Años después, frente a la turba
enfurecida que acabaría con su vida y con la de su padre, el poeta Óscar
Delgado había de recordar la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Santa Ana era un pueblo en decadencia
desde el momento en que el río comenzó a marcharse. Tal como sucedía con
Mompox, Santa Ana había visto secarse ese brazo de agua que por años le había
traído noticias, personalidades y vestidos, espejos de cristal de roca y
vitrolas que en las noches empezaron a acobardar a los grillos.
En pocos años Mompox y Santa Ana serían
poblaciones encalladas en el tiempo. Ya a sus puertos no llegaban siquiera los
grandes inventos. Había que mandarlos a traer de una Magangué ahora próspera y
sorprendida ante el enriquecimiento del brazo de río que le correspondía.
Sintiendo ya el aliento de la muerte,
esa joven promesa de las letras lloró de tristeza por la vida, por el odio, por
el fuego, por el ciego y furioso país que le había correspondido. Y recordó la
frustración de aquella tarde lejana en que su padre lo llevó a conocer el hielo
y no pudo conocerlo.
Recordó la mañana y los preparativos. El
orgullo de su padre, el patricio don Temístocles Delgado, frente al espejo,
cuidando cada detalle de su mejor traje.
Recordó la terrible expectativa de todos
frente al agua. La ansiedad por ver llegar la lancha con el más grande invento
de todos los tiempos, un mágico misterio al que llamaban el hielo.
Las personas que esperaban en la orilla
estuvieron a punto de irse de bruces al agua cuando la lancha se asomó en el
extremo del río.
Pronto supieron que aquello, lo que
fuera, ese invento mezclado con brujería, estaba en la única caja que venía en
la lancha. Cuatro hombres bajaron la caja y esperaron nuevas órdenes sin
ponerla en el suelo.
Don Temístocles Delgado se abrió paso
entre la muchedumbre, sonriente y erguido, y siguió hasta la plaza principal,
saludando a todo el que encontró a su paso, seguido por los hombres de la caja.
A la entrada del Concejo Municipal de Santa Ana dio instrucciones para que
llevaran la caja al patio y esperó la llegada de sus invitados.
El soldado que estaba junto a la puerta
tenía órdenes de no dejar entrar curiosos por el momento. Le habían dicho que
sólo entrarían las personas importantes. A un lado de la puerta, don
Temístocles saludó con deferencia a las autoridades civiles, militares y
eclesiásticas, quienes no se habían hecho esperar. Cuando todos entraron, don
Temístocles acarició el cabello de su hijo y lo empujó suavemente en la espalda
para que entrara a la casa.
Óscar Delgado nunca olvidó la tensa
solemnidad con que todos esos hombres esperaron el momento de abrir la caja.
Antes de abrirla, su padre improvisó un lento discurso para jugar con los
nervios de su distinguido público.
“Señores”, había dicho. “Si Santa Ana no
va al progreso, que el progreso venga a Santa Ana”.
El grupo miraba desconcertado la caja.
Óscar Delgado observó la quietud presta al salto del obrero que la abriría en
cuanto lo ordenara don Temístocles. Pensó en ese misterio agazapado y siguió
las palabras de su padre.
“Mi gran amigo, don David Puccini, de la
Casa importadora ‘Puccini y Puccini’, de la vecina población de Magangué, acaba
de hacerme llegar el más grande invento de la humanidad. Su nombre es ‘hielo’ y
enseguida lo veremos”.
Don Temístocles hizo un gesto a su
empleado y éste procedió a abrir la caja. Como rompiendo briznas de hierba, el
hombre arrancó las tres tablas de la parte de arriba y empezó a retirar
manotadas de aserrín, primero secas, después mojadas.
El empleado estuvo arrojando aserrín
mojado hasta que llegó al final de la caja. Tanteó el fondo por todos sus
rincones y se volvió triste y avergonzado.
Todos, incluido don Temístocles, lo
miraron con ojos desconcertados.
El hombre tardó en decir:
“Don Temi, tengo algo que decirle. Ese
maldito animal se mió y se fue”.
Poco antes del momento de su muerte,
Óscar Delgado recordó los detalles de esa tarde. Doblegado por los golpes,
comprendió que no sería el escritor que había soñado, que no hablaría de la
vida con sus versos encantados.
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