Una crónica sobre el Centro de Medellín,
en el especial de Vivir en El Poblado
“Miré los muros de la tierra mía,
Si un tiempo fuertes ya desmoronados”
Francisco de Quevedo
1. Instrucciones
para quienes van al Centro
Se
recomienda no dar papaya. No mostrar el miedo. No dar visaje. Estar pendientes
a cuatro ojos. Si alguien se acerca con intención de cosquilleo, no revirar, no
decir nada (nunca andan solos y son peligrosos). No llevar mucha plata, ni
objetos de valor. Llevar el bolso adelante y bien pegado al cuerpo. Usar zapato
bajito que permita correr. Mirar a los lados. Poner cara de pocos amigos. Caminar
rápido y con determinación. Encomendarse a los santos y a la Virgen, de
preferencia a nuestra señora de la Candelaria.
2. Un
poco de historia
Cuenta la historia
que el cráter donde hoy rebulle la capital mundial de la verraquera fue
descubierto en 1541 por un grupo de exploradores sin caminos que llegaron por
donde hoy queda Robledo. Dicen que la ciudad no fue fundada por don Miguel de
Aguinaga, sino por Francisco Herrera Campuzano, en 1616. Lo que hizo don Miguel
fue oficializarla como villa y ponerle ese nombre de pueblo extremeño con el
que casi todo el mundo la ha conocido. Se ha dicho que la ciudad empezó en el
Poblado de San Lorenzo, pero todo indica que su primera actividad comunitaria ocurrió
cerca del Centro, en un lugar conocido como el alto de las sepulturas. En ese
sitio, con prácticas carroñeras, violando la paz de las tumbas indígenas empezó
la Bella Villa. Su nombre original fue Nuestra Señora de la Candelaria de Aná.
Medellín recibió el
título de ciudad en 1813, junto con Marinilla, y así alcanzó el nivel que ya
tenían Santa Fe de Antioquia y Rionegro. En 1890, el Concejo expidió un acuerdo
que regulaba la construcción de edificios, apertura y pavimentación de vías,
acueducto y alcantarillado, y hasta la forma de las ventanas, para que no
obstruyeran el paso de peatones. El parque de Bolívar se inauguró en 1892, con
motivo del cuarto centenario del descubrimiento. Ese mismo año, la quebrada de
Aná pasó a llamarse Santa Elena y se conformó el paseo público de la Avenida de
La Playa.
Desde la mitad del
siglo dieciocho se trazaron calles, así como las salidas a Rionegro (Ayacucho),
a Marinilla (La Ladera), a Bermejal (Bolívar), a Occidente (Boyacá y Colombia)
y a El Poblado y Envigado (La Asomadera o Avenida El Poblado). En 1895, la plaza
principal, donde estaba y hoy perdura la iglesia de la Candelaria, recibió el
nombre de Parque de Berrío. A finales del siglo 19 se elaboró el plan llamado
“Medellín futuro”, que orientó el desarrollo de la ciudad: en 1905 se inauguró
el primer tranvía tirado por mulas (tranvía de sangre), en 1914 llegó el Ferrocarril
de Antioquia, en 1925 arrancó el funcionamiento de los tranvías eléctricos, y en
1928 se cubrió totalmente la quebrada Santa Elena. En 1940 empezaron las obras
de canalización y rectificación del río Medellín, a lo largo del Valle de
Aburrá. El hotel Nutibara fue construido en 1945. A finales de los años
cuarenta, realizados los trabajos en el río y por la expansión urbana hacia el
occidente (Otrabanda), fue necesario un nuevo plan para la ciudad.
Dicen que alguna vez
Medellín fue una ciudad tranquila, de espíritu progresista, sanamente exaltado.
Así la pintan los testimonios de principios del siglo 20. Los ricos se paseaban
todos pinchados en sus autos de lujo, sin que los pobres parecieran resentirse
por eso. En aquel tiempo todavía había temor de ir al infierno y ser pobre era
aceptado como mandato divino. La gente se divertía en el Bosque de la
Independencia o en el hipódromo de san Fernando o en la retreta del Parque de
Bolívar. En el club
Cantaclaro había peleas de gallos. Se tomaba Carta Roja y se comían jamones de la Ceja
y rellena de Envigado. La gente solía ubicarse por lugares precisos: la
revueltería el Paraíso, el colegio de Lola González, el Salón Mariela, el Café
Tal. En los cafés se tomaba ron don Félix y era posible encontrar cantantes de
talento como “los negritos”, Julián y Obdulio. La gente comía prójimo pero rara
vez lo mataba. Se contaban chistes de Cosiaca, y los limpiabotas eran tan
cultos que tarareaban el Danubio Azul y la Traviata.
Los urbanistas Paul
L. Wiener y José L. Sert hicieron el Plan Piloto que proyectó la ciudad entre
1948 y 1950, el cual sugería, entre otras, la construcción de diversas avenidas
y el diseño del nuevo centro de Gobierno. Algunas obras de impacto, como la
avenida Oriental (años 70) y el centro administrativo La Alpujarra (años 80), no
estaban contempladas en ese plan, pero encontraron en él su inspiración. Entre
1950 y 1980 se agudizó el fenómeno de invasiones, dificultando el cumplimiento
de los planes de crecimiento. La población se triplicó en 20 años, pasó de
358.189 en 1951, a 1.071.252 en 1973. Muchas edificaciones antiguas y otras de
principios del siglo 20 fueron destruidas para hacer edificios de oficinas y
vivienda.
En 1973 empezó la
construcción de la avenida Oriental, la cual cortó el vínculo natural entre los
barrios residenciales Villanueva y Prado. Villanueva dejó de ser un sector de
casas unifamiliares y pasó a estar ocupado por edificios de apartamentos. Años
más tarde, se llenaría de inseguridad, prostitución, indigentes y droga. En
1987 se inauguró el centro administrativo La Alpujarra, en el sector que antes
se conocía como Guayaquil. En 30 de noviembre de 1995 inició operaciones el Metro.
En el 2000 se inauguró Ciudad Botero. En 2002 empezó la construcción del nuevo
sistema de transporte unido al Metro: Metrocable, que uniría el centro con los
barrios populares de las comunas Nororiental, hasta Santo Domingo Sabio.
A partir de la
segunda mitad del siglo veinte la ciudad se fue extendiendo y se volvió más
compleja, pero el Centro siguió siendo “su centro” por mucho tiempo. Allí
confluían los habitantes de todos los rincones, a hacer compras y gestiones, a
encontrarse unos con otros. El Centro era la síntesis y el rostro de la ciudad.
3. Apunte autobiográfico
Nací en el Centro, en una clínica que se llevaron las
llamas. Pasé los primeros años de mi vida en barrios que no recuerdo, pero
vivía en el Centro cuando empecé a ser consciente de las cosas: de una avidez
que identificaba con mi nombre, del universo de la casa, de un mundo exterior
agitado y peligroso.
Vivía en el Centro sin tener idea de lo que era el
Centro o de que el Centro tuviera algo de particular. Lo más lejos que salía
era a la esquina, cuando mi padre nos compraba vasitos de helado. El resto del
tiempo lo pasaba de puertas para adentro, perdido en abstracciones, en mundos
imaginados.
Sólo en ocasiones especiales el Centro parecía
inofensivo. Los árboles de la playa se llenaban de frutos luminosos. Las
vitrinas de Junín nos daban ideas para la lista del Niño Dios. La fuente del
Parque de Bolívar, con su danza caprichosa y sus aguas de colores cambiantes,
era el lugar más fascinante de la tierra. Pero, el resto del tiempo, el Centro
era como una fiera peligrosa a la que era mejor no provocar.
Las ventanas de la casa tenían alas de madera. Casi
siempre que pienso en esas ventanas las recuerdo cerradas. Recuerdo el aire de
ceniza, la oscuridad de los cuartos. Recuerdo el miedo que sentí aquellas
noches en que la madera se estremecía con las piedras que lanzaban los
estudiantes. Recuerdo los ruidos de los carros y los monólogos de los borrachos
en la madrugada. En cierto modo, jamás he salido de la casa sombría del Palo
con Ayacucho donde conocí al mismo tiempo el miedo y la alegría de estar vivo.
4.
La ciudad que se devora
Las ciudades son voraces e insensibles,
devoran tiempo y gente sin detenerse, mudan de piel en cada construcción que
cae y se levanta, y guardan un silencio rotundo e indiferente. En las fauces
del progreso fueron desapareciendo los lugares que habían llenado de orgullo a
las generaciones del pasado. Desaparecieron el Teatro Junín y el hotel Europa:
donde cantaron y se hospedaron luminarias como Roberto Ledesma, Miguel Aceves
Mejía, Daniel Santos, Agustín Lara y el mismo Carlos Gardel. Embriagados con la
idea de progreso, no había tiempo para la nostalgia. Sucumbieron los teatros
(el Medellín, el Bolívar, el Odeón, el Cid, el Ópera), el hotel Bristol, el
pasaje Sucre, la estación Villa, el palacio arzobispal, el circo España, los
edificios Carré y Vásquez, el Tobón Uribe, la plaza de Cisneros, el edificio de
Melitón Rodríguez, la casa de Tomás Carrasquilla, la de Débora Arango, la de
Pedro Justo Berrío, la de Ciro Mendía, el cementerio San Lorenzo, la casona
donde funcionaba el DAS. Todo desaparecido.
A principios de los años setenta, en un café
de Junín, ocurrió el primer asesinato sicarial. La ciudad perdió la inocencia y
la vida humana empezó a devaluarse. A finales de esa década, la ciudad parecía en
guerra abierta contra su propio pasado. Empezaron unos cambios que la volverían
irreconocible. Surgió un edificio que con algo de optimismo podía llamarse rascacielos.
Empezaron a gestarse las tres obras que, a juicio de algunos, determinaron la
“guayaquilización del Centro”: la destrucción de Guayaquil y su Plaza de
Cisneros –para hacer el centro administrativo–, la construcción de la Avenida
Oriental y la construcción del Metro, en especial su paso elevado por la carrera
Bolívar.
Al lado de aquellos
cambios, empezó la deserción. Empresas y bancos se fueron a otro lado. La paz
bucólica fue desapareciendo. El mundo estaba cambiando y surgieron negocios que
les permitieron a los marginales hacerse más ricos que los viejos ricos. Así
empezó a asomarse un resentimiento
represado por décadas. Nuevo patrones señorearon.
Con el tiempo el Centro
dejó de ser indispensable; mucha gente aprendió a vivir sin tener que
visitarlo. Las congestiones desalentaban. La inseguridad se desbordó. Pero el
Centro se resiste a la caída. Es la
zona de la ciudad con más oferta cultural. Concentra importantes lugares como
el Museo de Antioquia, la Plaza de Botero, el centro internacional de
convenciones y exposiciones Plaza Mayor, el teatro Pablo Tobón Uribe, el
Metropolitano y otros teatros, el parque de
los Pies Descalzos, centros comerciales y una oferta gastronómica
que incluye lugares tradicionales como Versalles y el Astor, así como –según algunos– la mejor pizza y pasta de la ciudad.
5. Regreso
del desterrado
Alguna
vez volvió en busca de sus recuerdos:
Mi
ciudad. La ciudad de mis pálidos recuerdos. El caótico conjunto de calles y de
caras del que salí huyendo. Una mujer pidiendo dinero para irse a su casa. Un
hombre que muere a solas en un cuarto. Un muchacho arrojándose a los carros
porque ha tenido un mal viaje, suplicando entre el caos que se lo lleven de
allí, de ese centro inhumano, de esa droga pesada. Un desfile de caras amargas.
Ojos que miran desconfiados. Cuerpos con hambre de afecto. Un montón de
recuerdos que ya no son nada. Un viejo profesor arrastrando con decoro el peso
de su vida. Una mujer que alguna vez amé y ahora la encuentro vencida. Montones
de seres triturados por el tiempo, infinitas versiones del fracaso, del
desencanto, de la desventajosa transacción que nos impone la vida. Un viejo
amigo de papá que eligió la quietud y el derrame. Niños viajando al encuentro
de su propia decepción. Seres que repiten dormidos las mismas rutinas de hace
varios años. Calvicies, arrugas, ojos apagados, rostros pálidos que hace siglos
no se encuentran con el sol. Mi ciudad. Su frío indeciso. Su lluvia sin alma.
Un loco roñoso que prende un cigarrillo con otro que se acaba de fumar. Una
mujer triste que vende cocteles amorosos. Un vendedor de billeteras con los
ojos salidos en dirección a un pensamiento. Una señora con gafas oscuras y
gestos tristemente prepotentes. Caras y caras, blancas como lápidas. Miradas
que huyen. Andares sin ganas. Mi ciudad. Las escalas que una vez descendí
confundido y derrotado. El lugar donde un beso o la humedad de un sexo, fresco
y subestimado. Las aceras largamente detalladas de andar cabizbajo. Lugares
fantasmas. Mujeres maquilladas y vestidas para nadie. Hombres que siguen siendo
niños. Inválidos que venden buena suerte. Ciegos que cantan. Frentes arrugadas
y silencio y soledad. Olor a jabón, a flores y a mierda. Caras paralizadas por
el miedo, ruidos agresivos. Un niño llorando. Seres domesticados que viajan en
frágiles burbujas, ventanas arriba, bien aseguradas, sufriendo en silencio,
temiendo. Vagones y buses repletos, tumultos de sombras, bolsos y bolsas
fieramente agarradas. Caras dementes mirando y buscando, hurgando en los otros,
retando, llamando, pidiendo palabras y atención y afecto o insultos y rabia.
6. El fin se acerca
Para algunos el
centro es feo e inhóspito, una olla podrida, un tumor maligno, un territorio de
cartelitos criminales y de enganchados en la droga, un paraje salvaje en el que
no hay que aventurarse, a menos que sea por razones de fuerza mayor. “El centro
está muy peye”, dice Merceditas. “Su sordidez y su miseria son deprimentes”,
sostiene Mónica. “El Centro es muy bonito”, replica Consuelo. “Nunca me han
atracado”. “Aquí se juntan lo noble y lo oscuro”, dice Efraín, mirando hacia
los lados. “Hay fuerzas ocultas, intereses extraños”. “Va a quedar muy bonito
cuando lo terminen”, dice Omaira. “El Centro es una cosa toda rara”, dice la
gerente de un local. “El Centro parece un mundo aparte”, dice Miguel. “Un
territorio en otro tiempo y espacio, un hueco inmenso cuya vida transcurre en
otra dimensión”.
“Los que vivimos y
trabajamos en el centro tenemos la casa por cárcel”, dice Leonardo. “Somos como
una casa donde hay unos cuadros muy lindos”, dice el párroco de la catedral,
“pero detrás de esos cuadros hay miseria, dolor, injusticia social”. “Es un
asunto de estratos”, dice Melina. “Hay gente que toda la vida ha ido al centro
y sigue yendo. Lo que pasa es que los de los estratos altos prefieren las
burbujas de los centros comerciales”.
“Calcúleme la edad”,
dice don Octavio. “Aquí donde me ve, tengo ochenta y cuatro años. Cada día,
religiosamente, vengo a sentarme en este café. Doy propinas generosas y las
meseras me llaman ‘mi amor’”. “Los habitantes del centro sabemos que después de
las seis de la tarde ya no hay seguridad”, dice Joaquín. “Sabemos que las
cámaras que resguardan el sistema financiero no nos protegerán y que hasta los
policías se encierran en el CAI”. “Cuentan que unos inversionistas españoles
estuvieron recorriendo el sector”, dice Adolfo. “Dicen que la decadencia del
Centro no es más que una estrategia para abaratar las propiedades, que el
resurgir vendrá cuando todo lo que vale se encuentre en otras manos”.
“Medellín, mi ciudad, no me
gusta”, dijo hace poco en su muro de Facebook el poeta Elkin Restrepo. “Creo que
ha colapsado y que, si se quiere llevar una existencia como se debe, habrá que
ir pensando en abandonarla. Pienso en lo que este deprimido y angustiante
escenario será en un año o dos y cuento los días porque, como oye uno por ahí,
el fin se acerca”.
7. Y
sin embargo…
Regreso al Centro con ojos
dispuestos a ver la ruina, y sin embargo siempre hay algo que se resiste a la
conmiseración. Miro desde el balcón de la plataforma del Metro y empiezo a
encontrar motivos para expresar el desastre: el parque de Berrío convertido en
sótano al aire libre, la gorda de Botero –el tema de mi primer texto
periodístico– reducida a fichita perdida de ajedrez, los grupos de atracadores
en busca de incautos… y sin embargo el parque está lleno de vida y en el medio
hay un tranvía que promete, en un futuro cercano, paseos agradables. Recorro
hoy con recelo el Guayaquil por donde me paseaba sin temor cuando era niño,
entre charcos hediondos, mirando intrigado a las mujeres de billetera bajo el
brazo y medias de lana hasta la rodilla… y sin embargo me pregunto qué había en
aquel pasado que valiera la pena conservar. Voy viendo los lugares donde hubo
librerías… y sin embargo la oferta permanece, en pasajes, en puestos
ambulantes, el que quiera leer seguirá hallando algún libro de interés.
Veo la catedral cerrada, y como
ofendida, frente a la sordidez del parque de Bolívar. Veo a un hombre macilento
bañarse y lavar su única muda de ropa en la fuente a esa hora sin chorros y sin
luces. Veo los territorios, los personajes: el travesti que se alquila, el
muchacho de mirada insolente, la anciana en silla de ruedas que vende
cigarrillos… y sin embargo hay algo hermoso que palpita entre las cenizas.
Veo el árbol que dio sombra a la
muerte de mi padre… y sin embargo es bello el verde de sus hojas. Veo la oferta
del porno más atroz a la puerta de la iglesia de la Candelaria... y sin embargo
siento que la zoofilia que me ofrecen dará pan a una familia, y que el misterio
que habita en esa iglesia sirve para entender esa terrible paradoja.
Veo a la gente acostumbrada a
bajarles la cerviz a criminales, acobardada por decenios de abusos… y sin
embargo veo nobleza y gente que trabaja y que ama lo que hace, y hay miradas
embriagadas de esperanza y de futuro. Percibo en el ambiente los fantasmas de unos
tiempos insensibles, sanguinarios… y sin embargo hay bondad en ese embolador
cetrino y viejo que no sabe que existe la Traviata, en el rostro de ese niño que
mira fascinado los globos de colores.
Oigo sirenas y canciones. Huelo
nubes alucinógenas. Veo a las amigas ancianas que se encuentran para tomar el
algo, los jubilados que resuelven los problemas del país, los artistas
callejeros, las hipnosis colectivas, los trabajos en las calles, las luces, las
palomas, el algodón de azúcar, los ruidos, las ventas, los tumultos... y, a
pesar de todo el gris y de tanto desencanto, siento que en todo aquello hay una
rara melodía, un esplendor que se asoma entre las ruinas, y entiendo que el
afán de ver tan solo decadencia no es más que la tristeza del que sabe que se
marcha y que, cuando se marche, el Centro seguirá como si nada, con su olvido
desdeñoso, y que vendrán otras criaturas con sus sueños y temores, y habrá
flores y palomas, y habrá fuentes luminosas, y habrá gente inconcebible que
levante su mirada hacia las nubes y que piense que la vida, a pesar de sus
miserias, no deja de ser hermosa.
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