Los designios de Dios son
inescrutables. Uno apenas consigue tener vagas ideas del tejido de episodios de
los que forma parte. A cada paso que damos estamos pisando, quizá sin darnos
cuenta, las huellas de las multitudes del pasado. La primera frase de este
escrito, por ejemplo, está bastante lejos de pertenecerme: ya la habían usado
Borges en un prólogo, Wenceslao Triana en un ensayo olvidado, San Agustín en
sus Confesiones, y sabrá Dios cuántos
más en todos lados. Cuando Shakespeare puso a Hamlet a decir: “To be or not to
be”, llegó con más de quince siglos de retraso a una frase que Plutarco había
usado y que quizá era muy vieja en los tiempos del biógrafo latino. De manera
que la atribución de una cita o de una idea es siempre un atrevimiento dictado
por las modas o por la ciega imprudencia del presumido que está citando.
Hace unas semanas le atribuí
a Dennis de Rougemont la afirmación de que hay mucha gente que jamás se habría
enamorado si nunca hubiera oído hablar del amor. El desarrollo de esa idea me
valió la amable reconvención de algunos lectores y el hallazgo de que yo mismo
estaba haciendo una falsa atribución. La frase, si es preciso atribuirle un
propietario, es de La Rochefoucauld. Lo curioso es que yo mismo había leído
aquella frase años atrás, pero la tenía olvidada. La sensación de culpa me ha
hecho regresar a la obra de ese célebre francés que expresó en pocas palabras
los motivos que gobiernan el corazón humano.
Protagonista de primera línea
en la Francia del siglo 17, soldado, figura pública, político, enamorado, La
Rochefoucauld sacó tiempo de no se sabe dónde para escribir una obra extensa
cuya joya más visible y recordada son sus Máximas:
unas frases de absoluta brevedad que son el resultado de profundas reflexiones.
El género ha tenido nombres diversos: aforismos, sentencias, escolios, y es
casi inevitable que sus más distinguidos practicantes —Federico Nietzsche, Emil
Cioran, José María Vargas Vila, Nicolás Gómez Dávila— se hayan nutrido de las
fuentes de La Rochefoucauld. En todos ellos es posible encontrar el cinismo, la
visión penetrante y la crudeza que encontramos en el original.
Si fuera necesario exponer la
idea central de las Máximas de La
Rochefoucauld —y sus memorias y sus cartas son terrenos aún por explorar—
podríamos decir que se encuentra en una de las primeras frases: “El amor propio
es el más grande de los aduladores”. Buena parte de las Máximas se dedica a encontrar en el amor propio el origen de
pasiones y vicios (egoísmo, orgullo, vanidad, interés) y el motivo de todas
nuestras acciones. Pero saber eso no exime del goce perverso que se siente al
recorrer ese inventario de mezquindad.
“Nunca somos tan felices o
tan infelices como nos creemos”, le dice el francés a ese grupo de farsantes
que somos sus lectores. “La astucia y las trampas son hijos de la incapacidad”.
Al leerlo uno siente que asiste a su propio funeral. “Los halagos son monedas a
los que sólo nuestra vanidad les da valor”. Sólo nuestra capacidad para engañarnos,
para consolarnos pensando que las faltas de los otros son peores, explican que
un ser humano llegue hasta el final de ese libro sin sentirse destrozado. “Lo
que parece generosidad sólo es ambición disfrazada”. Pero no todo es negativo
entre las Máximas de La
Rochefoucauld. Es posible encontrar en sus palabras una corriente fresca que a
veces reaparece y nos dice, por ejemplo, que “el valor más preciado consiste en
hacer sin testigos lo que uno haría de frente al mundo”. Creernos capaces de
cosas así es lo que nos mantiene atentos hasta el final del libro. Entonces
encontramos la última decepción: la certeza de que, sea como sea nuestra
muerte, nunca estaremos preparados para el momento en que se marche para
siempre esa criatura abominable a la que dimos nuestro amor.
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