lunes, 23 de febrero de 2015

Todas las posibilidades de la hermosura


–Ésta es mi preferida –cuando salían, Xenia fue hasta la caja, tomó una libreta pequeña de cuero y la guardó en un bolsillo de su abrigo.
Fueron en el auto hasta la estación del tren. Habían calculado bien el tiempo y tuvieron que esperar poco para verlo llegar, para instalarse al fondo de un vagón. Ella dijo que tomaran un puesto de la derecha.
El tren dejó atrás las calles del pueblo y empezó a moverse por la orilla del río. Él estaba sentado junto a la ventana. Ella se pegaba a él, señalaba lugares del paisaje. Le mostró un viejo edificio de ladrillos rojos. Le habló de los ilustres prisioneros que allí vivieron. Señaló un puente larguísimo y le habló de la noche en que se partió en pedazos.
–Fue durante un invierno –dijo–. Era de noche y había neblina. La visibilidad era tan poca que los carros seguían entrando en el puente, seguían cayendo en las aguas heladas.
Poco antes de llegar quedaron enmudecidos ante la imponencia de las Palisades, unos acantilados de basalto que se extendían por varias millas a lo largo del río. Ella se sobrepuso y le habló de la lava y los milenios que forjaron esos abismos de piedra. Cuando vislumbraron la ciudad, tuvieron la sensación de que los edificios también eran rocas esculpidas por el tiempo.
Ese día caminaron hasta quedar exhaustos. Recorrieron las calles sin seguir un rumbo fijo, perdidos en la multitud, dejándose llevar por intuiciones, aventurándose en lugares que les parecían promisorios. Vieron sucederse pequeños mundos que convivían sin tener conciencia unos de otros. Vieron una infinita variedad de rostros y de cuerpos, todas las posibilidades de la hermosura. Fueron testigos de la intensa soledad que recorre las ciudades.



Al final, cuando ya los pies les dolían a cada paso, se sentaron en un parque cerca de la estación.
–Muchas veces he venido a este lugar para ver la multitud. He pasado horas y horas aquí sin aburrirme, saltando de un rostro a otro, imaginando una vida tras otra.
Buscó la libreta en su abrigo. Acarició la gastada cubierta de cuero. Pasó la yema de un dedo por los relieves de la palabra “Journal”.
–Lo aprendí de papá. Me gustaba acompañarlo a caminar. Terminábamos siempre en un parque o una acera, en algún lugar privilegiado para ver pasar el mundo. Entonces llamaba mi atención sobre gestos y detalles, sobre historias transcurriendo justo ante nuestros ojos. Sin que yo lo notara, me enseñaba a mirar.
Él la miraba a ella. Trataba de no pensar. Se volvía a ver la gente que pasaba, trataba de olvidar. Pero, al momento, la estaba mirando de nuevo.
–Le mandé esta libreta para un cumpleaños. Sé que le fascinó la piel de la cubierta, la delicada textura de las hojas. La usó para escribir citas, apuntes, para intentar frases o párrafos cuando ya no era capaz de escribir historias largas. Mira esto: “A veces me despierto y descubro que la vida es un dibujo que se desdibuja”.
Buscó una página doblada en la esquina superior.
–Escucha: “Envueltos en el subterfugio de los astros. Atrapados en esta trampa estática que nos gusta llamar tiempo, para consolarnos, para creer que tenemos un espacio donde vivir es posible, un plazo, una tregua, un respiro entre nuestras dos nadas sucesivas, aquella de la que venimos y esa otra a la que entramos en el instante mismo en que venimos. Inventamos la duración del parpadeo, nos dejamos enredar por las poleas que se mueven para hacer creer que existe el tiempo, que hay algo en medio del vacío y de la nada que nos fueron otorgados”.


–¿Qué pasó con los otros cuadernos?
Xenia se volvió a mirarlo como si sólo en ese instante hubiera recordado que estaba acompañada. También hubo cosas en las que no quiso pensar.
–Los destruyó cuando sintió que le quedaba poco tiempo –siguió buscando en la libreta–. Me encanta esta parte. Escucha: “Lo único malo que Stendhal le ve al amor es que conduce al hábito de mentir”. Y esta otra, de Havellock Ellis: “El pudor de las mujeres tiende a desaparecer en el instante de la satisfacción sexual”. ¿Puedes creer? Como si los hombres fueran muy decorosos.
–Se hace tarde –dijo él–. ¿Te parece si pensamos en regresar a casa?
– ¡Ja! Mira este otro: “Tissot, un médico de Lausana, publicó en latín, en 1760, y en francés, en 1764, un tratado sobre el onanismo, donde lo califica como crimen o suicidio”. Y este otro, está bueno para Argonio: “En las penitencias de Teodoro, en el siglo VII, se prescribían cuarenta días de castigo al masturbador”.
Soltó una carcajada. Se volvió para ver si él se divertía de igual modo y agregó entre risas:
–Si hubiera nacido en el siglo VII, me habrían condenado a cadena perpetua.
Ahora la divertía el desconcierto de su sobrino. La incomodidad con que miraba a los que pasaban cerca, preguntándose si entenderían la lengua que ella hablaba.
–Lo siento –dijo con gesto que decía lo contrario–. Las multitudes me alborotan. Mejor nos vamos.
–¿Crees que se masturbaba? –dijo él, tratando de no quedarse atrás en la charla.
Ella siguió mirando la libreta:
–Autofilia, autoerastia... ¿Sabías que los elefantes se comprimen el pene con las patas traseras?, ¿que las cabras se practican a sí mismas la fellatio? ¿Sabías que entre los tamiles de Sri Lanka es tan difundida que se realizan torneos? Cuando leo la historia de Argonio me parece verlo, acopiando montones de datos inútiles, confiando en ponerlos en alguna de sus historias para salvarlos del olvido.
Decidieron levantarse y caminar a la estación.
–La primera vez que leí estos apuntes no me divertí tanto. Tiene algo de escabroso pensar en un muerto que se masturbaba, especialmente si el muerto es el padre de uno. Tiene algo de pernicioso imaginar aquello que lo excitaba, los frenesíes y estertores a los que se entregaba, la devoción y los gestos. Piensa uno todo eso sobre el muerto y lo siente más muerto, huele la podredumbre.
–No deja de ser raro si piensas esas cosas sobre alguien que está vivo –dijo él–. También se ve más muerto.


Fragmento de La risa del muerto.





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