miércoles, 25 de septiembre de 2013

La esperanza inútil de los gatos verdes

Un viejo texto de Wenceslao Triana


Suele suceder que los artistas tengan la opinión de que su arte les gana por kilómetros a todas las otras artes. 
Basta preguntarle a uno que pinta, cuáles son las ventajas de lo que hace para que explique largamente por qué cree que nada supera las posibilidades del color, del contacto directo con la forma, con la materia en estado puro que concede la pintura.
Lo mismo ocurriría con los músicos. Esgrimirían opiniones ilustres, que sitúan a la música como el arte supremo, aquel que supera las limitaciones de la forma y el lenguaje para emprender sus búsquedas en las esferas más sutiles de la experiencia humana.
En medio de esa convención de exquisiteces, resulta particularmente notoria la inferioridad de una de las artes más arrogantes y ruidosas, aquella que suele atribuirse a sí misma la virtud de superar y explicar a todas las demás: la vieja y gruñona literatura.
La literatura puede ser considerada la más conservadora de las artes. Obligada a depender de las palabras, de ese artefacto de uso diario con que se suscriben contratos, se ordenan muertes o se hacen listas de mercado, la literatura está irremediablemente contagiada con la mezquindad humana.
La literatura es una de las artes menos libres que existen. Mientras la pintura ha conquistado hace tiempo libertades como la de alterar dimensiones o la de escapar hacia lo abstracto, la pobre literatura sigue atada a convenciones, a lo que se puede y no se puede. Basta pensar en el escarnio a que se somete el artista que procura incluir en sus escritos expresiones que se consideran incorrectas, para entender las tristes batallas a que se debe enfrentar los que eligieron la escritura.
Salvo en la poesía (no en toda) y en muy contadas prosas, la literatura está lejos de alcanzar la libertad de lo abstracto o la elasticidad de las formas. Cuando leemos una descripción, los lectores esperamos que sea precisa, consecuente, histórica. No admitimos que un personaje de nuestro tiempo lleve un escudo y una espada en las manos, a menos que el autor haya propuesto juegos de ese tipo desde el principio.
En un país como el nuestro, cada lector está refinadamente educado —aun el que sólo leyó lo que le obligaron a leer en el colegio— para encontrar errores en lo que lee. Leemos contra los autores, estamos a la caza de sus errores, de sus inconsistencias, de su incapacidad para describir a alguien o desarrollar una escena.
Y los pobres autores caen en la trampa de esa vigilancia. Alentados por el canto de sirena de la fama, por esa forma del arribismo que es la búsqueda del reconocimiento, pasan sus vidas aprendiendo a usar el lenguaje correctamente. Dedican tortuosas jornadas a refinar sus talentos como cortesanas. Ser escritor es casi siempre ser sumiso, a pesar de la idea que suele venderse de que los escritores son gente crítica. Ningún arte está tan ideológicamente contaminado como la literatura. Su materia es la materia de las mentiras diarias.
Por eso me aburro o me deprimo tanto cuando leo casi todos los textos literarios que caen a mis manos. Son pocas las novelas, los cuentos o poemas que me dan emociones sinceras. Veo los lamentables forcejeos del pobre escritor de turno, en la celda asfixiante de las convenciones literarias, su empeño por encontrar originalidad donde no puede ser hallada y pienso en lo sencillo que todo sería si la gente que escribe dejara de ser tan abnegada y escuchara y transmitiera, sin soberbia, sin pretender ser genial, los colores y ritmos que pueblan su cabeza, esa multitud sombría y sigilosa que espera que el artista se apiade y se dedique a reflejarla.

El Universal, Cartagena. Septiembre 12 del 2001






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