miércoles, 24 de enero de 2018

El saber destilado


Los designios de Dios son inescrutables. Uno apenas consigue tener vagas ideas del tejido de episodios de los que forma parte. A cada paso que damos estamos pi­sando, quizá sin darnos cuenta, las huellas de las mul­titudes del pasado. La primera frase de este escrito, por ejemplo, está bastante lejos de pertenecerme: ya la habían usado Borges en un prólogo, Wenceslao Triana en un ensayo olvidado, San Agustín en sus Confesiones, y sabrá Dios cuántos más en todos lados. Cuando Shakespeare puso a Hamlet a decir: “To be or not to be”, llegó con más de quince siglos de retraso a una frase que Plutarco había usado y que quizá era muy vieja en los tiempos del biógrafo latino. De manera que la atribución de una cita o de una idea es siempre un atrevimiento dictado por las modas o por la ciega imprudencia del presumido que está citando.
Hace unas semanas le atribuí a Dennis de Rougemont la afirmación de que hay mucha gente que jamás se habría ena­mo­rado si nunca hubiera oído hablar del amor. El desarrollo de esa idea me valió la amable reconvención de algunos lectores y el hallazgo de que yo mismo estaba haciendo una falsa atribución. La frase, si es preciso atribuirle un propietario, es de La Rochefoucauld. Lo curioso es que yo mismo había leído aquella frase años atrás, pero la tenía olvidada. La sensa­ción de culpa me ha hecho regresar a la obra de ese célebre francés que expresó en pocas palabras los motivos que gobiernan el corazón humano.
Protagonista de primera línea en la Francia del siglo 17, soldado, figura pública, político, enamorado, La Roche­fou­cauld sacó tiempo de no se sabe dónde para escribir una obra extensa cuya joya más visible y recordada son sus Máximas: unas frases de absoluta brevedad que son el resultado de profundas reflexiones. El género ha tenido nombres diversos: aforismos, sentencias, escolios, y es casi inevitable que sus más distinguidos practicantes —Federico Nietzsche, Emil Cioran, José María Vargas Vila, Nicolás Gómez Dávila— se hayan nutrido de las fuentes de La Rochefoucauld. En todos ellos es posible encontrar el cinismo, la visión penetrante y la crudeza que encon­tramos en el original.
Si fuera necesario exponer la idea central de las Máximas de La Rochefoucauld —y sus memorias y sus cartas son terrenos aún por explorar— podríamos decir que se encuentra en una de las primeras frases: “El amor propio es el más grande de los aduladores”. Buena parte de las Máximas se dedica a encontrar en el amor propio el origen de pasiones y vicios (egoísmo, orgullo, vanidad, interés) y el motivo de todas nuestras acciones. Pero saber eso no exime del goce perverso que se siente al recorrer ese inventario de mezquindad.

“Nunca somos tan felices o tan infelices como nos cre­emos”, le dice el francés a ese grupo de farsantes que somos sus lectores. “La astucia y las trampas son hijos de la incapa­cidad”. Al leerlo uno siente que asiste a su propio funeral. “Los halagos son monedas a los que sólo nuestra vanidad les da valor”. Sólo nuestra capacidad para enga­ñarnos, para conso­larnos pensando que las faltas de los otros son peores, explican que un ser humano llegue hasta el final de ese libro sin sentirse destrozado. “Lo que parece generosidad sólo es ambición disfra­zada”. Pero no todo es negativo entre las Máximas de La Rochefoucauld. Es posible encontrar en sus palabras una corrien­te fresca que a veces reaparece y nos dice, por ejemplo, que “el valor más preciado consiste en hacer sin testigos lo que uno haría de frente al mundo”. Creernos capaces de cosas así es lo que nos mantiene atentos hasta el final del libro. Entonces encontramos la última decepción: la certeza de que, sea como sea nuestra muerte, nunca estaremos preparados para el momento en que se marche para siempre esa criatura abomi­nable a la que dimos nuestro amor. 



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