La columna de Vivir en El Poblado
Decía el innombrable que cualquiera podría ser representado
como santo o malvado, según los detalles de su vida que se eligieran para
contarla. Quizá le faltó decir que la suma de todos los detalles deja siempre
un enigma indescifrable.
Se me ocurre un ejemplo. A principios de marzo viajé a la
Madre Patria y, cuando andaba en los preparativos, una amiga muy querida me
contó que en su natal Alicante había una exposición dedicada a Juan Carlos
Onetti. La noticia me emocionó. Si hay un escritor reciente en lengua
castellana que admiro y envidio, ése es Juan Carlos Onetti. Con él la prosa en
este latín con arabescos alcanzó cimas muy altas. Así que decidí escaparme un
par de días de Madrid –donde estaba escarbando entre los libros de Cortázar–,
viajar a lomo de Ave, ver el Mediterráneo, perderme en unos ojos de noche tibia
y –por supuesto– gozarme la exposición “Reencuentro con Onetti: Veinte años
después”, que organizaban la Universidad de Alicante y el Museo del Escritor.
La exposición conmueve porque se siente la presencia del
creador de Santa María. Fue posible porque Dolly, su viuda, se encargó de
preservar y poner en buenas manos numerosos objetos que rodeaban la vida de ese
ogro. Hay manuscritos de letra grande y parsimoniosa. Hay lentes, pistola de
juguete, máquina de escribir. Hay primeras ediciones de sus libros. Hay
documentos personales. Hay fotos familiares y de los pocos eventos públicos en
los que participó. Hay curiosos gestos dulces, juguetones, en las fotos que
Dolly le tomó. Hay rascador, hay agenda, hay sombrero. Hay diccionario de
sinónimos y hermosa edición del Quijote. Hay una edición de El pozo –su primera novela– con la
portada y las primeras hojas perforadas para acomodar allí la medalla del
Premio Cervantes. Pero lo que más conmueve es la reconstrucción del rincón de
su cuarto, donde Onetti se atrincheró más de diez años. En ese rincón están las
fotos que lo acompañaban desde la pared. Está la cita de Machado sobre el
reconocimiento esquivo e inútil. Están la lámpara, la mesita de noche, el
camastro de sábanas amarillentas y fundas manchadas, donde aún vibra la tibieza
de ese enigma llamado Juan Carlos Onetti.
Cuando se habla de Onetti hay toda clase de versiones. Su
vida afectiva fue turbulenta –tres matrimonios, otros amores–, hasta que llegó
Dolly con una generosa forma del amor que lo aceptaba como era. Los más
cercanos a Onetti destacaban en él su ternura, su sensibilidad, su lenta y
risueña alegría; pero también sus profundas depresiones. La fama y los honores
no le importaban; su diploma del Cervantes se volvió ilegible de andar perdido
en rincones polvorientos. Inspiraba temor porque era impredecible. Cuando
alguien se le acercó para hablarle de fraternidad, lo miró con desprecio y le
dijo que ninguno pasaba de rata o cucaracha. En los libros de Onetti los
sueños terminan pisoteados, el amor tiene mucho de odio, y las relaciones de
pareja suelen ser, sobre todo, miserias compartidas. Hay en su voz una
tendencia a lo sórdido, lo triste, lo humillante; y, sin embargo, el conjunto
es de una belleza que redime.
He pasado media vida pensando en la curiosa paradoja que
supone ese arte sublime dedicado a expresar el desencanto. Con el tiempo he
llegado a creer que hay un gesto secreto que condensa el misterio de ese
inspirado cantor del deterioro. Hace ya veinte años, cuando tuve el privilegio
de ser el primer periodista a quien Dolly le dio una entrevista después de la
muerte de Onetti, me mostró que en el interior de las tapas de sus cuadernos su
marido siempre escribía unas iniciales: “smmddrpnpayelhdnma”. Cuando quedaba
contento, cuando algún texto hermoso salía de sus manos, Onetti buscaba esas
iniciales. En lo hondo de la noche este hombre que era mezcla de luz y de
tinieblas daba gracias, por el don de las palabras, a la Virgen María.
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