Por
Wenceslao Triana
Una de
las cosas que no entiendo y quizá nunca consiga entender de este mundo y esta
vida son aquellas confluencias asombrosas de episodios que la gente denomina
coincidencias.
Descartando
aquellas básicas, sin las que ninguna otra coincidencia sería posible (esas
probabilidades virtualmente improbables a las que debemos la existencia: el
encuentro de gases, la explosión volcánica y oportuna, el cometa que no acabó
con la tierra), nuestra vida está hecha de encuentros en los que el más mínimo
cambio habría transformado por completo el panorama general.
Recuerdo un relato de Stanilaw Lem donde el
destino de una persona fue influido de manera decisiva por las dolencias
estomacales padecidas por una manada de mamuts en la época interglacial. Lem se
dedica en su vertiginoso relato a explicarnos la forma como ese remoto
incidente definió la existencia y el rumbo de ese hombre que viviría milenios
más tarde.
Cuando
era niño solía preguntarme qué habría sucedido si mi madre y mi padre no se
hubieran conocido, si él no hubiera estado en la puerta de aquel almacén de
ropas del que soñaba escapar y ella no hubiera pasado por el frente con su
uniforme de colegiala.
Cuando
estaba de ánimo para enigmas insolubles, me preguntaba lo mismo respeto a mis
abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y choznos, tratando de imaginar la cadena
casi infinita de circunstancias que les permitieron encontrarse y la mucho más
numerosa serie de episodios que dejaron de ocurrir cada vez que un episodio de
sus vidas ocurría.
Mi vida
–como la de todos– ha estado también llena de circunstancias de ese tipo:
verdaderos milagros si se miran a la luz de las probabilidades. Para
descubrirlos sólo basta con hacerse las preguntas “si no” y de inmediato lo
asombroso se revela. “Si yo no cruzo la calle por ese lado”, “Si me retraso un
poco más mirando aquel anuncio”, “Si no levanto la vista en ese instante”, “Si
la bala no hubiera dado en el blanco...”.
Resulta
asombrosa la cantidad de circunstancias que influyen en cualquier
acontecimiento. La cantidad de condiciones que requiere.
Algunos
de esos acontecimientos son determinantes: conocer una persona, salvarme o
padecer un accidente, encontrar en una venta de segundas ese libro que sólo a
mí me sirve, optar por una profesión o una ciudad.
Pero hay
otras confluencias que son más insignificantes y cuyo sentido no consigo
explicarme: esa palabra que leemos en un cartel justo cuando una persona que
pasa por nuestro lado la está pronunciando; ese viejo compañero de estudio que
aparece justo cuando pronunciamos su nombre –después de décadas sin
pronunciarlo–; esa desconocida a la que nunca habíamos visto en nuestro
recorrido rutinario y en un sólo día la vemos cinco veces.
Los
antiguos les atribuían a los dioses esas coyunturas asombrosas. Muchos métodos
adivinatorios, como el tarot y el poético I Ching, se basan también en esas
causalidades que rigen con precisión cronométrica las que llamamos
“casualidades”.
Pero, con
todo y eso, muchos de eso mensajes permanecen indescifrados para siempre –o
durante largo tiempo– y no deja de ser decepcionante que los dioses nos hablen
de manera tan incierta y riesgosa, que construyan ante nuestros ojos figuras
que sólo rara vez percibimos y que hablen de recintos de nuestro ser que sólo
muy de vez en cuando frecuentamos.
La única
opción es estar más alertas, sentir a cada instante la forma misteriosa e
intencionada como trabajan los relojes del cielo y pedirles a los dioses que
dan cuerda a esos relojes que nos den la claridad para entender lo que nos
dicen cada vez que nos regalan sus absurdas y asombrosas coincidencias.
Mayo 14 de 1997
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