jueves, 26 de febrero de 2015

Una joya bogotana

La columna de Vivir en El Poblado




La literatura de los bogotanos no siempre ha sido mala. A pesar de los muchos lastres que la han aquejado (el sambenito de ser “la” literatura nacional, el montón de provincianos que compran o mendigan aprobación y la tendencia a inflar sus libros con premios y reseñas, como si fueran pollos de super­mercado), aquel pueblo crecido y desoxigenado del altiplano ha tenido destellos de buena literatura. 




El fin de semana pasado me atrincheré entre cobijas para combatir un frío criminal y volví, por fin, a abrir las páginas de uno de los primeros libros que leí, una joya a la que le tenía puesto el ojo desde hace cuarenta años. Recordaba muy poco y, sin embargo, sabía que algún día volvería. He cargado a través de mis múltiples mudanzas el sencillo y eficaz bolsilibro, la portada donde una femme fatale de pelo negro y espalda desnuda se mueve entre sábanas de seda para volverse a mirar por el rabillo, con ojos de misterios seductores.

Entre las grandes fortunas de mi vida está la de haber tenido formidables profesores de literatura y castellano. Al comedioso Alfonso Berrío le debo un vocabulario de plumón fino. Por cierto —Berrío, donde quiera que estés—, al fin pude usar la palabra filfa en uno de mis libros. Otro fue Carrasca, o Carrasco; se requieren coevos para hacer precisiones. Carrasca era un moreno con voz de bolerista y sonrisa de cinemascope. Carrasca hizo dos cosas —y no me dejen olvidar del sensitivo Arnobio o el descontento de Sinfuentes, a propósito de quien un grafiti infame preguntaba: “¿Por qué no le ponen una fuente?”—, Carrasca le asignaba un libro distinto a cada alum­no, lo que hacía de la experiencia literaria un hecho único, y además nos hacía leer juntos un libro mensual. Así leí La hojarasca, La tierra nativa, Tránsito, todas esas joyas que ofrecía la editorial Bedout. Así también leí Diana cazadora.

El viernes pasado empecé a cumplir la cita que tenía con ese libro. Traté de leer el prólogo, pero desistí en la segunda línea. Puedo ser un desastre en muchas cosas, pero tengo crite­rio, no necesito que un alimentador de zorras me diga si un libro es bueno o malo. Lo mío era con Clímaco Soto Borda. Vi, subrayadas con lápiz tímido, las palabras que entonces eran nuevas para mí. Me fui adentrando en la historia. Vi ese despliegue de inteli­gencia y de lenguaje como he encontrado pocos. Entonces comprendí. Supe que esa novela marcó mi vida más de lo que creía.

Quizá la parte menos notable de Diana cazadora es la que se refiere al título: una mujer envilecida que decide exprimir a todos los pendejos que se encuentre y, para el caso, el pendejo es el hermano menor del protagonista. El tono es tan exage­rado que me queda la sospecha de que Clímaco estaba hacien­do una caricatura, un novelón engolado. Pero el resto del libro es pura finura. Finas son las descripciones de la vida cotidiana: un accidente de tranvía, la sordidez de los cafetines, el idilio frustrado de unos gatos en un tejado, la tragicomedia de los parques y las estatuas. Escrita en 1900, la novela nos ofrece un atisbo al día a día de esa “Ámsterdam” de los pára­mos en tiempo de guerra: las noticias que llegan trastocadas, los abusos del poder, la actitud de “sálvese quien pueda”. El personaje de Pelusa, esa suerte de bobo iluminado, justifica de sobra el precio de la entrada. Pero lo mejor de todo es el final, la apoteosis, el cortejo fúnebre que une el novelón con la ciudad. Tenía que ser un exiliado mental el que escribiera de tal modo a Bogotá. Un caserío sucio, corrupto y maloliente. Un tumulto de pícaros. Un pueblo grande con ínfulas de ciudad.


Publicado en Vivir en El Poblado el 26 de febrero de 2015.





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