Cuando
uno encuentra a Emerson sin demasiados preámbulos, sin que nadie se haya tomado
la tarea de hablarnos de su importancia o sus flaquezas, tiene la vaga
sensación de estar, al mismo tiempo, frente a uno de los más grandes escritores
que sea posible encontrar y de un delirante al que sería fácil aplicarle el
burlón título del bobo del pueblo. Sus libros no están a la venta en las esquinas,
al lado de las últimas novelas de sicarios, ni aparecen reseñados en los
periódicos que suelen ser dueños o socios o amigos de las editoriales. Así que
ya cumplen con un requisito básico de la buena literatura. Pero la historia
parece haberse confabulado para enterrar al bobo de Nueva Inglaterra. Le han
dicho de todo: optimista, monista, trascendentalista. Su nombre quedó perdido
detrás de grandes nombres en las letras norteamericanas del siglo diecinueve:
Poe, Hawthorne, Melville; algunos de ellos lo miraban con desprecio. Ha
recibido elogios de autores, como Nietzsche, a los que su obra había destruido
por anticipado. Hasta sus discípulos directos, como Withman y Thoreau, fallan
al reconocerle los méritos a su maestro y se refieren a él como a un pobre
loquito embriagado de obviedades.
Resulta
comprensible que la obra de Emerson se haya perdido en los laberintos del
tiempo. Sus ideas son como el brindis que alguien hace al comienzo de una
fiesta, minutos antes de que empiece una balacera. ¿Quién diablos se va a
acordar de que había un brindis cuando empezó la tragedia? En este caso la
tragedia fue ese desfile de sabihondos que se encargó de convencernos de que
somos poca cosa: Darwin diciéndonos miquitos, Freud comparando el milagro del
pensamiento con una tubería aherrumbrada, Nietzsche matando a un Dios que ya
estaba muerto… todos empeñados en convencernos de que somos basuritas,
accidentes de la nada, que el alma es una superstición, que da lo mismo lo que
hagamos o dejemos de hacer; abonando de paso el terreno para toda clase de
atrocidades.
Si
fuera necesario definir a Emerson con una sola palabra, pienso que esa palabra
sería “inconformidad”. La inconformidad está en el centro de “Self-Reliance”,
uno de sus ensayos más encendidos, ese llamado a que cada uno de nosotros se
sostenga en sus propios pies, de cara al mundo, sin buscar el amparo de
instituciones, de turbas o de dogmas. Quizá porque ya olía en el ambiente el
triunfo del desaliento, Emerson decidió rebelarse contra todos los poderes
empeñados en destruir la grandeza del ser humano. Todos sus elogios tienen un
“pero” rebelde, creativo, dinámico. La historia es importante, “pero” está en
pañales, porque aún no hemos aprendido a escribir la épica del alma. La amistad
y el amor son maravillosos, “pero” es mejor quedarse uno solo. Los libros son
muy buenos, “pero” es mejor vivir que leer. La filosofía ha logrado prodigios
descomunales, “pero” lo que nos queda por entender es infinitamente más grande.
“Nada grandioso se ha conseguido sin la participación del entusiasmo”, “pero”
la sabiduría verdadera consiste en aprender a abandonarse a ese espíritu
universal que todo lo ordena. El mérito de Emerson consiste en conciliar esas
aparentes contradicciones por medio de reveladoras paradojas.
Cuando
un lector consigue mirar a través del enturbia-miento de los ismos y el
descrédito, y consigue leer a Ralph Waldo como si acabara de comprarlo en la
esquina, los efectos de su lectura pueden ser intoxicantes. Quizá debería considerarse
la prohibición de las dosis personales de Emerson, pues su lectura puede
abrirle los ojos a cual-quiera. Y no conviene que la gente sepa que, en lugar
de pobres diablos sometidos a los vaivenes del tiempo, son seres bendecidos que
contienen en sí mismos toda la aventura humana. No es fácil abusar de quienes
saben que en su mente están todas las ideas de los grandes filósofos y que los
grandes escritores se siguen expresando por medio de sus manos.
Texto publicado en Vivir en El Poblado en 2009
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