Ruinas fue lo que vio cuando
regresó a su refugio de meses: en el amarillo de las hojas, en el
desmoronamiento de sus trazos. Ruinas de ceniza fue lo que vio en el patio, al
amanecer del día siguiente, después de haber alimentado el fuego durante toda
la noche. Ruina fue la solitaria despedida que lo obligó a consolarse con
tiempos ilusorios. Ruina el ardor que seguía corroyéndolo en el fondo del
estómago. Ruinas chirriantes las casas, el parque, la tienda de puertas
clausuradas, la encía desdentada de los arcos del mercado, la iglesia con sus
puertas abiertas para nadie. Crujido de olas lentas la ciudad abandonada.
Cuando guardó el papel en la
maleta, comprendió con sorpresa que en pleno mediodía empezaba a anochecer. La
luz había adquirido un color ceniciento y las sombras de las cosas parecían
tener vida. El aire vibraba ansioso, desconcertado, hecho de jirones fríos.
Eric buscó el sol en lo alto y lo
vio herido de sombra, intentando sacudirse con destellos desesperados y
violentos la piedra que trataba de extinguirlo. Vio su humillación lenta, su
agonía, la furia de sus rayos. Pasó en vela esa noche fugaz y estrellada,
viendo el desconcierto furtivo de los animales, sintiendo la presencia
asfixiante de una multitud de sombras.
“Y si siempre fuera así”, alcanzó a pensar, antes del amanecer. “Cómo seríamos, qué pensaríamos, qué sabríamos y qué ignoraríamos, qué nombres daríamos a las cosas, si nuestras vidas transcurrieran todo el tiempo bajo esta penumbra”.
Pero el furor de la luz arreció
contra la piedra y sus ojos volvieron a ser heridos por el resplandor del día.
Cegado por la visión, buscó a tientas su maleta y caminó hacia el mercado. Eligió una canoa liviana. Puso en la proa el equipaje, los zapatos y el saco del vestido que fue de su padre. Se movió con cautela en la playa de cáscaras. Con un pie a bordo y el otro en el piso viscoso, llevó la canoa hasta la ingravidez del agua. Cuando la sintió flotar, se apuró a sentarse y a remar.
Al principio sólo era alguien aturdido, obsedido, que al parecer huía. Pero pronto empezó a sosegarse. Fue instalándose en esa libertad recién conquistada, en ese presente de olas espumosas y brisas saladas.
Remando sin prisa, bajo la luz de ceniza que aún no terminaba de desvanecerse, le habló a algo impreciso que estaba más allá de la maleta.
—Mira la ciudad —le dijo—. No hace mucho que salimos y casi ni se distingue. Pronto sólo veremos la montaña y, unas horas más tarde, ya no veremos nada.
Ella asintió en silencio.
Al pasar por un costado de la isla empezó a preguntarse si sería necesario aquel naufragio, esa larga penitencia de fríos y calores. Se preguntó si no sería mejor abrir de una vez la maleta y entregarle esos papeles y cuadernos a las olas, las entrañas insensibles de los peces y las sombras mojadas de las algas.
“Ya veremos”, pensó.
Al final de esa tarde miró al sol compasivo.
“No has tenido un buen día”, le dijo.
Cuando cayó la noche, el sol aún
brillaba detrás de sus párpados.
De Criatura perdida.
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