Alguna vez concebí la escritura de un poema, de gestación
muy lenta, donde iría consignando los hechos y emociones adheridos a los días
de mi vida. Ciertas fechas remitían a momentos muy precisos, misterios fugaces
que dejaron su huella. Imaginé montones de versiones del poema, tantas como personas
en el mundo. Se me ocurrió pensar que, al final de una vida de duración
promedio, el poema que dejara cada uno ofrecería un panorama muy completo.
El entusiasmo inicial me alcanzó para escribir varios
fragmentos. Muchos de ellos hablaban de amor: “Octubre 28: La flor azul que
brilla sobre praderas rojas. La eternidad de un nuevo primer beso”. “Noviembre
21: La hora de la entrega después de un largo viaje. La noche de los cuerpos.
La luz de los abrazos”. “Junio 29: El sabor deseado, a orillas del río del
temor y la culpa, bajo un atardecer equivocado”. “Mayo 30: Navegando la noche,
me enseñabas a amar”. “Julio 2: Un corazón partido en mil pedazos. Un amor
inmolado”.
Inspirado por las primeras líneas, empecé a repasar con
más detalle los días de mi vida. Fueron llegando ahora otra clase de imágenes:
“Diciembre 28: Adiós, tierra sagrada. Alimentaste mi odio y mi distancia”.
‘Mayo 5: Me duele tu tristeza, tu siempre estar dispuesta para el llanto, el
amor que hace años dejé de expresarte”. “Mayo 12: El sol se asomó a ver la
tinta secarse en el papel. Las palabras finales. Cansancio, soledad, tristeza,
sueño y alegría”.
Cuando vi que el poema empezaba a tomar forma, decidí
pensar el título. No lograba decidirme entre el árabe “Almanaque” y el latino
“Calendario”. Las dos palabras me parecían insuficientes. Consideré también una
variación sobre Hesíodo: “Los días y los números”. Al final, otros asuntos
vinieron a ocuparme y el poema inconcluso se fue traspapelando.
Con el tiempo llegué a escribir nuevas entradas. Así
descubrí que hay momentos que se niegan a que uno los recuerde. Cuando empecé a
escribir, había olvidado la fecha más triste de mi vida. Traté de atraparla con
pocas palabras: “Agosto 14: Tu sangre en mis manos. Soy un sueño abandonado,
pero un sueño al fin y al cabo”. La larga reflexión que ha sido escribir ese
poema me ha llevado a comprender otras cosas. Comprendí que hay montones de
hechos que flotan en un limbo sin números, que hay días que insisten en
permanecer en blanco, que es posible que en una de esas fechas sin eventos esté
mi último día. Pero, aparte de eso, he creído encontrar misteriosas relaciones
que escapan a cualquier entendimiento. Hace apenas dos años, otro 14 de agosto,
recibí una de las mejores noticias que he recibido en la vida. Casi un cuarto
de siglo después de que esa fecha se hubiera convertido en la más trágica,
llegó –de no se sabe dónde– un curioso equilibrio.
Ahora he vuelto a pensar en la extraña relación entre los
días y los hechos de la vida. Vivir en El
Poblado, el diario donde tengo el honor y el orgullo de escribir mis
columnas, llega a su edición 500 el mismo 8 de noviembre que salió su primer
número. Pienso, como Cortázar, que el universo todo está lleno de figuras.
Ignoro el sentido completo de esta curiosa coincidencia. Confío en que el
regreso a los inicios representa el renacer del sueño noble y generoso que hace
veintitrés años sembró su fundador.
Publicado en Vivir en El Poblado el 8 de noviembre de 2012.
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