Pensamos que pensamos, pero pensándolo bien es muy poco
lo que de veras pensamos. La vida se nos escapa en actos irracionales. Viajamos
por el mundo enceguecidos por prejuicios, por creencias infundadas, por
supersticiones primitivas y por todas las mentiras que nos han inoculado.
Creemos, por ejemplo, en las estadísticas. Si alguien nos
dice que en un restaurante hay un grupo de personas cuya fortuna promedio es de
mil millones de dólares, imaginamos las mansiones de ese montón de magnates. A
nadie se le ocurre que Bill Gates pueda comerse una empanada. Lo mismo ocurre
con las encuestas. Tenemos la tendencia a creer que las encuestas reflejan la
realidad y acomodamos nuestras decisiones para no quedar fuera de las
mayorías.
Porque somos animales muy gregarios. Nada altera tanto
nuestro juicio como lo que “todos” dicen. Por eso es que los medios son tan
ubicuos y prósperos. Su función consiste en manipular hechos y datos para
inventar la “verdad absoluta” de las mayorías. Olvidamos que, si cien millones
de personas dicen una estupidez, no por eso deja de ser una estupidez.
Creemos con reverencia en el sofisma del éxito. Pensamos que,
si ponemos a los bebés a dar pataditas desde el vientre, si les enseñamos a
caminar a los tres días y a cabecear a los seis, llegarán de manera inevitable
al Barcelona o al Real Madrid (y podremos vivir de su fortuna). Se nos olvida
que por cada James o Messi que llega a esas alturas hay miles de descalabrados,
frustrados, explotados o vendiéndoles empanadas a los magnates.
Sobrestimamos lo que somos. Vamos por el mundo narrando
un poema épico en el que somos protagonistas. Las estrellas se alinean para
nosotros. El mundo entero nos está observando. Nuestra vida parece una
coherente narrativa en la que cada hecho está predestinado.
Somos expertos en hacer predicciones del pasado. Cuando
todo ha ocurrido, nos fascina esgrimir el “se los dije”. “Les dije que nos iban
a robar el partido”. “Les dije que iba a ocurrir esa catástrofe”. Pero si nos
preguntan lo que ocurrirá mañana, preferimos esperar hasta la próxima semana
para manifestarnos.
Vivimos apegados a basuras. Nos cuesta deshacernos de esa
relación, de esa carrera, de armatostes que nunca usamos, porque invertimos
tanto tiempo, energía, dinero, emociones, que nos parece preferible seguir con
ese lastre.
Somos peces que mueren por la boca. Mordemos día a día
los anzuelos que nos ponen. Creemos en políticos. Pensamos que el vestido
rebajado está de verdad barato. Creemos que el best seller es buen libro. Corremos a comprar la mercancía que,
según dice el aviso, “se está agotando”.
Somos esclavos de nuestras emociones. Nos da pavor quemar
las naves. Somos caballos cocheros y casi nunca vemos las opciones que tenemos.
Nos entregamos dóciles a manipuladores expertos. Somos animales atontados por
colores vistosos y por cortinas de humo. Las formas del calendario nos hacen
creer en la mentira de que podemos recomenzar. Creemos que planear de manera
exhaustiva asegura resultados. Atribuimos lo que ocurre a una sola causa.
La lista de nuestros errores de juicio parece interminable.
La escribió Rolf Dobelli en su libro, The
Art of Thinking Clearly. En resumen, la idea es que controlamos poco y estamos
sometidos al capricho del azar. Nuestra esperanza consiste en conocer las
ligerezas a las que somos propensos. Pero algo me dice que en el libro hay un
gato encerrado. Tendré que pensar en el asunto para acabar de entender.
Publicado en Vivir en El Poblado el 14 de agosto de 2014.
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