Fragmento de "Un tal Cortázar'(1986)
A las cinco de la mañana el
dolor se hizo más agudo. Había dormido muy mal. Sentía dolor en el pecho y una
sensación de ahogo.
Aurora llamó a la
enfermera, quien le aplicó una inyección que lo calmó un poco. Amanecía, y esa
mañana de domingo era menos fría que las anteriores.
Cortázar pensó que, salvo
unos años y unas experiencias de más, el hombre que ahora se sentía desfallecer
en la habitación del Hospital Saint Lazare, era el mismo niño que en Banfield
se acostaba en el jardín a mirar las estrellas y a observar los animales.
Los animales siempre habían
ejercido en él una extraña fascinación. Le entusiasmaba y a la vez le aterraba
la completa incapacidad de comunicarse con esos seres que tenían vida propia y
una visión diferente de la realidad. Los gatos fueron sus preferidos; algunos
que pasaron por su vida llegaron hasta sus obras.
Recordó a Theodoro W.
Adorno, ese gato vagabundo que alguna vez llegó a su casa de campo en Saignon
y que terminó por marcharse por donde había venido. Flanelle fue una gata que
también llegó a formar parte del universo literario de Cortázar, era la gata
que él y Carol...
El recuerdo de Carol lo llenó
de tristeza. Fueron pocos años, pero a la vez muy intensos. Había pedido que,
si había que enterrarlo, lo llevaran a la tumba de Carol en el cementerio de
Montparnasse. Fue una forma de ese amor ideal que Cortázar había buscado desde
niño: ese amor que era juego, entrega, potenciación, crecimiento como
individuos y como pareja.
Recordó el viaje que
hicieron juntos por la autopista, el regreso a París, el viaje juntos a
Nicaragua y su recaída al volver a París. Cortázar había empezado a morirse con
la muerte de Carol y, al amanecer del domingo doce de febrero, aún no
terminaba.
Era inútil engañarse,
cuestión de días o tal vez horas y todo terminaría. Cortázar lo sabía muy bien
y procuraba no desesperarse, lo mejor era beber cada minuto hasta el último.
Como a las ocho de la
mañana llegó Luis Tomasello y Aurora, con un gesto, le hizo saber que Julio
estaba grave, que se moría. Ambos se acercaron a la cama para hablarle, pero él
los sacó del apuro diciéndoles lo bonito que estaba el día. Aurora y Luis fueron
a la ventana a ver esa extraña mañana soleada en pleno invierno, Cortázar se
quedó en la cama, callado y pensando, con algo como un nudo en la garganta por
la rabia que le daba lo que veía venir.
De pronto los pensamientos
perdían coherencia. Pensó en Rayuela y en Oliveira, su alter-ego. Aunque el
final de Rayuela era abierto y le daba al lector la posibilidad de decidir si
Oliveira muere o no, Cortázar nunca había creído que Oliveira se matara. Pero
no había hablado mucho del asunto, prefería respetar la interpretación que cada
lector le diera a su novela.
Detrás de la enfermera como
la señorita Cora, entró el médico. Saludó. Le realizó un breve examen.
Recordó que en sus años de
buen porteño había sido hincha del River Plate; aunque sus deportes preferidos
fueron siempre los individuales, en especial el boxeo, esa metáfora de la vida
en la que dos deportistas, solos, medían sus fuerzas. Algo como lo que ahora
sucedía. La vida, que por muchos años había estado ganando la pelea, se veía de
pronto acorralada y lastimada por los golpes cada vez más fuertes de su
adversario.
El médico llamó a Aurora y
a Luis fuera del cuarto. Por la ventana se veían los edificios antiguos de
París, esa ciudad que para Cortázar significaba tanto o más que el mismo Buenos
Aires.
Volvieron con la enfermera
y, como quien consuela a un niño, le dijeron que le aplicaría una inyección
para que no le volviera a doler.
Aurora había ocupado
también un papel importante en su vida. Fue su compañera de los primeros años
en París. Con ella fue descubriendo ese mundo que antes, en Buenos Aires, era
para ellos un simple sueño, una referencia a una vida más plena, lejos del
mundo estrecho de la Argentina. Ahora ella lo cuidaba como a un hijo.
Se volvieron hacia la
ventana y a Cortázar le pareció advertir que Aurora Bernárdez y Luis Tomasello
se miraban a los ojos en el reflejo del cristal de la ventana, se miraban como
dos niños que acaban de cometer una fechoría y se sienten responsables de algo
grave.
Preguntó la hora. Eran las
diez de la mañana. Recordó algo que había escrito alguna vez; era un artículo
sobre sus pianistas preferidos. En ese momento le hubiera gustado escuchar el
solo de piano de Earl Hines, pero sabía que no iba a ser posible. Sería una
necedad pedir escuchar un disco esa mañana del doce de febrero de mil
novecientos ochenta y cuatro, en una habitación del hospital Saint Lazare.
Quedaba un recurso. Desde
muy joven le venía su gusto por el jazz; muchas veces, en algún avión, en una
habitación de hotel, había sentido la necesidad de escuchar algún tema y, al no
tener la grabación, se concentraba, cerraba los ojos y lentamente la memoria lo
devolvía al tema deseado.
Y de golpe, con una
desapasionada perfección, Earl Hines proponía la primera variación de ‘I ain’t
got nobody’. Sabía que alrededor suyo el mundo seguía. Aquí la cama, allá
Aurora y Luis, más allá la ventana, París. Pero lentamente se olvidaba de todo
eso y sólo existía el tema tantas veces escuchando en su vida. Tal vez por la
inyección o por la música, que la memoria le devolvía con mayor nitidez, el
dolor en el corazón era menos fuerte. Le pareció escuchar algo como un sollozo,
de Aurora tal vez, pero de inmediato Earl Hines dominó su atención con esas
caricias nerviosas. I ain’t got nobody en la espalda, en los hombros, los
dedos, el cuello, las uñas, el pelo. I ain’t got nobody, and nobody
cares for me. Nadie se ocupaba de él. Porque
aunque estaban cerca, para ellos era como si se fuera quedando dormido. Para
él, era dejarse llevar, por Earl Hines y el teclado marfil de su piano, a otro
teclado, el de esa máquina de escribir que guarda silencio en un apartamento de
la Rué Martel, esperando en vano el regreso de su dueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario