sábado, 14 de abril de 2018

Recuerda


Fragmento de La balsa del Medusa, de Gericault (Museo del Louvre)



Sed.
La sed infinita del mar.
Desierto de sal mimetizada que tortura mi gar­gan­ta.
Agua desmesurada en la que me consumo, me calcino, me disuelvo.
Lento, insistente y voraz, el sol quema mis que­maduras, hurga la piel sangrante con sus astillas de fuego, deslumbra hasta la ceguera a través de la traslúcida cortina de mis párpados.
No hay arriba ni abajo, noche ni día.
La luna es una daga rutilante.
También el resplandor de las estrellas resulta in­so­portable.
Llevo una puerta en la espalda y sobre ella llevo un mundo que me aplasta contra el aire.
Las olas balancean mi caída. Me veo lejos, ar­dien­­do, a millones de kilómetros. Intento sin fuer­zas pedirle a una mano que cubra mi rostro. En un arco formado por un brazo y por el torso se refugia la ma­le­ta, mojada y humeante.
Sólo eso ha regresado del estruendo. Esa puerta de madera que ahora me sirve de balsa, la maleta con­tra un cuerpo abandonado por su dueño y un rui­do distante que parece una voz.
Lejos, no allí, en medio de esa luz, en esa sequía sitiada por el agua, tal vez temblando de frío en otro lado, una voz. Una exasperación lúcida que intenta poner orden, rescatar alguna imagen, alguna noche furibunda, alguna embarcación pulverizada por el mar.
Pero no. Sólo el sol. El sol y la sal y la sed y el do­lor. Una boca reseca que suplica, que busca hume­decerse con la sombra de un aliento, y la voz, cerca y lejos, murmurando detrás de la nariz, en el fondo de los ojos, en una breve zona que aún vive, como si sostu­viera más allá de sus fuerzas una cuerda que ha terminado por pegarse a la piel de las manos.
“Recuerda”, se dice. 
Pero la palabra suena como el agua que acaricia la madera, como el viento que lo encuentra a la deriva y desciende a trenzarle los ca­bellos.
“Recuerda", intenta balbucir la boca seca, la len­gua lacerada, expuesta como un peñasco.
“Recuerda", se ordena sin fe y sin fuerzas.




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