miércoles, 18 de mayo de 2016

Breve historia de un fantasma

Gabriel García Márquez regresa a Cartagena

                                      Foto cortesía revista Semana


Por Gustavo Arango
El amor en los tiempos del cólera es la novela de García Márquez que mejor refleja su relación con Cartagena. Como en la historia de Florentino y Fermina, el amor del escritor por la ciudad abarcó casi toda su vida. Tuvo lugar en escenarios de leyendas. Su inicio fue  promisorio, pero hubo desencuentros. La entrega de los amantes tardó más de medio siglo. Al igual que Florentino, García Márquez “se propuso ganar fama y fortuna para merecerla”.
El idilio empezó en abril del 48. Gabito, como entonces se llamaba, tenía veintiún años y acababa de huir del bogotazo. Llegaba a Cartagena a seguir sus estudios de Derecho y el impacto fue inmediato. “La ciudad era tan hermosa que parecía mentira”. Los fantasmas deambulaban por las calles. Muy poco había cambiado desde los tiempos de los virreyes. Su testimonio de ese instante es elocuente: “Me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer”.
La primera noche la pasó en una celda. Había toque de queda y la noche lo encontró sin hospedaje. Un par de policías le quitaron sus cigarrillos y le dijeron que los siguiera. Cuando pasaron por el mercado público, el recién nacido conoció a uno de sus personajes más recurrentes: un cocinero escandaloso de clavel en la oreja llamado Juan de las Nieves. Antes de irse escoltado a dormir, calmó el hambre con un filete de carne con anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde.
Su vida tuvo pronto un giro inesperado. Manuel Zapata Olivella lo condujo a El Universal, un diario de oposición fundado dos meses atrás. El jefe de redacción, Clemente Manuel Zabala, era un tímido intelectual de izquierda que fue a dar a Cartagena después de hacer carrera en Bogotá. Zabala vivía atento a los asuntos de la capital y recordó haber leído un par de cuentos de García Márquez en El Espectador. García Márquez buscaba trabajo como dibujante, pero Zabala lo comprometió para que escribiera columnas de opinión. El 21 de mayo de 1948, El Universal anunció en la página editorial el inicio de sus colaboraciones. La primera de sus columnas “Punto y aparte” fue sobre el toque de queda. Zabala tachó todo con un lápiz rojo y escribió entre líneas una versión mejor. Fueron maestro y discípulo. Con el tiempo, hubo menos correcciones. Esa fue la medida de su aprendizaje. Muchos años después, al conocer los detalles de la muerte de su maestro, García Márquez diría: “Zabala es un señor al que le debo gran parte de lo que soy”.
Gabito estuvo vinculado a El Universal por casi veinte meses. Además de columnista, fue reportero y editor de cables internacionales. Aquel tiempo estuvo lleno de primeras veces: primeras crónicas, primeros problemas con la censura, primeras amenazas a causa de sus escritos, primer discurso público (en un reinado), primeros manifiestos políticos y primeros borradores de la primera novela.
Aunque los amigos que hizo después en Barranquilla se llevarían la gloria, también en Cartagena hubo encuentros decisivos. En El Universal la estrella era el telúrico Héctor Rojas Herazo, seis años mayor que “Gabito” y ya reconocido en aquel tiempo como pintor y poeta. Fueron émulos, más que amigos. Al final del camino Rojas Herazo tenía la sospecha de que García Márquez influyó para que sus novelas no se conocieran. “No quiere que le hagan sombra”, decía.
Gustavo Ibarra Merlano, era  dulce y pausado y alguna vez quiso ser sacerdote.  Amplió los horizontes literarios de Gabito. Lo acercó al Siglo de Oro español, a los trágicos griegos, a Claudel y Hawthorne. Después de leer la primera versión de La hojarasca, señaló las semejanzas con Antígona, de Sófocles. Ibarra se radicaría en Bogotá y llegaría a ser un respetado abogado de aduanas. Los reencuentros serían pocos, pero amables. Ibarra definió a García Márquez como un “cuentero guajiro”, decía que su gran logro era de orden moral: claridad de propósito, entereza en lo adverso y lealtad a sus raíces expresada en su matrimonio con Mercedes Barcha.
Con Rojas Herazo e Ibarra Merlano eran frecuentes las tertulias callejeras hasta la madrugada. El destino era el parque del Cabrero –donde una vez tuvieron una experiencia mística– o el mercado en la Bahía de las Ánimas. Juntos acudieron a saludar en su hotel a Dámaso Alonso. Juntos crearon al poeta imaginario César Guerra Valdez y publicaron una entrevista apócrifa en la primera página de El Universal.
Otros amigos de aquel tiempo fueron el hombre de radio y empresario de taxis, Víctor Nieto Núñez, el  periodista Jorge Franco Múnera, en cuya casa García Márquez dormiría con frecuencia, y los hermanos Óscar y Ramiro de la Espriella, de quienes recibió formación política.
En diciembre de 1949, las relaciones de García Márquez con Cartagena parecían terminadas. Los estudios de Derecho eran un desastre. “Comerás papel”, le diría el viejo Gabriel José cuando supo que quería ser escritor. A Gabito Cartagena le parecía estrecha. Su “encanto” virreinal incluía una excesiva reverencia por los abolengos. Por mucho talento que tuviera, para “los cachacos de la costa” Gabito no era otra cosa que un muchachito excéntrico de provincia, mal vestido y peor alimentado. Las burlas y el desprecio eran frecuentes. Se fue a Barranquilla en busca de mejores aires.
Pero pronto estaba de regreso. A principios de 1951, su familia se trasladó a Cartagena, y García Márquez regresó de Barranquilla para ayudarlos. Entonces enviaba sus “jirafas” a El Heraldo para pagar un préstamo. Por aquel tiempo emprendió su primera aventura como empresario y, junto con El Mago Dávila, creó Comprimido, “el periódico más pequeño del mundo” y también uno de los más efímeros. Para aligerar la carga que significaba la enorme prole de los García Márquez, Gabito se la pasaba en casa de los De la Espriella. Don Juan Antonio, el señor de la casa, lo llamaba “valor civil”, por su atrevimiento en el vestir. En la casona de la Calle Segunda de Badillo, Gabito daría recitales informales. Pero escapó de Cartagena a la primera oportunidad. Esta vez tardaría en regresar.
Mucho se ha hablado del regreso a Aracataca que dio origen a Macondo. Del mismo modo, al regresar a Cartagena, García Márquez empezó a entender su relación con la ciudad. En 1966, formó parte de la delegación mexicana que vino al Festival de Cine. En septiembre de 1967, poco después de la publicación de Cien años de soledad, pasó por Cartagena hecho una celebridad y siguió para Arjona a tomar unos días de descanso. A principios de los ochenta, estaba de regreso en Cartagena y parecía dispuesto a quedarse. García Márquez recibía a sus amigos de todo el mundo y les mostraba, de primera mano, los desafueros del realismo mágico.  Sus notas de prensa de aquella época abundan en descripciones de la ciudad y recuerdan con nostalgia las noches de tertulia cuando era reportero.
Así empezó a reconocer lo que su mundo literario le debía a Cartagena. La ciudad le había dado modelos para sus personajes: un coronel legendario de apellido Buendía, un empresario de circo al que llamaban “el cazador de la muerte”, un héroe picaresco –Ñoli Cabrales– dueño de una “potra descomunal”. Todo se había ido y seguiría destilando en sus novelas: las visitas como reportero al Hospital Santa Clara, los cuerpos exhumados, los robos de gallinas, los prostíbulos del Bosque, las yerbas alucinantes. Desaparecido Macondo bajo un ciclón bíblico, empezó a tomar forma “la ciudad de los virreyes”, ese mundo paralelo de sus novelas de amor. Aunque tuvo que huir del país por intrigas políticas, no dejó de notar que ya la sociedad cartagenera lo trataba mejor.
En octubre de 1982, tras la concesión del Nobel, García Márquez dijo que se compraría una casa frente al mar en Cartagena. Ya su amor por la ciudad era cosa proclamada. Pasó parte de los ochenta y noventa apoyando el festival de cine de su amigo Víctor Nieto. Con dos o tres llamadas conformaba jurados de lujo.  En 1995, creó en Cartagena la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano y el primer taller tuvo lugar en la nueva sede de El Universal.
La apoteosis de esta historia ocurrió en marzo de 2007, en el Centro de Convenciones que está justo donde quedaba el mercado público. El mundo hispánico le rindió a García Márquez el más grande homenaje que recibió en toda su vida. No es coincidencia que aquel emotivo episodio  ocurriera en el sitio donde medio siglo atrás sintió que volvía a nacer. Al leer su discurso fue notorio que el olvido empezaba a acorralarlo.

Un año antes de morir, García Márquez visitó Cartagena por última vez. Pasó allí varias semanas y rara vez estuvo solo. La ciudad se desvivía en atenciones. Fue invitado a los salones más encopetados. Le llevaron músicos y lo alentaron a bailar. Le tomaron fotos y le grabaron videos. A veces repetía sin memoria las letras de las canciones.  La ciudad de sus amores era suya y Gabito ni se enteraba. Sin morirse todavía, ya era uno de sus fantasmas.



Esta entrada ha sido reproducida por Las 2 Orillas (21 de mayo de 2016).



Ver el texto en Las 2 Orillas





viernes, 13 de mayo de 2016

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La columna de Vivir en El Poblado




Decía el innombrable que cualquiera podría ser repre­sen­tado como santo o malvado, según los detalles de su vida que se eligieran para contarla. Quizá le faltó decir que la suma de todos los detalles deja siempre un enigma indescifrable.

Se me ocurre un ejemplo. A principios de marzo viajé a la Madre Patria y, cuando andaba en los preparativos, una amiga muy querida me contó que en su natal Alicante había una exposición dedicada a Juan Carlos Onetti. La noticia me emocionó. Si hay un escritor reciente en lengua castellana que admiro y envidio, ése es Juan Carlos Onetti. Con él la prosa en este latín con arabescos alcanzó cimas muy altas. Así que decidí escaparme un par de días de Madrid –donde estaba escarbando entre los libros de Cortázar–, viajar a lomo de Ave, ver el Mediterráneo, perderme en unos ojos de noche tibia y –por supuesto– gozarme la exposición “Reencuentro con Onetti: Veinte años después”, que organizaban la Universidad de Alicante y el Museo del Escritor.

La exposición conmueve porque se siente la presencia del creador de Santa María. Fue posible porque Dolly, su viuda, se encargó de preservar y poner en buenas manos numerosos objetos que rodeaban la vida de ese ogro. Hay manuscritos de letra grande y parsimoniosa. Hay lentes, pistola de juguete, máquina de escribir. Hay primeras ediciones de sus libros. Hay documentos personales. Hay fotos familiares y de los pocos eventos públicos en los que participó. Hay curiosos gestos dulces, juguetones, en las fotos que Dolly le tomó. Hay rascador, hay agenda, hay sombrero. Hay diccionario de sinónimos y hermosa edición del Quijote. Hay una edición de El pozo –su primera novela– con la portada y las primeras hojas perfo­radas para acomodar allí la medalla del Premio Cervantes. Pero lo que más conmueve es la reconstrucción del rincón de su cuarto, donde Onetti se atrincheró más de diez años. En ese rincón están las fotos que lo acompañaban desde la pared. Está la cita de Machado sobre el reconocimiento esquivo e inútil. Están la lámpara, la mesita de noche, el camastro de sábanas amarillentas y fundas manchadas, donde aún vibra la tibieza de ese enigma llamado Juan Carlos Onetti.

Cuando se habla de Onetti hay toda clase de versiones. Su vida afectiva fue turbulenta –tres matrimonios, otros amores–, hasta que llegó Dolly con una generosa forma del amor que lo aceptaba como era. Los más cercanos a Onetti destacaban en él su ternura, su sensibilidad, su lenta y risueña alegría; pero también sus profundas depresiones. La fama y los honores no le importaban; su diploma del Cervantes se volvió ilegible de andar perdido en rincones polvorientos. Inspiraba temor porque era impredecible. Cuando alguien se le acercó para hablarle de fraternidad, lo miró con desprecio y le dijo que nin­guno pasaba de rata o cucaracha. En los libros de Onetti los sueños terminan pisoteados, el amor tiene mucho de odio, y las relaciones de pareja suelen ser, sobre todo, miserias compartidas. Hay en su voz una tendencia a lo sórdido, lo triste, lo humillante; y, sin embargo, el conjunto es de una belleza que redime.

He pasado media vida pensando en la curiosa para­doja que supone ese arte sublime dedicado a expresar el desencanto. Con el tiempo he llegado a creer que hay un gesto secreto que condensa el misterio de ese inspirado cantor del deterioro. Hace ya veinte años, cuando tuve el privilegio de ser el primer periodista a quien Dolly le dio una entrevista después de la muerte de Onetti, me mostró que en el interior de las tapas de sus cuadernos su marido siempre escribía unas iniciales: “smmddrpnpayelhdnma”. Cuando quedaba contento, cuando algún texto hermoso salía de sus manos, Onetti buscaba esas iniciales. En lo hondo de la noche este hombre que era mezcla de luz y de tinieblas daba gracias, por el don de las palabras, a la Virgen María.

Publicado en Vivir en El Poblado en mayo 13 de 2016.  








jueves, 12 de mayo de 2016

Cuatro cuentos cortos



Los firuvelios

Esta noche han liberado a los firuvelios. Han abierto las rejas que los separaban del mundo y, alargando las manos hacia el horizonte, les han mostrado la dirección de su libertad.
Al comienzo se han mirado entre ellos, incré­dulos. Han pensado que puede tratarse de un engaño: ¿liberarlos a ellos?, ¿a los firuvelios? Una cosa así le cuesta creerla hasta a los firuvelios mismos.
Pero las puertas han permanecido abiertas y los guardias no se han mostrado prevenidos con los movimientos de los firuvelios. Algunos, los más osados, han comenzado a acercarse a las rejas abiertas y a cada paso han medido desconfiados las reacciones de sus guardias.
Han caminado lento. En la estrechez de las celdas ha desaparecido su habilidad, pero pronto volverá. Uno de los más viejos ha tomado la iniciativa y ha cruzado el umbral. Como una ducha fría, la luz de la luna ha bañado al primer firuvelio que vuelve a ser libre. La alegría se ha derramado al interior de las celdas y ha llegado hasta los escépticos que aún no se han movido.
Los pasos de los firuvelios se han vuelto presurosos, pero aún se ha notado la torpeza del tiempo de encierro y de quietud. A veces han levantado los brazos a la altura de los hombros para no perder el equilibrio con la rotación de la tierra, ­que se les ha antojado apresurada. Pero pronto, poco a poco, sus músculos han sentido el regreso de la vida.
En unos minutos, los firuvelios han empezado a correr enloquecidos de alegría. Han gritado tanto que no han logrado oírse. No se han puesto de acuerdo siquiera. Cada uno ha seguido la voz común del instinto y se han regado por todos lados, dispuestos a acabar con nosotros con sus horripi­lantes métodos.



Nadie

No había nadie en el edificio. Pude comprobarlo porque recorrí uno a uno sus pisos. En el hall de la entrada, desde donde se podía ver al vigilante, afuera en su caseta, inicié un meticuloso recorrido, como todos los domingos, como en las altas horas de la noche, como siempre que el viejo edificio se queda vacío.
Entré a todas las oficinas. No hubo puerta que ofreciera resistencia. Recorrí sin apuro los pasillos, a veces tirándome al suelo para acariciar largo rato las matas de adorno. Subí piso a piso empleando las escalas, comprobando la desolación.
Por un momento alteré el orden riguroso y llamé el ascensor. Pedí todos los pisos y me senté en el suelo del reducido cubículo a mirar el abrir y cerrarse del telón, la obra en que varios pasillos eran un solo pasillo que sufría leves y a veces imperceptibles cambios: una planta florecida, un cesto de basura o un cartel en la pared.
Al llegar al último pasillo, regresé, retomé el orden que traía, piso tres oficina cuatro, para seguir revisando cada rincón, para seguir intuyendo centenares de historias detenidas, transcurriendo dispersas en ese mismo instante, vaya uno a saber en qué lugares.
Los domingos tengo más tiempo para detener­me, para disfrutar cada detalle, para beber el sabor delicioso del edificio desierto, de la ausencia de voces, de la quietud, de los lejanos ruidos de una calle remota.
En las noches, el recorrido es más apresurado. Los últimos salen tarde y los primeros llegan temprano.
Pero igual, fin de semana o noche cualquiera, comprobé que no había nadie en el viejo edificio. Llegué al último cuarto del último piso, cuando la noche ya se desteñía. Era el sucio baño de una borrosa empresa de representantes de artistas. Observé los rincones, miré los papeles del suelo y las revistas, las servilletas untadas de labial. Juntando elementos, reconstruí algunas historias, imagine tramas descabelladas, pero el día me decía que me apurara y, al final de mi viaje, me acerqué hasta el espejo. No había nadie. Un suspiro de alivio se oyó en el silencio del cuarto vacío.






Lo mismo que en mi sueño

Hola, te esperaba. Tuve un sueño anoche que quisiera contarte. Resulta que yo estaba aquí mismo, en esta silla de este cuarto en sombras desde el que te veo llegar con un chorro de luz desde la calle.
Así mismo, trayendo luz al abrir la puerta con tu llave, te vi llegar en el sueño.
Recuerdo que me hablabas, que durante todo el tiempo dijiste lo mismo, una frase monótona y musical que no recuerdo.
—Lo mismo que en mi sueño —dijo el recién llegado.
¿Soñaste? ¿Soñaste eso mismo? ¡Qué casua­lidad! Bueno, pero aunque no recuerdo la frase que repetías y repetías, si recuerdo que te contaba algo con entusiasmo, creo que te hablaba sobre un sueño.
—Lo mismo que en mi sueño —repitió inex­presivo el interlocutor.
Sí, te hablaba de un sueño como ahora lo hago. Estamos como estábamos: yo sentado en mi silla, deslumbrado por la luz que salta sobre tus hombros, y tú, una silueta dibujada en el aire de la puerta.
—Lo mismo que en mi sueño.
¿Fue igualito, entonces? ¡Qué casualidad! Pero no creo que al final haya pasado lo mismo. Recuerdo, ¡ja!, qué divertido, qué absurdos pueden llegar a ser los sueños, recuerdo que dijiste tu frase monótona y luego sacaste de tu chaqueta un arma que disparaste contra mí. ¡Ja! ¿Te das cuenta? No me dirás ahora que en tu sueño sucedió lo mismo que en mi sueño.
—Lo mismo que en mi sueño —dijo con voz monótona el interlocutor.




TESTIMONIOS

Yo, señores, soy el único ser humano que ha regresado con vida de un viaje al corazón de las inhóspitas tierras de Wambi-Zuledia.
Luego de múltiples vicisitudes —que habrían hecho desistir al más decidido de los seres— alcancé la prueba definitiva que debo presentar hoy aquí para que no quede ninguna duda de mi hazaña, para que todos sepan que superé los retos que una empresa como ésa significa: los relativamente sencillos para llegar al centro de Wambi-Zuledia y los inhumanos a los que me vi enfrentado para salir de allí y llegar hasta ustedes con la sortija de las tres caras traslúcidas, objeto diminuto que me ha hecho conocer el horror, a mí, otrora iluso que negaba su existencia.
¡Fueron tantas pruebas! No terminaba una cuando ya mi atención era requerida por un peligro mayor. Como un sudoroso autómata, cumplí una misión cuyos propósitos tenía olvidados casi desde el comienzo. Navegué por el río de las siete cataratas y los siete remolinos. Me deslicé por el santuario de las serpientes que matan con el aliento. Sufrí heridas indecibles a manos de criaturas que de humanas sólo tienen la apariencia. Padecí hambres desintegradoras y fiebres calcinantes. Hasta que una mañana brumosa y extrañamente callada encontré entre los árboles y lianas una puerta enorme y negra por la que pude salir de esas diabólicas tierras. Jadeando incrédulo contra la puerta cerrada que acababa de cruzar, empecé a comprender muy lentamente que mi misión había terminado y que tenía conmigo la prueba de mi inigualada hazaña. Un pellizco que aún duele en mi brazo me permitió comprobar que regresaba con vida y mi decisión inmediata fue la de comunicar al mundo mi histórica gesta.
Por eso los he reunido de manera tan presurosa. Por eso, a pesar del cansancio, quiero relatarles con lujo de detalles las circunstancias que rodearon mi accidentado viaje. Pero antes, mucho antes de que sus oídos vivan lo que a mí me tocó experimentar de cuerpo entero, quiero mostrarles, para que no haya duda, la legendaria —y nunca antes por ojos humanos vista— sortija de las tres caras traslúcidas, el mágico compendio de los tiempos pasados, presentes y futuros, que traigo en este bolsillo de mi chaleco... ¡Je!... Disculpen... Debo tenerla en otro bolsi... No... Tranquilos, no se impacienten, aquí en el pantalón... ¿No?... ¡Je!... Debí perderla por ahí; pero créanme, yo soy el único ser humano que ha regresado con vida de un viaje al corazón de las inhóspitas tierras de Wambi-Zuledia. Pero, ¿de qué se ríen? Les juro que fue así. Deben creerme. Voy a contarles las terribles pruebas que he debido soportar. No, no se marchen, deben escucharme. ¿Y ustedes? ¿Qué pretenden hacer con esa camisa de fuerza? No se atrevan, les advierto. ¿Y esa jeringa? ¿Acaso quieren inyectarme algún calmante? No lo hagan. Prometo controlarme. Juro que no me pondré violento, pero no me pongan inyecciones. Odio las inyecciones... Les tengo pavor a las malditas inyecciones.





Selección de los libros Bajas Pasiones (1990) y Su última palabra fue silencio (1993)


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