Suele suceder que los artistas tengan la opinión de que su arte les gana por
kilómetros a todas las otras artes.
Basta preguntarle a uno que pinta, cuáles son las ventajas de lo que hace
para que explique largamente por qué cree que nada supera las posibilidades del
color, del contacto directo con la forma, con la materia en estado puro que
concede la pintura.
Lo mismo ocurriría con los músicos. Esgrimirían opiniones ilustres, que
sitúan a la música como el arte supremo, aquel que supera las limitaciones de
la forma y el lenguaje para emprender sus búsquedas en las esferas más sutiles
de la experiencia humana.
En medio de esa convención de exquisiteces, resulta particularmente notoria
la inferioridad de una de las artes más arrogantes y ruidosas, aquella que
suele atribuirse a sí misma la virtud de superar y explicar a todas las demás:
la vieja y gruñona literatura.
La literatura puede ser considerada la más conservadora de las artes.
Obligada a depender de las palabras, de ese artefacto de uso diario con que se
suscriben contratos, se ordenan muertes o se hacen listas de mercado, la
literatura está irremediablemente contagiada con la mezquindad humana.
La literatura es una de las artes menos libres que existen. Mientras la
pintura ha conquistado hace tiempo libertades como la de alterar dimensiones o
la de escapar hacia lo abstracto, la pobre literatura sigue atada a
convenciones, a lo que se puede y no se puede. Basta pensar en el escarnio a
que se somete el artista que procura incluir en sus escritos expresiones que se
consideran incorrectas, para entender las tristes batallas a que se debe
enfrentar los que eligieron la escritura.
Salvo en la poesía (no en toda) y en muy contadas prosas, la literatura
está lejos de alcanzar la libertad de lo abstracto o la elasticidad de las
formas. Cuando leemos una descripción, los lectores esperamos que sea precisa,
consecuente, histórica. No admitimos que un personaje de nuestro tiempo lleve
un escudo y una espada en las manos, a menos que el autor haya propuesto juegos
de ese tipo desde el principio.
En un país como el nuestro, cada lector está refinadamente educado —aun el
que sólo leyó lo que le obligaron a leer en el colegio— para encontrar
errores en lo que lee. Leemos contra los autores, estamos a la caza de sus
errores, de sus inconsistencias, de su incapacidad para describir a alguien o
desarrollar una escena.
Y los pobres autores caen en la trampa de esa vigilancia. Alentados por el
canto de sirena de la fama, por esa forma del arribismo que es la búsqueda del
reconocimiento, pasan sus vidas aprendiendo a usar el lenguaje correctamente.
Dedican tortuosas jornadas a refinar sus talentos como cortesanas. Ser escritor
es casi siempre ser sumiso, a pesar de la idea que suele venderse de que los
escritores son gente crítica. Ningún arte está tan ideológicamente contaminado
como la literatura. Su materia es la materia de las mentiras diarias.
Por eso me aburro o me deprimo tanto cuando leo casi todos los textos
literarios que caen a mis manos. Son pocas las novelas, los cuentos o poemas
que me dan emociones sinceras. Veo los lamentables forcejeos del pobre escritor
de turno, en la celda asfixiante de las convenciones literarias, su empeño por
encontrar originalidad donde no puede ser hallada y pienso en lo sencillo que
todo sería si la gente que escribe dejara de ser tan abnegada y escuchara y
transmitiera, sin soberbia, sin pretender ser genial, los colores y ritmos que
pueblan su cabeza, esa multitud sombría y sigilosa que espera que el artista se
apiade y se dedique a reflejarla.
El Universal, Cartagena. Septiembre 12 del 2001
No hay comentarios:
Publicar un comentario