La historia está llena de
genios precoces que se hundieron sin remedio bajo el peso de su precocidad.
Acorralado por el deterioro físico y mental, Andrés Caicedo no encontró otra
salida que la de estar a la altura de su frase recurrente: “Vivir más allá de
los veinticinco es una vergüenza” y, aprovechando una traga maluca, se llenó de
pastillas de seconal. Nunca sabremos lo que habría pasado si hubiera seguido
vivo, pero era más de esperar un destino “vergonzoso”, poblado de nostalgias
del pasado, que uno asociado con la gloria literaria. ¿Qué podría habernos
dicho John Keats si hubiera llegado a los cuarenta años? Sin que se pueda
hablar de fracaso, Rimbaud abandonó antes de los veinte años una carrera
literaria que había alcanzado alturas poco frecuentadas, y se escapó para
siempre a una vida mercenaria. Abundan los ejemplos de escritores que
escribieron muy temprano un libro muy celebrado y luego no hicieron nada.
Parodiando la fábula, podríamos decir que este tipo de escritores son los
escritores liebre: ágiles en el arranque, despiertos, inspirados, bendecidos
por talentos asombrosos, pero también asediados por el peligro de no llegar a
ningún lado. Mario Vargas Llosa fue un escritor liebre, pero logró sobrevivir a
su comienzo apresurado.
Los novelistas suelen tardar
en llegar a dominar un oficio que es mezcla de coleccionista de mariposas y
cargador de bultos en el mercado. Pero Vargas Llosa ya había escrito a los 27
años una novela, La ciudad y los perros,
que lo puso entre los grandes de América Latina. Antes de cumplir los 33 había
publicado dos obras maestras más: Conversación
en la catedral y La casa verde,
que le reportó el premio Rómulo Gallegos antes que a su maestro y entonces
amigo, Gabriel García Márquez. Onetti, ese gigante en la sombra al que
cualquier premio le habría quedado chiquito, solía bromear diciendo que el Rómulo
Gallegos se lo habían dado a La casa verde,
y no a Juntacadáveres, porque el
prostíbulo de su novela no tenía orquesta. Fue Onetti también quien mejor
retrató a Vargas Llosa, cuando dijo que el terco discípulo de Flaubert se acercaba
a la literatura como un esposo abnegado, mientras que él la frecuentaba como
si fuera su amante. Pueden decir de Vargas Llosa todo lo que quieran (y aquí me
tomo la libertad de ser una caja de resonancia), que le gustan sus primas, sus
tías, las azafatas y hasta sus hermanas medias, pero lo que no pueden negar es
que ha sido un esposo intachable de la literatura. Fiel e imaginativo, ha
mantenido el fuego con vida.
Vargas Llosa sobrevivió a
múltiples peligros para llegar a esta gloria terrenal con que ahora se le
corona. Sobrevivió a una trayectoria errática en materia política. Logró
escapar de esa izquierda en la que todo intelectual que quisiera ser
considerado como tal debía matricularse, pero el ímpetu con que escapó lo llevó
a refugiarse en una derecha tanto o más criminal. Sobrevivió a la ambición loca
de querer ser presidente: como si pertenecer al gremio de Fujimori, de Uribe o
Chávez pudiera darle dignidad a alguien. Sobrevivió a la esterilidad que impone
sobre muchos creadores el paso por la academia. Si consideramos todos los
peligros de los que se ha salvado, también deberían canonizarlo.
Hace un poco más de diez años
entrevisté a Vargas Llosa, durante su paso por Cartagena para presentar Los cuadernos de don Rigoberto, una de
las muchas novelas con que ha poblado el segundo tramo de su vida de escritor.
Ya entonces estaba lejos de ser un genio precoz, pero seguía saludable,
decidido, después de su afortunado fracaso político. Aquella vez dijo algo que
sintetiza el secreto de su éxito: “El genio también puede ser un largo esfuerzo”.
La liebre ya había comprendido la lección de la tortuga y seguía muy oronda y
con pasitos obstinados su carrera hacia la meta. Poco importa que hace años la
tortuga haya llegado, que ya ni se distinga el moretón que recibió cuando la
lucha y la carrera eran más encarnizadas.
Texto publicado originalmente en Vivir en El Poblado, en octubre de 2010
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