Por Wenceslao Triana
Uno podría contar la historia de su vida, y no omitir
pasajes sustanciales, si sólo se ocupara de las primeras veces. No digo que las
segundas o terceras sean insulsas; a veces resultan necesarias para extraer la
esencia más profunda de ciertas experiencias. Es preciso volver una y otra vez
sobre lo mismo para encontrar su forma más sublime y elevada. Pero hay en toda
primera vez una mezcla de candor y de sorpresa, de miedo, intensidad y
regocijo, que imprime en la memoria esos momentos, de manera que resulta muy
difícil olvidarlos.
Tampoco pretendo decir que uno va por los días
recordando a toda hora su bagaje de primicias. A veces pasan años, en ocasión
se escurren vidas sin volver a esos momentos iniciales en que todo es más vivo,
más urgente.
De hecho, la memoria tiende trampas y a veces se
propone escamotearnos la emoción, nos ofrece un bosquejo rutinario de lo que
ocurrió hace mucho. Pero a pesar de esas desgracias del tiempo y el olvido,
creo que casi todo el mundo está de acuerdo en que las primeras veces son las
que hacen de nosotros lo que finalmente vamos siendo.
Hace muchos
años vi una película que hablaba de ese tema. Era la historia de un detective
de muchísima experiencia que recuerda, de repente, el momento en que por
primera vez tuvo que matar a alguien. Jamás he olvidado el título de esa
película: “First time is forever”. En español se llamaría más o menos: “La
primera vez es para siempre” y, a pesar de que espero no llegar a vivir una
primera vez como esa (quiero irme de este mundo sin saber lo que es matar),
siento que esa película atrapó con poesía la importancia de esos hechos que
marcan nuestras vidas de una vez y “para siempre”.
Sé que no sería lo que soy si el primer beso que di
hubiera sido de otro modo. Creo que sería una persona muy distinta si mi primer
gran amor hubiera sido otro, si hubiera conocido la muerte en otro rostro, si
me hubiera perdido en los abismos del deseo abrazando a otra mujer.
Las primicias nos llegan en tamaños tan diversos que
algunas veces requieren de nosotros una atención especial. Es difícil recordar,
por ejemplo, trivialidades como el día que por primera vez bailamos o cantamos
bajo la lluvia, o la noche que descubrimos que ya nada en el mundo podría
asustarnos demasiado. Pero estoy casi seguro de que existe un lugar del corazón
donde reposan, vivas e inevocables, todas esas primeras veces.
Es posible que muchos no presten atención a sus
primeras veces. Yo mismo he notado que algunos pasajes de mi vida los viví en
forma tan distraída que ni siquiera observé su carga de novedad. Pero hay algo
que he podido comprender, al llegar a esta senectud escandalosa: que la novedad
nunca termina, que uno es el que deja de apreciarla. Cuando creemos que ya no
puede haber nada nuevo, nada que pueda sorprendernos, nada que nos devuelva la
sensación de intensidad, lo que ha cambiado no es el mundo sino nosotros.
Aquel que ha dejado de notar la novedad que le ofrece
cada día, es alguien que ha empezado a morir un poco. Este mismo día de lluvia
en el que escribo me regala, tal vez sin que yo pueda discernirlo, algunos
hechos que jamás había vivido.
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