Siempre que
regreso a esta ciudad recuerdo un cuento de Borges, “El etnógrafo”, la historia
de un muchacho que se va a vivir con los indios para que los sabios de la tribu
le revelen sus secretos milenarios. El etnógrafo está lleno de brillantes
sutilezas. Borges pone sobre la historia una especie de neblina que la vuelve
más cómoda para que el lector se instale en ella sin sentirse muy extraño.
Cuenta que alguien se la refirió en Texas, pero que ocurrió en otro lado. Dice que
no es seguro el nombre de su protagonista, pero cree que se llamaba Fred
Murdock. De este modo nos obliga poco a poco a descartar el sofisma de la
precisión y a aceptar que no son los detalles de las historias lo que de veras
interesa, sino el alma de los hechos.
Murdock es
un compendio de lugares comunes: es alto a la manera americana, ni rubio ni
moreno, su historia es parte de la historia de cientos de personas (parientes,
allegados, encuentros circunstanciales). La juventud del personaje le permite a
Borges hacer una observación llena de agudeza psicológica: dice que nada había
de extraordinario en Fred, ni siquiera esa común tendencia entre los jóvenes a
sentirse singulares. Fred está en ese momento de la vida en que todo joven está
dispuesto a entregarse a cualquier derrotero que le proponga el azar. Un
profesor le propone que vaya a vivir con los indios y Fred reúne
justificaciones suficientes para creer que esa tarea estaba escrita en su
destino. La idea era vivir en las llanuras el tiempo suficiente para que los
sabios de la tribu le revelaran sus secretos y, después, regresar a escribir un
libro con los hallazgos.
Al principio
las cosas transcurren según lo acordado. Fred vive como el resto de la tribu,
en condiciones muy distintas a las de la ciudad. Toma nota de todo lo que
observa y espera paciente, por años, el momento de la revelación. Pocas líneas
del relato nos indican que al interior del personaje se producen cambios
definitivos. Deja de tomar apuntes (el narrador no precisa las razones de ese
gesto), asimila los hábitos de la tribu, empieza a soñar en una lengua distinta
a la de sus antepasados. Después de una serie de pruebas, los sabios le revelan
sus secretos y Fred se marcha sin despedirse.
La parte
final del relato se ocupa de la conversación de Fred con el profesor que le
había sugerido hacer el estudio. Fred le comunica que no piensa escribir el
libro que se había propuesto escribir cuando se marchó. Ante la insistencia del
profesor, explica que no lo ata ningún juramento y que podría contar del
secreto de múltiples maneras. Dice que, después de saber lo que sabe, toda
ciencia le parece intrascendente, y agrega que el secreto no vale tanto como
los caminos que conducen a él.
Borges tiene
el acierto de no intentar explicar el secreto que ahora posee Murdock. Sabe que
al interior de cada lector palpita ese conocimiento y que es preciso que cada
uno emprenda el recorrido para encontrarlo. Las líneas del final nos dicen que
Fred se casó, se divorció y es ahora un bibliotecario de la Universidad de
Yale. El asunto del divorcio nos demuestra que el secreto no es, no puede ser,
una fórmula infalible para que nos vaya bien en todo. Queda implícito que
conocer el secreto no libra de las dificultades.
“El
etnógrafo” es un relato denso, lleno de posibilidades, donde cada línea tiene
consecuencias infinitas. Hay un pasaje de esta historia que siempre me ha
intrigado. De regreso en la ciudad, Fred sintió nostalgia de los momentos en la
llanura cuando sentía nostalgia de la ciudad. Siempre que vuelvo a Medellín,
siento nostalgia de la nostalgia que he sentido en los parajes del destierro.
Moviéndome entre multitudes que no me recuerdan nada, entre seres que ni
siquiera habían nacido cuando me marché, sólo la nostalgia de la nostalgia
consigue unirme a este sitio al que, por mucho que regrese, jamás podré volver.
Texto publicado originalmente en el periódico Vivir en El Poblado.
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