Dibujo de G. K. Chesterton. British Library.
No esperaba encontrarlo y era evidente que tampoco él
esperaba que nos encontráramos. Se le notaba la prisa, las ganas o la necesidad
de estar en otro lado, escribiendo, haciendo lo suyo. Pero no tuvo valor para
despedirnos.
Nos condujo a una sala. La mujer se sentó a su lado en el
sofá. Yo me senté al otro lado de la mesa, sin saber qué decir, qué preguntar.
Todo lo que se me ocurriera parecía tonto, inoportuno. Nunca pensé lo que le
diría porque nunca imaginé que lo vería.
Ella aprovechó la oportunidad para preguntar. Se lanzó
decidida a hacer la entrevista. Yo miraba todo aquello con una suerte de
parálisis. Pensé que era yo quien debía hacer las preguntas, que años y años de
leerlo me daban autoridad, pero seguí en silencio, llegué a marcharme antes de
que en efecto nos marcháramos. Ni siquiera recuerdo los pormenores de la
despedida.
Al salir a la calle todo estaba cubierto por la nieve. Al
abrir la puerta del auto, también su interior estaba lleno de nieve. He
olvidado si aquel hallazgo improbable lo hice al salir de la entrevista o al
otro día, cuando ocurrió el contratiempo con los bandidos.
Aquella vez el peligro era inminente. Venían a matarnos
y, antes de que llegaran, yo procuraba esconder el dinero y esconderme yo
mismo. Con el dinero hice la de Poe. Dejé el sobre encima de la mesa, junto con
otros sobres de cuentas por pagar. Conmigo busqué un cuartito discreto y
concebí una pared de doble fondo. Allí podría esconderme hasta que el peligro
se hubiera disipado.
De "Nocturnos lemures"
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