Texto publicado en El
Universal de Cartagena,
bajo el seudónimo de Wenceslao Triana.
Febrero 18 de 1998.
Has
venido a buscar mi consejo cuando no lo necesitas. Pero el miedo te acorrala
cuando faltan dos páginas y quizá pueda servirte para algo que te diga muchas
cosas que ya sabes de la rara devoción que te ha hecho preferir la soledad y la
fatiga.
Tú mismo has sido tu maestro a lo largo
de este lustro que ocupaste en crear esa historia de vacío y estupor. Te
moviste por terrenos inciertos, muchas veces creíste comprender lo que tenías
entre manos para caer nuevamente en la confusión. Viste con asombro e
impotencia la forma como esa historia se extendía y encogía, sometida a
fluctuaciones inexplicables. Obligaste a ese esclavo extenuado que eras a sacar
fuerzas de la nada para seguir escribiendo más allá de la medianoche, más allá
de la conciencia y la esperanza. Soñabas y pensabas tu novela hasta llegar a
hacer de ella tu más íntima y secreta compañía. Ahora te falta el valor para
acabarla, porque sabes –con razón– que al poner punto final serás huérfano de
ella.
Sería fácil –y quizá necesario– recordarte
que no estás obligado a terminarla, que esas dos páginas que faltan bien
podrían ser dos mil o más (con sólo unos leves cambios en el plan de trabajo) y
que así tendrías novela para rato.
Muchas veces pensé –y sigo pensando– que
el libro ideal es aquel que puede escribirse durante toda la vida, aquel al que
día a día pueden agregársele episodios y que puede darse por terminado en
cualquier instante. Concebí una historia a la que solo había que escribirle el
comienzo y el final, para luego ir llenando el espacio entre ambos durante el
resto de la vida.
Pero sé que te irrito hablándote de eso.
Con todo y lo libre que te hace ser autor de una novela que no aspira a ser
vendida, ni elogiada, ni figurar en listas de best
sellers, tienes la servidumbre del que aspira –al menos– a mostrar a sus
amigos, a sus parientes sensibles, un fruto de los dones recibidos.
Sucumbes incluso –más te valdría
perseguir el éxito y la fama– a la delirante egolatría de soñar con lectores
después de que tu vida se extinga.
Desde ya estás pensando en quitarle a tu
familia y a tu vida (como antes les quitaste tiempo y energía), el dinero
necesario para editar ese libro que esperas que te redima.
No te critico. También habría hecho lo
mismo que tú si alguna vez me hubiera visto envuelto en una historia tan
obsesiva y persistente que me obligara a escribirla. A pesar de mis
limitaciones –quizá mayores que las tuyas– también habría emprendido, como tú,
una tarea superior a mis fuerzas y mi entendimiento, porque –como dijo un
innombrable– uno no escribe como quiere sino como puede.
Tampoco censuro –por el contrario, la
admiro como se admira una hermosa forma de la locura– la pertinacia que te ha
hecho vencer tantos obstáculos y desalientos. Envidio esa abnegación con que
asumiste la tarea que expresó con tanto tino Zbigniew Herbert: “Te salvaste/no
para vivir/tienes poco tiempo/has de dar el testimonio”.
Pero oye muy bien este consejo que te
doy: si al fin te decides a escribir esas dos páginas, si después de todo
decides arrojar al mundo tu novela, no esperes nada de ella. Porque ya te ha
dado lo que podía darte.
Y otro más: sin preguntarte por qué o
para qué, debes seguir. Escribir es una de las formas más bellas y sublimes de
morir.
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