Ahora que el tren de la tecnología empieza a dejarme, en
medio de mi resistencia a idolatrar vendedores de cacharros, debo reconocer que
una de las ventajas de estos tiempos es la posibilidad de acceder a tantas
cosas que eran inalcanzables. Imagino el entusiasmo que sentiría Borges en este
mundo donde hasta el incunable más recóndito se puede conseguir. Esta ciencia
ficción en que vivimos habría hecho las delicias de Luis Alberto Álvarez, el
hombre que nos enseñó a todos a ver cine. Álvarez pasó su vida entre rollos de
películas, viajó por el mundo persiguiendo festivales, pero nunca gozó del
privilegio de ver cualquier película con solo desearlo. Esta suerte, sin
embargo, no parece servirnos. Como niños malcriados, nos cuesta apreciar la
fortuna que tenemos. Llenamos las memorias abismales de los nuevos aparatos con
cosas que jamás disfrutaremos. Con el pan en la boca nos morimos de hambre.
Empecé esta sección con la intención de combatir el culto
a las novedades en materia de libros. Quise volver a textos olvidados. La idea
era, y sigue siendo, que lo nuevo no es siempre lo mejor. Ahora siento que es
preciso expandir el concepto de lectura. Un pasaje de Alberto Manguel me justifica:
“El astrónomo leyendo un mapa de estrellas que ya no existen; el arquitecto
japonés leyendo la tierra en la que se construirá una casa, para protegerla de
fuerzas malignas; el zoólogo leyendo los rastros de los animales; el jugador de
cartas leyendo los gestos de su rival, antes de jugar la carta ganadora; el
público leyendo los movimientos de la bailarina; la tejedora leyendo el
intrincado diseño de un tapiz; el organista leyendo en la página las notas en
la página; el padre leyendo en el rostro del bebé señales de alegría o miedo o
maravilla; el adivino chino leyendo las marcas antiguas en la caparazón de una
tortuga; los amantes leyendo a ciegas en la noche sus cuerpos bajo las sábanas;
el psiquiatra ayudando a sus pacientes a leer sus propios desconciertos; el
pescador hawaiano hundiendo una mano en el agua para leer las corrientes del
océano; el granjero leyendo el clima en el cielo —todo esto comparte con los
lectores de libros el arte de descifrar y traducir signos”.
En tiempos tan distraídos como estos, quizá sea necesario
releer muchas cosas. Por eso he decidido alejarme en ocasiones de los libros.
Hoy, por ejemplo, quiero hablar de una película que ha pasado casi
desapercibida. He sido un seguidor de Alejandro Amenábar desde que “Abre los
ojos” alteró mi percepción de la realidad. Lo he visto internarse en terrenos
peligrosos, y salir de ellos triunfal, como en “Mar adentro” y “Los otros”. La
tecnología puso a mi alcance la película más ambiciosa de Amenábar. “Ágora”
(2009) es la historia de Hipatia, una sor Juana egipcia del siglo 4, que vivió
y murió buscando respuestas a las preguntas esenciales. Alrededor suyo la gente
corría enloquecida, enceguecida por las pasiones y fanatismos de aquel tiempo,
que no son muy distintos de los de ahora; mientras Hipatia miraba el universo
con ojos muy abiertos. Al final pagó cara la osadía de mantenerse despierta.
Dicen los que saben de cine que la actuación está en los ojos de los actores.
Puedo decir que los ojos de Hipatia, elevados al cielo en el momento de su
muerte, son una de las imágenes más bellas que el cine haya podido proyectar.
Publicado en Vivir en El Poblado el 18 de noviembre de 2011.
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