en que
duermen se llaman hamacas, que son unas mantas de algodón muy bien tejidas y de
buenas y lindas telas, y delgadas algunas de ellas, de dos varas y de tres de
luengo, y algo más angostas que luengas, y en los cabos están llenas de
cordeles de cabuya y de henequén, y estos hilos son luengos, y vanse a juntar y
concluir juntamente, y hácenles al cabo un trancahilo, como a una empulguera de
una cuerda de ballesta, y así la guarnecen, y aquélla atan a un árbol, y la del
otro al otro cabo, con cuerdas o sogas de algodón, que llaman hicos, y queda la
cama en el aire, cuatro o cinco palmos levantada de la tierra, en manera de
honda o columpio; y es muy buen dormir en tales, y son muy limpias; y como la
tierra es templada, no hay necesidad de otra ropa ninguna encima”.
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