miércoles, 29 de julio de 2015

Los relojes del cielo





Por Wenceslao Triana

Una de las cosas que no entiendo y quizá nunca consiga entender de este mundo y esta vida son aquellas confluencias asombrosas de episodios que la gente denomina coincidencias.
Descartando aquellas básicas, sin las que ninguna otra coincidencia sería posible (esas probabilidades virtualmente improbables a las que debemos la existencia: el encuentro de gases, la explosión volcánica y oportuna, el cometa que no acabó con la tierra), nuestra vida está hecha de encuentros en los que el más mínimo cambio habría transformado por completo el panorama general.
 Recuerdo un relato de Stanilaw Lem donde el destino de una persona fue influido de manera decisiva por las dolencias estomacales padecidas por una manada de mamuts en la época interglacial. Lem se dedica en su vertiginoso relato a explicarnos la forma como ese remoto incidente definió la existencia y el rumbo de ese hombre que viviría milenios más tarde.
Cuando era niño solía preguntarme qué habría sucedido si mi madre y mi padre no se hubieran conocido, si él no hubiera estado en la puerta de aquel almacén de ropas del que soñaba escapar y ella no hubiera pasado por el frente con su uniforme de colegiala.
Cuando estaba de ánimo para enigmas insolubles, me preguntaba lo mismo respeto a mis abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y choznos, tratando de imaginar la cadena casi infinita de circunstancias que les permitieron encontrarse y la mucho más numerosa serie de episodios que dejaron de ocurrir cada vez que un episodio de sus vidas ocurría.
Mi vida –como la de todos– ha estado también llena de circunstancias de ese tipo: verdaderos milagros si se miran a la luz de las probabilidades. Para descubrirlos sólo basta con hacerse las preguntas “si no” y de inmediato lo asombroso se revela. “Si yo no cruzo la calle por ese lado”, “Si me retraso un poco más mirando aquel anuncio”, “Si no levanto la vista en ese instante”, “Si la bala no hubiera dado en el blanco...”.
Resulta asombrosa la cantidad de circunstancias que influyen en cualquier acontecimiento. La cantidad de condiciones que requiere.
Algunos de esos acontecimientos son determinantes: conocer una persona, salvarme o padecer un accidente, encontrar en una venta de segundas ese libro que sólo a mí me sirve, optar por una profesión o una ciudad.
Pero hay otras confluencias que son más insignificantes y cuyo sentido no consigo explicarme: esa palabra que leemos en un cartel justo cuando una persona que pasa por nuestro lado la está pronunciando; ese viejo compañero de estudio que aparece justo cuando pronunciamos su nombre –después de décadas sin pronunciarlo–; esa desconocida a la que nunca habíamos visto en nuestro recorrido rutinario y en un sólo día la vemos cinco veces.
Los antiguos les atribuían a los dioses esas coyunturas asombrosas. Muchos métodos adivinatorios, como el tarot y el poético I Ching, se basan también en esas causalidades que rigen con precisión cronométrica las que llamamos “casualidades”.
Pero, con todo y eso, muchos de eso mensajes permanecen indescifrados para siempre –o durante largo tiempo– y no deja de ser decepcionante que los dioses nos hablen de manera tan incierta y riesgosa, que construyan ante nuestros ojos figuras que sólo rara vez percibimos y que hablen de recintos de nuestro ser que sólo muy de vez en cuando frecuentamos.
La única opción es estar más alertas, sentir a cada instante la forma misteriosa e intencionada como trabajan los relojes del cielo y pedirles a los dioses que dan cuerda a esos relojes que nos den la claridad para entender lo que nos dicen cada vez que nos regalan sus absurdas y asombrosas coincidencias.

Mayo 14 de 1997



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