Un texto de Wenceslao Triana
Marzo 6 de 2002
Jorge Luis Borges
Mejor
no les explico como vine a parar el viernes pasado a la misma mesa donde estaba
el escritor argentino Ricardo Piglia. Que baste con saber que la vida tiene sus
vueltas raras y que uno puede terminar sentado en las mesas más insospechadas.
Fue en un restaurante de Princeton, esa ciudad austera y clásica –que ni
siquiera parece gringa– donde una larga tradición universitaria ha visto genios
tan diversos como Albert Einstein, T. S Eliot, Hermann Broch o John Forbes
Nash, a quien una película reciente ha puesto en primer plano.
Puedo
decir que Piglia es uno de los grandes escritores argentinos del momento. Una
vez convencidos de que ni Borges, ni Cortázar, ni Bioy Casares eran eternos, le
ha llegado el turno a nuevas generaciones que ya no son tan nuevas después de
todo, que ya hasta peinan canas y pueden soportar con estoicismo ese equívoco
supremo que es el reconocimiento.
Piglia
ha escrito “Respiración artificial”, “La ciudad ausente” y “Plata quemada”,
entre muchos otros libros, pero una prueba de su grandeza la dio el viernes
pasado al no hablar de sí mismo ni un momento y, en cambio, dedicarse a hablar
de uno de sus maestros, del maestro de todos, de ése al que deberían canonizar
como el santo de los literatos.
Piglia
era estudiante de la Universidad de la Plata, su ciudad natal, cuando conoció a
Borges. Cómo él y un grupo de amigos eran los que tenían las iniciativas,
consiguieron dinero para invitar a Borges a dar una conferencia.
Ricardo Piglia
El
primer contacto fue por teléfono. Cómo está, maestro, mi nombre es este y este,
lo llamo a esto y esto. Borges contribuyó a la charla con una anécdota de
infancia. Un día fue a visitar a su padre un poeta de La Plata cuyo nombre no
recuerdo –hubo vino aquella noche en esa mesa–. Cómo era la hora de la siesta,
y la siesta del padre de Borges era sagrada, le dijeron al poeta que volviera
un poco más tarde. Pero el poeta insistió y al final no hubo otra opción que
despertar al señor de la casa. Al día siguiente el poeta se suicidó.
Pero
volvamos a la historia principal. Cuando Piglia le dijo a Borges la cantidad
que pensaban ofrecerle por la conferencia (algo así como ochocientos dólares de
hoy), Borges dijo que no, que era imposible, que por esa suma no. Un silencio
en la línea del teléfono contribuyó a crear el suspenso necesario: “Mejor les
doy la conferencia por la mitad de ese dinero”.
Piglia
no olvida la sonrisa de Borges cuando terminó la conferencia, le estrechó la
mano y le dijo, cómplice, divertido: “Buena la rebaja que conseguí, ¿cierto?”
La
anécdota ocurrió hace cuarenta años y Piglia jamás ha podido olvidarla.
Recuerda el silencio en el teléfono, la sensación que tuvo de estar ofreciendo
poco y la posterior sorpresa. Se ha pasado la vida tratando de entender esa
actitud y ha llegado a una conclusión, donde expresa por igual cariño e
indignación como la que inspira la travesura de un niño: “Ese hombre era capaz
de perder cuatrocientos dólares con tal de crear una anécdota que lo hiciera
inolvidable. Me ha obligado a contar esta historia toda mi vida”.
Entre
los que aman la literatura, contar historias de Borges es una de las
actividades más amenas y divertidas que existen. Aquella noche en Princeton
empezaron a aparecer testimonios desde todos los rincones de la mesa. Todos
geniales, todos brillantes. Todos dignos de ser reproducidos, como esta hermosa
historia que Borges sigue contando por medio de quienes volvemos a contarla.
Marzo 6 del 2002
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