El vendedor de fantasías sabía lo que hacía. Cada semana
llegaba con el nuevo tomo de la Biblioteca Básica Salvat, lo ponía en los
estantes del multimueble y se ocupaba de otras cosas. Nunca me dijo que leyera,
pero caí en la trampa. El primer libro que leí porque me dio la gana, sin que
fuera una recomendación o una tarea, fue Las
aventuras de Tom Sawyer. Elegir ese libro y recorrerlo ha sido uno de los
actos más libres y decisivos de mi vida.
Estaba en quinto de primaria cuando intenté leer El otoño del patriarca. No llegué lejos
en la lectura. Sólo entendí que unas vacas se comieron unas cortinas y se
metieron a un balcón. Pero encontrar ese libro en la biblioteca, prestarlo y
tratar de leerlo me hizo sentir libre, poderoso, conectado con las cosas de
veras importantes que pasan en este mundo.
La bibliotecaria del bachillerato era joven, simpática,
tenía un cuerpo y un rostro hermosos que me alborotaban las hormonas ya de
por sí muy alborotadas. Me encantaba ir a leer a la biblioteca, atender sus
sugerencias, mirarle más allá del escote esas pecosas preciosuras. Recuerdo que
estaba rojo como un tomate cuando presté Todo
lo que usted quería saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar.
Pero ella fue compasiva y ese día me facilitó aquel duro trance.
La Biblioteca Pública Piloto era el cielo de los libros.
Mi sección preferida era la 863, la de los libros de ficción. Algunos estantes
los agoté metódico, como el de Julio Verne. Pero siempre me tomaba el tiempo
para explorar por otros lados, para considerar títulos, para refinar el arte de
saber con una hojeada si un libro es para mí. Si no quería que alguien supiera
de mis intereses, leía el libro en la biblioteca. Pero, los llevara o no a
casa, todos los libros eran míos y podía leerlos si quisiera y la vida me
alcanzara.
Puedo escribir mi vida a partir de las bibliotecas en que
“he vivido”. La Bartolomé Calvo, en Cartagena, donde encontré joyitas cuyo
recuerdo aún me persigue. La Biblioteca de Douglas, en Rutgers, donde la
soledad era menos sola y dejaba de leer para contemplar en el ventanal la nieve
que imponía su blancura copo a copo. La biblioteca de Firestone, en Princeton, con
pasillos de anaqueles donde había libros que nadie había hojeado en siglos.
En la biblioteca de la universidad donde trabajo empiezan
a consultar a los profesores sobre la posibilidad de renunciar a los libros de
papel y mudarse por completo a lo digital. Yo puse el grito en el cielo. Con mi
inglés acentuoso me dediqué a hacer la defensa de uno de los pocos actos libres
que nos quedan: recorrer los estantes de una biblioteca, dejarse interesar por
un hallazgo. Algunos alegaron que lo mismo podía hacerse en los archivos
electrónicos, pero el descubrimiento afortunado es menos mágico en esas redes
donde cada click que damos nos encierra en perfiles y estadísticas.
La Universidad Politécnica
de la Florida acaba de inaugurar la biblioteca sin libros de papel. Tiene
bibliotecarios. Tiene catálogo electrónico. Su colección la componen 135 mil
libros electrónicos. Pero su moderna arquitectura no ha destinado espacio para
anaqueles. Para los que tardan en resignarse o adaptarse, la biblioteca tiene
impresoras disponibles, pero recomiendan a los usuarios habituarse a leer en
las pantallas. Los promotores de la idea están convencidos de que son unos
pioneros. A mí me parece que son unos criminales.
Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de agosto de 2014.
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