jueves, 26 de septiembre de 2013

La multitud secreta

Palabras de recepción del
Premio Internacional de Novela Marcio Veloz Maggiolo


Nueva York, diciembre 13 de 2002.

Por Gustavo Arango

Desde el momento en que recibí la noticia de que había ganado el Premio Internacional de Novela Marcio Veloz Maggiolo, he vivido unas semanas de intensa reflexión sobre el significado de la literatura y sobre el papel del español en los Estados Unidos.
Confieso que la primera reacción fue menos reflexiva. No creo cometer una imprudencia si confieso que al recibir la noticia sentí una dicha casi infantil y hasta creo que di saltos de alegría.
La literatura es un vicio que adquirí casi desde niño. De todas las definiciones que ha recibido: vocación, oficio, tarea, prefiero la que dio uno de mis maestros, el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti, quien dijo que la literatura es un vicio, una dulce condenación.
Puedo decir, sin abundar en detalles, que ese vicio me ha salvado la vida y la ha llenado de sentido. Escribiendo he llorado, he reído, he amado, he sido libre, he muerto y he resucitado. Pero quizá lo más importante es que la literatura ha convertido mi tendencia a la soledad en un camino que conduce hacia otros seres humanos. La literatura es un universo lleno de paradojas. Quien escribe, suele buscar el silencio y la soledad para comunicarse con los demás.
Escribí “La risa del muerto” sintiendo la presencia de muchos muertos queridos. Pienso en parientes, en amigos, incluso en escritores a quienes sólo conocí a través de libros. Siento que he escrito una novela sobre las huellas que otros seres dejan en nuestras vidas, sobre la forma como siguen vivos en nosotros.
Pienso que un escritor no necesita ser una figura pública para entrar en contacto con su tiempo y con su cultura. El único compromiso, como me lo han enseñado mis maestros, consiste en tratar de escribir lo mejor posible. Lo que hay para decir debe estar en los libros. Momentos como éste son excepcionales. Representan el aliento, el estímulo que a veces hace falta para no desfallecer.
Personalmente pienso que resulta un privilegio ser alguien que escribe literatura en español hoy en día en los Estados Unidos. Como profesor de español y de literatura latinoamericana en las universidades de Rutgers y Princeton, vivo constantemente el hecho de que nuestra lengua es una presencia vigorosa en esta sociedad.
Demográficamente, los Estados Unidos es uno de los cinco países donde más personas hablan el español. Esa lengua de conquistadores y conquistados, esa lengua de inconformes que buscan siempre una vida distinta, esa amalgama donde conviven el latín y el griego, el árabe, el hebreo, el cartaginés, cientos de otras lenguas africanas e indígenas, el fenicio y hasta el mismo inglés, ha ido ganando con los años una posición y un respeto que eran difícilmente previsibles hace algunas décadas. El contacto permanente con el inglés y con diversas variedades del español, hace que cada uno de nosotros sea muy consciente de su identidad lingüística. Nuestra experiencia diaria está llena de reflexiones sobre el lenguaje. Una inmensa variedad de culturas dialoga a través de esa lengua universal.
En ese contexto, recibir un premio de novela en español, convocado en la ciudad de Nueva York, es un honor que llevaré con orgullo toda mi vida. Felicito a los organizadores del concurso, a la Casa de la Cultura Dominicana, por esa invaluable tarea dignificadora de una lengua y muchos pueblos. Convocatorias como ésta hacen que seamos cada vez menos un estereotipo y cada vez más una presencia viva en la sociedad.
Agradezco muy especialmente a los miembros del jurado la generosidad con que han valorado mi novela.
Una de las grandes paradojas de la literatura radica en que, a pesar de la soledad de su  ejecución, siempre es el reflejo de una colectividad. Toda novela es una multitud que dialoga. Si quisiera nombrar a todas las personas con quienes me siento agradecido, la lista sería larguísima. Quiero dedicar mi novela y esta distinción a toda esa multitud que me acompaña. Pero especialmente a dos niños, a mis hijos Mateo y Valentina, por llenarme día a día de motivos para seguir viviendo y escribiendo, dos cosas que en mí siempre han sido lo mismo.





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