Juan Gustavo Cobo Borda reseña
El más absurdo de todos los personajes,
en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República.
EL ABSURDO SE VUELVE PERSONAJE
Por Juan Gustavo Cobo Borda
A partir de una observación de Albert Camus en el sentido
de que el escritor es el más absurdo de los personajes, Gustavo Arango elabora
un recorrido personal por autores latinoamericanos que ponen al escritor como
figura decisiva de su ficción[1].
Tal es el caso de Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti, dos uruguayos
duchos en hacer de sí mismos seres oscilantes entre la realidad el sueño y
capaces de configurar orbes narrativos absolutos en sí mismos, como la vasta
saga que Onetti, a semejanza de su admirado William Faulkner, edificó en su
integridad y llamó Santa María. Una ciudad que bien pudo iniciarla en 1950 con La vida breve y mantenerla hasta 1974 en
Dejemos hablar Al viento. Su
interpósito inventor, Juan María Brausen, pensaba hacer un guion para cine y
terminó siendo el Dios que regía una urbe imaginaria con personajes como el escéptico
médico Días Grey, quien también se aburre y también sueña aventuras para
escapar a la monotonía de su vida. Este hecho de imaginar historias, que funden
los sucesos reales con las fantasías del insomnio, remite a pensadores como
Albert Camus y su reflexión sobre el absurdo en El mito de Sísifo y a los estudios de Paul Ricoeur y su
“hermenéutica fenomenológica” donde en la senda de Heidegger de como el ser se
constituye por medio del lenguaje, señala cómo es la narrativa la que en definitiva
constituye la identidad, no solo del narrador, sino también, quizá, del lector.
Porque es la narración la que termina por humanizar el
tiempo y recobra y añora esa pureza perdida que los agobiados personajes de
Onetti recuerdan, entre tantos propósitos fallidos y tantos proyectos
estancados, como aquel célebre que dio pie a El astillero, siempre con sus prostitutas cínicas y tiernas a las
vez y sus niñas imposibles que muestran como todo se mancha y naufraga en esa
vida en la cual adquirieron, según Onetti, “un sentido práctico hediondo”, como
señaló Eladio Linacero, el personaje de su primer libro, El pozo (1939).
Como lo dice Arango, “cuando leemos, no estamos leyendo
solamente textos, estamos leyendo personas, o mejor personajes, en el acto de
buscarse a sí mismo a través del lenguaje” (pag. 107).
Personajes que pueden ser a la vez tan activos
como pasivos. Padecen el mundo y sus categorías y les oponen sus tantas veces
perezosas, pero necesarias fantasmagorías para subsistir. Escapes, fugas,
donde, como el escritor, se aíslan, se encierran para comunicar mejor su
desaliento en un mundo que los margina y los hace sentir divorciados de su
propia vida, mientras allí fuera todos se muerden entre sí en pos del “logro
profesional y el ascenso social” (pág. 41).
Inventar historias. Contar historias. También lo hacen
Andrés Caicedo, Julio Cortázar, Juan Emar y Gabriel García Márquez, el cuarteto
complementario de estos dos uruguayos –Hernández y Onetti– a quienes escuchamos
mentir y fabular con deleite culpable y complicidad permisiva. Nos pueden
enfrentar a preguntas cruciales como la razón de ser del suicidio y los estéril
y absurdo de nuestro tránsito por la tierra. Pero, como lo señaló Gaston
Bachelard, con la pluma en la mano recobramos “la autobiografía de las posibilidades
perdidas, los sueños mismos. Que vivimos con placer lento. Allí se encuentra la
estética específica de la literatura. La literatura funciona como un
substituto. Le restituye a la vida sus posibilidades perdidas”.
Describir el fracaso, en muchos libros, lo que termina
por demostrar es la persistencia misma de la escritura, como en el caso de
Samuel Beckett, y rehacer, por lo menos, “una de las derrotas cotidianas”.
Tal como sucedió con Andrés Caicedo, quien luego del
triunfo que representó haber terminado Que
viva la música (1977) y al suicidio poco después de verla impresa, arrastró
antes la imposibilidad de su segunda propuesta narrativa Noche sin fortuna (remito a mi ensayo sobre esta misma incluido en Breviario arbitrario de literatura colombiana,
Bogotá, Taurus, 2011, págs. 223-230) donde ya siente que la facilidad de una
escritura manejada con soltura apenas si le concede oportunidad de exponerse, y
fundirse con sus personajes, llámese Danielito Bang o Solano Patiño y
experimentar el deleite morboso y sadomasoquista de ser devorado por Antígona,
la heroína-caníbal. Esa violencia, ese lenguaje coloquial, esa mezcla de
euforia proveniente de la droga y decepción y lástima, que expresa el padre por
su aparente inutilidad laboral, será también rechazado por el incesante ruido
de la máquina de escribir, ahogando los reproches, aunque ya no tenga tema que
tratar. El autor se convierte así en el personaje maldito, cuya heroína se hace
prostituta con deliberación, y al terminar suicidándose, al no querer vivir más
allá de los 25 años, edad en la que se inician la claudicación de las rebeldías
y la firmeza nihilista del rechazo al orden constituido, mostró lo fundamental
y absorbente que era la escritura para poder vivir.
Cortázar, por su parte, y a partir de la noción de figura
rompe la idea psicológica de la novela, y busca que sus personajes, como en Los premios (1960) “dibujan figuras y concepciones que
escapan a ellas mismas”. Como las constelaciones, por cierto, que en el cielo no
son conscientes de los muchos elementos que las integran y componen el dibujo
de su figura: no se pueden ver a sí mismas. Ya no hay la línea que lleva de la
causa al efecto, sino los múltiples vértices con que las estrellas terminan por
ser el arquero, la balanza o unos gemelos. Esa meta-escritura, que arranca de
la rayuela infantil y termina con la imposibilidad de acceder a un centro, que
permita un conocimiento cabal del mundo.
Finalmente, el sorprendente narrador chileno Juan Emar,
quien nos dejaría una novela póstuma en quince volúmenes, con la desaforada
libertad de las vanguardias, donde absurdo y fantasía se vuelven un solo
elemento, y Gabriel García Márquez, que en todas sus obras coloca escribientes
de cartas de amor y coroneles como Aureliano Buendía que incurren en poemas
como aquel del hombre que se extravió en
la lluvia o el veterano que aguarda la carta que nunca llega, apuntan hacia el
elemento final y complementario de esta pesquisa: el lector que descifra el
texto y se lee a sí mismo. Este sugerente recorrido que plantea Arango
concluye, entonces, con razón, en una amplia y hermosa página de Héctor Rojas
Herazo: “Todo lo que representa un triunfo de los sentidos sobre la muerte es
poético” (pág. 165). La única forma de no morir es escribir.
[1] Publicado en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco
de la República. Bogotá: Banco de la República. Vol. 48. No. 86 (2014).
No hay comentarios:
Publicar un comentario