domingo, 3 de agosto de 2014

La mantis religiosa


La vida admite definiciones variadas: es un sueño, una sala de espera, un infierno, un regalo, una trampa. Si a eso le sumamos que cada vida es distinta, las posibilidades son infinitas. Para mí, por ejemplo, la vida ha sido encontrar en el mundo las imágenes del álbum de chocolatinas. Buena parte del conocimiento que tengo del mundo se lo debo a ese álbum. Gracias a la aspiración de llenarlo viajé por las eras geológicas, conozco lo trivial y extravagante de los reinos de la naturaleza, y hasta me muevo con soltura por el sistema solar. Pensaba que ese álbum sería eterno, que acompañaría a la humanidad hasta su extinción, que siempre habría niños tratando de llenarlo; pero hace poco descubrí que el álbum había sido suplantado por un mediocre compendio de animales. Nunca llené el álbum. Cuando lo estaban terminando, las láminas más difíciles empezaron a hacerse disponibles. Recuerdo haber tenido en mis manos el jabalí y la rana marsupial, después de haberlas esperado tanto, y el final de la espera resultó deprimente.




Pero la muerte del álbum de chocolatinas no le quita sus méritos, su capacidad para marcar vidas. Recuerdo que en segundo de primaria sorprendí a mi profesor de ciencias con mi erudición cuando pidió un ejemplo de piedra preciosa y levanté la mano y le dije: “Lapislázuli”. Debió preguntarse de qué planeta venía ese pequeño monstruo sabihondo, disimuló el desconcierto y pasó a otro tema. Después supe que el lapislázuli era una piedra semipreciosa, pero no he dejado de pensar que su nombre es una preciosidad. Con el tiempo me fueron llegando ocasiones de encontrar otras láminas. He visto lluvias de estrellas y estegosaurios, he visitado las cataratas del Niágara y he creído entender las peculiaridades del Pleistoceno. En el traspatio de mi casa hay castores y ciervos y pájaros carpinteros. Otras láminas me faltan. Espero, por ejemplo, no morirme sin haber visto las milenarias sequoias, esos árboles gigantes que viven miles de años.

Pero lo cierto es que no podría explicar mi perspectiva de la vida sin la ayuda de algunas láminas del álbum. La mantis religiosa me intrigó desde el primer instante. Fue amor a primera vista. Esa ramita escuálida, entregada a la oración, me ha parecido una de las cosas más raras que hay en el mundo. Con los años me he convertido en algo así como un experto. He sabido que en el momento de copular, la mantis hembra se come la cabeza del macho para obligarlo a quedarse. Superado el desconcierto con la noticia, pensé que esa rareza del reino animal explicaba muy bien la metáfora común al hablar de enamorados que pierden la cabeza. He conocido también las distintas variedades, desde la oscura y sórdida mantis rastrojo hasta la mantis orquídea, tan hermosa que da ganas de llorar.

 


Hace poco, en el insectario de Piedras Blancas, pude saber algo nuevo sobre la mantis. Con gesto inexpresivo y rutinario, la guía del lugar dijo que la mantis religiosa se come a las mariposas, las devora lentamente y las disfruta, pero sólo mientras su alimento tiene vida.  Cuando la mariposa muere, le deja de interesar. Al principio me sentí escandalizado. Pensé que ese hecho era una nueva ironía que rodeaba a la más cruel de las criaturas de este mundo. Volví a dudar de la justeza de su nombre. Pero luego, después de unos minutos, pude al fin sosegarme y pensar que, quizá, después de todo, la mantis religiosa tiene muy bien puesto el nombre, pues de todas las criaturas de este mundo es aquella que más aprecia la vida.


Medellín, agosto de 2011

Texto publicado originalmente en el periódico Centrópolis






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