sábado, 29 de noviembre de 2014

La casa bajo el agua





Alguien,
No es claro quien,
Asegura que fue el viento de las rosas
O el sudor de unas manos
O una suma de llantos
O el temblor de una flor humedecida.

Quizá la soledad ayudó un poco
A llenar, desbordar,
Recipientes y vasos,
Bañeras y fuentes,
A volver navegables
Rincones olvidados.

La casa está inundada,
Pasillos venecianos,
Escalas de cascadas,
Y en una mesa alta,
Muy lejos de las aguas,
Una canoa espera
Al pescador perdido
Por un amor sangrante.






sábado, 22 de noviembre de 2014

El último periodista

En este viejo texto, Wenceslao Triana imagina el privilegio que habría sido trabajar con Germán Mendoza Diago.
Tuve ese privilegio. Germán me abrió las puertas de El Universal y me alentó a escribir. Fue amigo y maestro.
Buen viaje, Germán

(Abril 19, 2020)

Por Wenceslao Triana 

Siempre me ha intrigado lo poco que sabemos de quienes se encargan de que lo sepamos todo. Salvo las estrellas fugaces, el periodismo suele ser un oficio de seres anónimos, de quienes rara vez tienen noticias los lectores.
Pensé en eso cuando leí sobre la entrega de los premios Pegaso de Oro de Periodismo. Me alegró ver a los amigos recibiendo homenajes: a doña Carlota, al maestro Eduardo Herrán (¿alguien está guardando, como se debe, su tesoro fotográfico?), a Ledys Caro, a Carlos Marín. Pero debo confesar que lo que más me alegró fue el premio a Germán Mendoza Diago.
Cuando vivía en Cartagena, cada vez que llevaba mi columna aprovechaba para entrar a su oficina por un rato. He visto su silencioso desempeño y estoy convencido de que ese teutón de Ciénaga de Oro ha sido el alma de El Universal desde hace casi veinte años.
Su credo lo supe muy temprano. Fue una de las primeras veces que visité El Universal, cuando estaba lagarteando para que me publicaran. Ya entonces había notado que era uno de los primeros periodistas en llegar y uno de los últimos en marcharse. Sabía también de su pasión por el cine y por la poesía y quise preguntarle cómo se hacía para no sucumbir al poder demoledor del periodismo. Germán mandó a un periodista a cubrir una rueda de prensa, diagramó dos páginas, edito tres fotos y luego me dijo: “Borges dijo que no hay que dejarse acanallar”.
Eso es Germán Mendoza, un hombre que no se ha dejado acanallar. Pero es más que eso, es quizá la última versión del periodista a la vieja usanza, esos para quienes el periodismo es la vida misma.
Mi amigo Eliécer López suele decir que los periodistas de hoy no son como los de antes, que ni fuman, ni son mujeriegos, ni beben, ni se van tarde a casa. “Qué clase de periodismo es ése”, dice Eliécer sonriente. Creo que el único requisito que cumple Germán Mendoza es el de irse tarde a casa. Porque Germán no descansa hasta estar seguro de que el periódico saldrá bien. Cuando alguien no puede llenar una página, Germán se encarga del asunto. Cuando a todos los periodistas les da gripa, Germán se sienta tranquilo y escribe todo el periódico. Uno podría pensar que tanta entrega es vocación de sufrimiento. Pero hay que verle la emoción ante los retos, para saber que Germán es distinto a todo el mundo.
A Germán le gustan los grandes acontecimientos. Es un genio de ese arte curioso y efímero que es diseñar primeras páginas. Cuando algo grande ocurre, es posible verlo frenético, aventurando fotos de seis columnas o titulares de tres palabras. Al día siguiente trae un gesto triunfal por haber derrotado a los grandes periódicos. Uno de los títulos periodísticos más hermosos que he leído en mi vida lo escribió Germán. Fue cuando los científicos anunciaron la fecha del Bing Bang. El título fue avasallante: “Hace quince mil millones de años, Dios creo el universo”.
También es posible saber cuándo anda enfrascado en una de sus crónicas. De pronto, adquiere un aire sigiloso, como de estar manipulando información confidencial, y al poco tiempo aparece una reconstrucción histórica en la que parece haber consultado hasta a los espíritus del más allá.
Lamento no haber sido periodista de El Universal durante estos años en que Germán ha capitaneado. De haberlo sido (en el hipotético caso de haberlo sido) me consideraría el tipo más afortunado del mundo por haberlo tenido como maestro. Un raro maestro Zen de periodismo que imparte sus enseñanzas sin que parezca que está entregando grandes lecciones definitivas.
Junio 5 del 2002





jueves, 20 de noviembre de 2014

De regreso en la granja



George Orwell ha sido un viejo amigo de la casa. A princi­pios de los años setenta me acostumbré a ver en el estante de la sala un ejemplar de su novela, 1984. Me llamaba la atención el valor de titular un libro con una cifra que además era un año que aún estaba por venir. Me propuse leerla antes de esa fecha futurista. Mi entendi­miento del poder y la política sería mucho más vago si no hubiera devorado esa novela como si mi propia vida dependiera de ello. La derrota de Winston Smith fue para mí una afrenta personal. Me propuse llevar más lejos el esfuer­zo por permanecer despierto.

Por gratitud con Orwell, traté luego de leer Animal Farm (Rebelión en la granja), pero no me gustó tanto. Incurrí en la injusticia —tan común entre los lectores de admiración fácil— de no perdonarle al autor que cambiara las reglas del juego y se expresara de otro modo. Me sentía incómodo leyendo fabulitas siendo, como me creía, un lector serio y ya con varias obras maestras encima. Para colmo, en aquel tiempo no era posible llegar a Animal Farm libres de su sentido alegórico. Entre los sabihondos de entonces era una verdad trillada que cada animal de la granja representaba un personaje histórico: el cerdo filósofo era Marx, otros eran Lenin o Stalin. Lo cierto es que se me armó un lío en la cabeza cuando trataba de recordar quién era cuál. Al final no entendí mucho de lo que leía, pues tenía la sensación de que, para poder desentrañar los secretos del libro, antes debía conocer todos los detalles de la historia universal a principios del siglo XX.

No puedo decir que tenía planes de releer Animal Farm. Pero recientemente, con mi amiga Valen Chaucer, he descu­bierto el placer de leer en compañía, de compartir impresiones y entusiasmos con almas afines que además nos ayudan a ver lo que soslayamos y a apreciar mejor los libros que acabamos de leer. Así que mi amiga propuso Animal Farm y no me quedó otra alternativa que obedecer, pues de lo contrario iría a rebelarse apenas yo propusiera el próximo título. Un argu­mento suyo terminó de convencerme: me dijo que me olvidara de las referencias históricas, que hiciera de cuenta que nunca existieron ni Lenin ni Marx. Le hice caso y santo remedio.

El libro de Orwell brilló ante mis ojos en toda su majestad. Ahí estaban los caminos al infierno construidos con las piedras de las buenas intenciones. Estaban los ideales traicionados y la prosperidad de la mentira. Estaban las ovejas que hacen ruido para interrumpir todo diálogo. Están los medios y los gestores de propaganda manipulando mentes y pasados. Están los que regalan su fuerza a causas que no entienden, envanecidos por su propia fortaleza. Están los pocos escépticos a los que nadie oye. Están incluso los marginales, los que se visten de suciedad para pasar por debajo del radar. Está la vida toda, las sociedades de ahora y de casi siempre, con todas sus absurdas ceremonias, con unos pocos privilegiados y unas inmensas mayorías esclavizadas y resignadas.


Muchos sostienen que George Orwell fue mejor ensayista que novelista. Le era imposible renunciar a la intención pedagógica. Su ensayo “Matar un elefante” sintetiza en menos de diez páginas la historia colonial inglesa. Sus novelas no renuncian a filosofar. Al igual que 1984, también Animal Farm tiene un final desolador. Uno podría aventurar que a Orwell le tocaron tiempos som­bríos. El problema es que, después de leerlo, uno queda convencido de que todos los tiempos son sombríos.



Publicado en Vivir en El Poblado el 20 de noviembre de 2014.






viernes, 7 de noviembre de 2014

Las plagas de Santa María

Un fragmento de Santa María del Diablo.



     El primero de agosto de 1514, Pedrarias escribió al Rey para darle cuenta de su llegada. Sin mencionar el reporte de Balboa, hizo una detallada descripción de la situación de la colonia y de la gobernación. Varios miembros de la expedición escribieron a la Corte y dijeron que el clima era pestífero y más pernicioso que el de Cerdeña. Se sentían en el infierno, y la lista de quejas era interminable. Decían que Santa María estaba en un valle profundo, rodeado por ásperos collados, por lo que sólo recibía los rayos del sol de manera perpendicular, y que aquella luz era incisiva y molesta. Se quejaban de la lluvia y los caminos pantanosos, y de los mosquitos que pululaban en las aguas estancadas. Decían que las pulgas y los sapos y otras alimañas brotaban cuando el sudor de los esclavos caía al suelo.







jueves, 6 de noviembre de 2014

Santa María del Diablo

Publicada por Ediciones B Colombia, 
Santa María del Diablo salió al mercado el 5 de noviembre de 2014.

La novela cuenta la historia de Santa María de la Antigua del Darién,
la primera ciudad española en Tierra Firme.


Aquí algunos enlaces de interés:








Sobre la novela



Un fragmento de la novela en el suplemento Generación, de El Colombiano.
Noviembre 9 de 2014.


En El Espectador. Domingo 16 de noviembre de 2014.














lunes, 3 de noviembre de 2014

Navegando las hojas


Como la belleza del otoño termina por el suelo, he ocupado algunos ratos de las últimas semanas en recoger las hojas que le dan a la tierra tonalidad marciana. Uno de los tesoros más grandes que poseo es un pequeño bosque –tan pequeño que es muestra de optimismo llamarlo de ese modo– , un árbol en el frente y otros en el traspatio, una foresta hermosa poblada de ardillas, a veces visitada por pájaros carpinteros o por ciervos sigilosos que se aventuran desde las montañas. De manera que cuando el otoño llega con su frío afilado, cuando las hojas se despiden en una llamarada, llega también la hora de abrigarse y salir a recoger tanta belleza y tanto despilfarro.
Al principio de esta curiosa aventura que es tener un pedazo de tierra –y es un alivio vivir en un país donde no hay la inminente amenaza de que a uno lo maten para quedarse con ella–, pensé que la manera más eficiente de recoger las hojas sería comprarse una de esas máquinas estilo aspiradora que lo recogen todo con quejumbrosa eficiencia. Pero tuve la suerte de reaccionar a tiempo y comprender que lo mejor era vivir con deliciosa intensidad esa tarea misteriosa de recoger las hojas de manera artesanal, con la ayuda de un rastrillo, poco a poco, sintiendo el crujir de esas miles de pruebas de que una poderosa inteligencia habita tras las cosas. Siempre que salgo a recoger las hojas del otoño recuerdo un ensayo de Gerard Manley Hopkins sobre la belleza. Hopkins usaba la forma de las hojas de los árboles para explicar que la belleza tiene siempre una especie de simetría asimétrica. Cada hoja, cada criatura, parecen estar diseñadas como la suma de dos mitades idénticas, pero cuándo se observa con cuidado se descubre que las mitades tienen diferencias sustanciales. Tenemos, por ejemplo, ojos y orejas a cada lado, pulmones, brazos, riñones, piernas. Pero si la regla fuera rigurosa habría que tener un corazón a cada lado. Hopkins llega más lejos y consigue demostrar que el hecho mismo de que no haya dos hojas perfectamente idénticas es la prueba del inagotable poder creativo de esa mente que todo lo concibe. Si un ser humano estuviera a cargo de la tarea, es probable que se dedicara a producir cosas en serie, iguales las unas a las otras. Pero el mundo es distinto y no hay dos rostros iguales, dos voces, dos palmas de manos.
Mientras paso el rastrillo por el mar amarillo, pienso también en las tonalidades: cobres, ocres, rojos, marrones, carmesíes; algunas –poquísimas– de un verde obstinado. Llamar amarillo a todo aquello es como decir que estas frases son aliteraciones. Entonces recuerdo aquella frase de Gilberto sobre cómo hay en el alma más matices distintos que colores en un bosque en el otoño, sobre cómo es imposible expresar la foresta interior con el habla y sus aullidos limitados.
Pero a medida que avanza la tarea dejo de ser libresco y me sumerjo en hondas cavilaciones. Recuerdo vivamente los sueños de la noche anterior, veo mi vida en perspectiva, levanto la mirada para apreciar las ramas desnudas donde después de algunos meses volverán los colores de la vida, pienso que un día no estaré para recoger las hojas, que yo mismo seré como una de esas hojas y que tal vez no vendrá nadie a recogerme.
Pero también las reflexiones filosóficas se diluyen con el transcurrir de la tarea y, entonces, sólo quedan imágenes absurdas: una campana sorda y delirante, un pulpo enorme aferrado a una maleta, un tres de copas y una pelota.
Y al final ni siquiera hay imágenes, ni siquiera hay conciencia. Sólo hay una criatura en el bosque que acaricia la tierra, que transcurre y se marcha.
Publicado en Centrópolis, en octubre de 2008.