Como
la belleza del otoño termina por el suelo, he ocupado algunos ratos de las
últimas semanas en recoger las hojas que le dan a la tierra tonalidad marciana.
Uno de los tesoros más grandes que poseo es un pequeño bosque –tan pequeño que
es muestra de optimismo llamarlo de ese modo– , un árbol en el frente y otros
en el traspatio, una foresta hermosa poblada de ardillas, a veces visitada por
pájaros carpinteros o por ciervos sigilosos que se aventuran desde las montañas.
De manera que cuando el otoño llega con su frío afilado, cuando las hojas se
despiden en una llamarada, llega también la hora de abrigarse y salir a recoger
tanta belleza y tanto despilfarro.
Al
principio de esta curiosa aventura que es tener un pedazo de tierra –y es un
alivio vivir en un país donde no hay la inminente amenaza de que a uno lo maten
para quedarse con ella–, pensé que la manera más eficiente de recoger las hojas
sería comprarse una de esas máquinas estilo aspiradora que lo recogen todo con quejumbrosa
eficiencia. Pero tuve la suerte de reaccionar a tiempo y comprender que lo
mejor era vivir con deliciosa intensidad esa tarea misteriosa de recoger las
hojas de manera artesanal, con la ayuda de un rastrillo, poco a poco, sintiendo
el crujir de esas miles de pruebas de que una poderosa inteligencia habita tras
las cosas.
Siempre que salgo a recoger las hojas del otoño recuerdo un ensayo de Gerard
Manley Hopkins sobre la belleza. Hopkins usaba la forma de las hojas de los
árboles para explicar que la belleza tiene siempre una especie de simetría
asimétrica. Cada hoja, cada criatura, parecen estar diseñadas como la suma de
dos mitades idénticas, pero cuándo se observa con cuidado se descubre que las
mitades tienen diferencias sustanciales. Tenemos, por ejemplo, ojos y orejas a
cada lado, pulmones, brazos, riñones, piernas. Pero si la regla fuera rigurosa
habría que tener un corazón a cada lado. Hopkins llega más lejos y consigue
demostrar que el hecho mismo de que no haya dos hojas perfectamente idénticas
es la prueba del inagotable poder creativo de esa mente que todo lo concibe. Si
un ser humano estuviera a cargo de la tarea, es probable que se dedicara a
producir cosas en serie, iguales las unas a las otras. Pero el mundo es
distinto y no hay dos rostros iguales, dos voces, dos palmas de manos.
Mientras
paso el rastrillo por el mar amarillo, pienso también en las tonalidades:
cobres, ocres, rojos, marrones, carmesíes; algunas –poquísimas– de un verde
obstinado. Llamar amarillo a todo aquello es como decir que estas frases son
aliteraciones. Entonces recuerdo aquella frase de Gilberto sobre cómo hay en el
alma más matices distintos que colores en un bosque en el otoño, sobre cómo es
imposible expresar la foresta interior con el habla y sus aullidos limitados.
Pero a medida que avanza la tarea dejo de ser libresco y me sumerjo en hondas
cavilaciones. Recuerdo vivamente los sueños de la noche anterior, veo mi vida
en perspectiva, levanto la mirada para apreciar las ramas desnudas donde
después de algunos meses volverán los colores de la vida, pienso que un día no
estaré para recoger las hojas, que yo mismo seré como una de esas hojas y que
tal vez no vendrá nadie a recogerme.
Pero
también las reflexiones filosóficas se diluyen con el transcurrir de la tarea
y, entonces, sólo quedan imágenes absurdas: una campana sorda y delirante, un
pulpo enorme aferrado a una maleta, un tres de copas y una pelota.
Y
al final ni siquiera hay imágenes, ni siquiera hay conciencia. Sólo hay una
criatura en el bosque que acaricia la tierra, que transcurre y se marcha.
Publicado en Centrópolis, en octubre de 2008.
Que hermosura Gustavo
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