jueves, 30 de julio de 2015

"No esperen que dé la orden"

La columna de Vivir en El Poblado



De la saga de los Buendía hay un pasaje que siempre me ha intrigado. Me parece que revela más que cientos de tratados de política, historia y psicología. Ocurre como a un tercio de la novela. Ya han pasado muchos años de nuestro regreso al hielo y empezamos a acercarnos de nuevo al pelotón de fusilamiento. Ha habido muertes y nacimientos. Hemos conocido prehistorias. Ya somos parte de la familia y reconocemos las peculiaridades de muchos personajes. Ya se han perdido inocencias. Ya han ocurrido muchas maravillas.

Aureliano Buendía —el que vaticinaba sin ostentación, el viudo joven de una esposa niña, el que empezó en un lado y terminó en otro la noche de su iniciación sexual, el que eligió partido político por indignación, el que escribió poemas que nadie leyó, el que peleó por honor y se embarró de iniquidad, el hijo menor de Úrsula y José Arcadio— es ya un pobre hombre envilecido por el poder. Cualquier poder envilece. El poder saca fealdades de todo corazón.

Para ese momento de la historia, nadie se atreve a oponérsele. Sus deseos son órdenes. Las mujeres lo buscan para sacarle cría. Un círculo de tiza lo separa del resto de los mortales. Con la excepción de su madre, todo el mundo le teme. Tan fuerte es su influjo que el mundo parece plegarse a su capricho incluso antes de que él pueda formularlo.

Es el poder personificado.
Hasta él llegan rumores de peligros y deslealtades. Dicen, los que informan en las sombras, que alguien que parecía de su lado está tramando su caída. Sus consejeros conjeturan. Sus oficiales están inquietos, muestran los dientes de perro y babean: quieren presa, quieren sangre. Todo indica que la permanencia en el poder necesita algunas muertes. Como las pruebas parecen irrefutables, el coronel dice impasible: “No esperen que yo les dé la orden”.

Esa es la orden. Esa mezcla de lavada de manos y de reclamo es la clave de la inocencia del que se encuentra en la cima de la cadena alimenticia. Nunca —o casi nunca— tuvo que dar una orden. Lo que han hecho sus áulicos es buscar congraciarse haciendo cosas que lo benefician. La máquina está tan bien aceitada que parece funcionar sin maquinista. Ávidos de ganar favores, los sabuesos inven­tan enemigos para ofrecérselos en sacrificio a su deidad. Hay muertes y atentados, hay lágrimas y sangre; y la deidad finge inocencia, porque eso es lo que hacen las deidades.

Cito de memoria, pero no creo alterar la esencia de la frase. “No esperen que yo les dé la orden” quiere decir muchas cosas; entre otras, que los que deben cumplir la orden están perdiendo tiempo valioso, empiezan a pecar por negligencia si no corren de inmediato a ejecutar.

El mundo está lleno de coroneles envilecidos. Ahora mismo estamos a merced de uno de ellos. El de allá arriba se beneficia y alimenta la maquinaria que lo sustenta. Ya parece encadenado a su invención. Va llenando de prerro­gativas a los de su estirpe y, en cierta forma, se ha vuelto su lacayo. Su poder y su astucia fueron tan grandes que nunca llegó a pararse ante un pelotón. No puede decir: “Me retiro a engarzar escamas de pescaditos”, porque su tiempo de arrepentirse ya pasó.
  
No busca redimirse. Quiere la culpa, porque quiere castigo. Sus propios cuervos ayudarán a que se cumpla su sueño de inmolación. Siente que solo así podrá purgar su mayor crimen: el de haber deseado en secreto la muerte de su padre, y que el mundo haya cumplido su deseo sin que él llegara a pedirlo.


Texto publicado en Vivir en El Poblado, el 30 de julio de 2015..








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