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Hace un mes comentaba un texto medieval donde está
resumido lo que puede decirse sobre el tema del amor. No dejé de anotar que El romance de la rosa era el relato de
un sueño que luego se cumplió. Los sueños me interesan. Siempre me han
intrigado. Pero me iré de este mundo sin entender lo que son.
Mis amigos psicólogos recurrirán al loco de Freud para
decir que los sueños son deseos reprimidos, pequeñas neurosis, basuritas
mentales que procesamos de noche para poder seguir siendo sensatos. Mis amigos
supersticiosos esgrimirán, por su parte, el último diccionario de sueños y me
dirán solemnes que las bodas anuncian funerales y que la mierda es oro. La
idea, por supuesto, es refugiarse en la fantasía de tener todo explicado. ¿El
agua? Sí, claro: dos de hidrógeno y uno de oxígeno. ¿La vida? Pan comido:
ciertas formas del ácido desoxirribonucleico. ¿Una mariposa negra? Cuidado,
viene una mala noticia.
Reconozco que algunos de los sueños se pueden explicar
como deseos o neurosis. Siempre que iba a empezar un nuevo año en la escuela
soñaba con el primer día de clases, con los útiles, con los encuentros
iniciales. Aún ahora sueño con aeropuertos, con aviones a punto de dejarme,
cada vez que tengo planes de viajar. Reconozco también que los símbolos son el
lenguaje de los sueños. Pero tengo la firme convicción de que, en medio de las
basuras, de deseos y temores, hay voces que nos hablan cuando estamos soñando.
En las transmisiones del Mundial de Fútbol escuché a
varios jugadores decir, al final de los partidos, que habían soñado el triunfo
que acababan de obtener. Uno dijo haber soñado el número de goles que marcó y
otro dijo haber soñado el minuto de juego y las circunstancias. Los escépticos
dirán: “Sí, claro. Tenían ganas de hacer goles. Se predispusieron después de
haber soñado”. Me pregunto qué dirán los escépticos sobre el sonámbulo brasilero
al que su esposa le preguntó cómo iba a quedar el partido de Brasil contra
Alemania y predijo el siete a uno.
Hace tres semanas volví a tener uno de esos sueños
extraños que prefiguran lo que vendrá. He tenido muchos sueños así. Algunos me
han anunciado tragedias definitivas. Esta vez la cosa fue menos dramática, pero
no ha dejado de intrigarme. En el sueño, un Gabriel García Márquez con cuerpo
de niño dormía incómodo en un sofá. No era la primera vez que lo soñaba. Desde
que escribí la biografía sobre sus inicios, cada cierto tiempo he tenido
extraños sueños con él. Alguna vez me mostró unos manuscritos escondidos tras
los ladrillos de una pared. Esta vez sólo dormía. Cómo tenía los pies en el
aire, decidí acomodarlo y cubrirlo con una manta. Agradeció con gestos plácidos
y siguió durmiendo.
A la mañana siguiente encontré en mi correo electrónico
un mensaje de Silvana de Faria, una actriz brasilera que tenía la sospecha de
haber inspirado “El avión de la bella durmiente”, el cuento de García Márquez.
Silvana había encontrado mi blog y me preguntaba detalles sobre ese cuento.
Buscaba claridad, explicaciones. Así empezamos una charla intensa y detallada
que se convirtió en crónica (cualquiera puede encontrarla en la red buscando
nuestros nombres). Silvana aún no sale del asombro que le inspira pensar que su
encuentro fugaz con Gabo —en un aeropuerto— se convirtió en literatura. Lamenta
no haber contactado a aquel hombre que trató de seducirla, y a quien sólo pudo
reconocer cuando se despedían, aquel día de octubre de 1990. Yo aún no salgo
del asombro que me inspira pensar que ese sueño de Gabo durmiendo me anunciaba
la llegada de Silvana de Faria.
Publicado en Vivir en El Poblado el 31 de julio de 2014.
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