jueves, 12 de mayo de 2016

Cuatro cuentos cortos



Los firuvelios

Esta noche han liberado a los firuvelios. Han abierto las rejas que los separaban del mundo y, alargando las manos hacia el horizonte, les han mostrado la dirección de su libertad.
Al comienzo se han mirado entre ellos, incré­dulos. Han pensado que puede tratarse de un engaño: ¿liberarlos a ellos?, ¿a los firuvelios? Una cosa así le cuesta creerla hasta a los firuvelios mismos.
Pero las puertas han permanecido abiertas y los guardias no se han mostrado prevenidos con los movimientos de los firuvelios. Algunos, los más osados, han comenzado a acercarse a las rejas abiertas y a cada paso han medido desconfiados las reacciones de sus guardias.
Han caminado lento. En la estrechez de las celdas ha desaparecido su habilidad, pero pronto volverá. Uno de los más viejos ha tomado la iniciativa y ha cruzado el umbral. Como una ducha fría, la luz de la luna ha bañado al primer firuvelio que vuelve a ser libre. La alegría se ha derramado al interior de las celdas y ha llegado hasta los escépticos que aún no se han movido.
Los pasos de los firuvelios se han vuelto presurosos, pero aún se ha notado la torpeza del tiempo de encierro y de quietud. A veces han levantado los brazos a la altura de los hombros para no perder el equilibrio con la rotación de la tierra, ­que se les ha antojado apresurada. Pero pronto, poco a poco, sus músculos han sentido el regreso de la vida.
En unos minutos, los firuvelios han empezado a correr enloquecidos de alegría. Han gritado tanto que no han logrado oírse. No se han puesto de acuerdo siquiera. Cada uno ha seguido la voz común del instinto y se han regado por todos lados, dispuestos a acabar con nosotros con sus horripi­lantes métodos.



Nadie

No había nadie en el edificio. Pude comprobarlo porque recorrí uno a uno sus pisos. En el hall de la entrada, desde donde se podía ver al vigilante, afuera en su caseta, inicié un meticuloso recorrido, como todos los domingos, como en las altas horas de la noche, como siempre que el viejo edificio se queda vacío.
Entré a todas las oficinas. No hubo puerta que ofreciera resistencia. Recorrí sin apuro los pasillos, a veces tirándome al suelo para acariciar largo rato las matas de adorno. Subí piso a piso empleando las escalas, comprobando la desolación.
Por un momento alteré el orden riguroso y llamé el ascensor. Pedí todos los pisos y me senté en el suelo del reducido cubículo a mirar el abrir y cerrarse del telón, la obra en que varios pasillos eran un solo pasillo que sufría leves y a veces imperceptibles cambios: una planta florecida, un cesto de basura o un cartel en la pared.
Al llegar al último pasillo, regresé, retomé el orden que traía, piso tres oficina cuatro, para seguir revisando cada rincón, para seguir intuyendo centenares de historias detenidas, transcurriendo dispersas en ese mismo instante, vaya uno a saber en qué lugares.
Los domingos tengo más tiempo para detener­me, para disfrutar cada detalle, para beber el sabor delicioso del edificio desierto, de la ausencia de voces, de la quietud, de los lejanos ruidos de una calle remota.
En las noches, el recorrido es más apresurado. Los últimos salen tarde y los primeros llegan temprano.
Pero igual, fin de semana o noche cualquiera, comprobé que no había nadie en el viejo edificio. Llegué al último cuarto del último piso, cuando la noche ya se desteñía. Era el sucio baño de una borrosa empresa de representantes de artistas. Observé los rincones, miré los papeles del suelo y las revistas, las servilletas untadas de labial. Juntando elementos, reconstruí algunas historias, imagine tramas descabelladas, pero el día me decía que me apurara y, al final de mi viaje, me acerqué hasta el espejo. No había nadie. Un suspiro de alivio se oyó en el silencio del cuarto vacío.






Lo mismo que en mi sueño

Hola, te esperaba. Tuve un sueño anoche que quisiera contarte. Resulta que yo estaba aquí mismo, en esta silla de este cuarto en sombras desde el que te veo llegar con un chorro de luz desde la calle.
Así mismo, trayendo luz al abrir la puerta con tu llave, te vi llegar en el sueño.
Recuerdo que me hablabas, que durante todo el tiempo dijiste lo mismo, una frase monótona y musical que no recuerdo.
—Lo mismo que en mi sueño —dijo el recién llegado.
¿Soñaste? ¿Soñaste eso mismo? ¡Qué casua­lidad! Bueno, pero aunque no recuerdo la frase que repetías y repetías, si recuerdo que te contaba algo con entusiasmo, creo que te hablaba sobre un sueño.
—Lo mismo que en mi sueño —repitió inex­presivo el interlocutor.
Sí, te hablaba de un sueño como ahora lo hago. Estamos como estábamos: yo sentado en mi silla, deslumbrado por la luz que salta sobre tus hombros, y tú, una silueta dibujada en el aire de la puerta.
—Lo mismo que en mi sueño.
¿Fue igualito, entonces? ¡Qué casualidad! Pero no creo que al final haya pasado lo mismo. Recuerdo, ¡ja!, qué divertido, qué absurdos pueden llegar a ser los sueños, recuerdo que dijiste tu frase monótona y luego sacaste de tu chaqueta un arma que disparaste contra mí. ¡Ja! ¿Te das cuenta? No me dirás ahora que en tu sueño sucedió lo mismo que en mi sueño.
—Lo mismo que en mi sueño —dijo con voz monótona el interlocutor.




TESTIMONIOS

Yo, señores, soy el único ser humano que ha regresado con vida de un viaje al corazón de las inhóspitas tierras de Wambi-Zuledia.
Luego de múltiples vicisitudes —que habrían hecho desistir al más decidido de los seres— alcancé la prueba definitiva que debo presentar hoy aquí para que no quede ninguna duda de mi hazaña, para que todos sepan que superé los retos que una empresa como ésa significa: los relativamente sencillos para llegar al centro de Wambi-Zuledia y los inhumanos a los que me vi enfrentado para salir de allí y llegar hasta ustedes con la sortija de las tres caras traslúcidas, objeto diminuto que me ha hecho conocer el horror, a mí, otrora iluso que negaba su existencia.
¡Fueron tantas pruebas! No terminaba una cuando ya mi atención era requerida por un peligro mayor. Como un sudoroso autómata, cumplí una misión cuyos propósitos tenía olvidados casi desde el comienzo. Navegué por el río de las siete cataratas y los siete remolinos. Me deslicé por el santuario de las serpientes que matan con el aliento. Sufrí heridas indecibles a manos de criaturas que de humanas sólo tienen la apariencia. Padecí hambres desintegradoras y fiebres calcinantes. Hasta que una mañana brumosa y extrañamente callada encontré entre los árboles y lianas una puerta enorme y negra por la que pude salir de esas diabólicas tierras. Jadeando incrédulo contra la puerta cerrada que acababa de cruzar, empecé a comprender muy lentamente que mi misión había terminado y que tenía conmigo la prueba de mi inigualada hazaña. Un pellizco que aún duele en mi brazo me permitió comprobar que regresaba con vida y mi decisión inmediata fue la de comunicar al mundo mi histórica gesta.
Por eso los he reunido de manera tan presurosa. Por eso, a pesar del cansancio, quiero relatarles con lujo de detalles las circunstancias que rodearon mi accidentado viaje. Pero antes, mucho antes de que sus oídos vivan lo que a mí me tocó experimentar de cuerpo entero, quiero mostrarles, para que no haya duda, la legendaria —y nunca antes por ojos humanos vista— sortija de las tres caras traslúcidas, el mágico compendio de los tiempos pasados, presentes y futuros, que traigo en este bolsillo de mi chaleco... ¡Je!... Disculpen... Debo tenerla en otro bolsi... No... Tranquilos, no se impacienten, aquí en el pantalón... ¿No?... ¡Je!... Debí perderla por ahí; pero créanme, yo soy el único ser humano que ha regresado con vida de un viaje al corazón de las inhóspitas tierras de Wambi-Zuledia. Pero, ¿de qué se ríen? Les juro que fue así. Deben creerme. Voy a contarles las terribles pruebas que he debido soportar. No, no se marchen, deben escucharme. ¿Y ustedes? ¿Qué pretenden hacer con esa camisa de fuerza? No se atrevan, les advierto. ¿Y esa jeringa? ¿Acaso quieren inyectarme algún calmante? No lo hagan. Prometo controlarme. Juro que no me pondré violento, pero no me pongan inyecciones. Odio las inyecciones... Les tengo pavor a las malditas inyecciones.





Selección de los libros Bajas Pasiones (1990) y Su última palabra fue silencio (1993)


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