Fragmento de La balsa del Medusa, de Gericault (Museo del Louvre)
Sed.
La
sed infinita del mar.
Desierto
de sal mimetizada que tortura mi garganta.
Agua
desmesurada en la que me consumo, me calcino, me disuelvo.
Lento,
insistente y voraz, el sol quema mis quemaduras, hurga la piel sangrante con
sus astillas de fuego, deslumbra hasta la ceguera a través de la traslúcida
cortina de mis párpados.
No
hay arriba ni abajo, noche ni día.
La
luna es una daga rutilante.
También
el resplandor de las estrellas resulta insoportable.
Llevo
una puerta en la espalda y sobre ella llevo un mundo que me aplasta contra el
aire.
Las
olas balancean mi caída. Me veo lejos, ardiendo, a millones de kilómetros.
Intento sin fuerzas pedirle a una mano que cubra mi rostro. En un arco formado
por un brazo y por el torso se refugia la maleta, mojada y humeante.
Sólo
eso ha regresado del estruendo. Esa puerta de madera que ahora me sirve de
balsa, la maleta contra un cuerpo abandonado por su dueño y un ruido distante
que parece una voz.
Lejos,
no allí, en medio de esa luz, en esa sequía sitiada por el agua, tal vez
temblando de frío en otro lado, una voz. Una exasperación lúcida que intenta
poner orden, rescatar alguna imagen, alguna noche furibunda, alguna embarcación
pulverizada por el mar.
Pero
no. Sólo el sol. El sol y la sal y la sed y el dolor. Una boca reseca que
suplica, que busca humedecerse con la sombra de un aliento, y la voz, cerca y
lejos, murmurando detrás de la nariz, en el fondo de los ojos, en una breve
zona que aún vive, como si sostuviera más allá de sus fuerzas una cuerda que
ha terminado por pegarse a la piel de las manos.
“Recuerda”,
se dice.
Pero la palabra suena como el agua que acaricia la madera, como el
viento que lo encuentra a la deriva y desciende a trenzarle los cabellos.
“Recuerda",
intenta balbucir la boca seca, la lengua lacerada, expuesta como un peñasco.
“Recuerda",
se ordena sin fe y sin fuerzas.
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