miércoles, 28 de noviembre de 2012

El país de los árboles locos

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Sobre la novela:

    El país de los árboles locos es la historia de un hombre que está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella o dónde encontrarla. La única manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros le da sentido a su vida a medida que la vive.
  El país de los árboles locos es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. Es una novela de viajes y, en cierto modo, es un homenaje a Julio Verne. Pero también es una historia de amor.
   Al final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea), aparecen parientes y amigos que le abrieron al autor las puertas del mundo y de la imaginación


Reseñas:


El país de los árboles locos:
Sobre el viajero absurdo y la incertidumbre de su deseo

Nadia Celis Salgado
Department of Romance Languages
Bowdoin College



Amor y dolor existencial en El país de los árboles locos,
de Gustavo Arango

Erasmo Hernández González
I.E.S. Luis Carrillo de Sotomayor, de Baena (Córdoba)




El escritor Gustavo Arango habla de su última novela
"Cuando quiero novedades las busco en el pasado"


Una entrevista de John Junieles Acosta, a propósito de la presentación
en Cartagena de  El país de los árboles locos


  Hay plantas que crecen en lugares inhóspitos, como en los tejados de las casas, donde precisan sólo de una reducida sombra de polvo para seguir insistiendo. Más extrañas aún son las que vemos colgando de los cables de luz eléctrica, y que sobreviven de los nutrientes del aire, o de lo que lleva el viento a su paso.
  Es posible imaginarse que esas plantas han aprendido a vivir con poco, hasta el punto de que ese poco, llega el día en que parece demasiado para ellas. 
  Algún día esas plantas fueron de la tierra, y la tierra de ellas, pero su curiosidad, o fuerzas incomprensibles operaron sobre ellas, e impusieron, o despertaron, una necesidad de búsqueda.
  Imagino –tal vez sin acierto–, que los escritores en el exilio, como estas plantas aéreas, ejercen una nostalgia de orígenes, que es dolor y alimento. Exilio, esa palabra extraña, hija de los aeropuertos y estaciones de autobuses y trenes, que se duerme con la canción de cuna de las sirenas de los barcos.
  Pero hay formas imperceptibles de exilio: abrir un libro y transportarse a la Florencia de Boccacio, cerrar los ojos mientras se escucha la música de esferas de Bach, o ese mongol que fatiga la estepa en su caballo (casi olemos el sudor del animal) frente a la fotografía que los eterniza a ambos. Cruzar las fronteras de la imaginación es también, sobre todo, un ejercicio de exilio (y de estilo, diría jugando Cabrera Infante).

  Gustavo Arango es un exiliado en muchos sentidos (vive hace mucho años en Estados Unidos, actualmente es profesor de Oneonta College, de la State University of New York) pero hay un tipo de exilio que causa más curiosidad todavía: es un exiliado de los "temas hamburguesa" de la literatura colombiana (y latinoamericana) de hoy, sus novelas y cuentos todavía no han sido empacados y etiquetados por las editoriales masivas.
Arango es autor de Un tal Cortázar (reportaje), Bajas pasiones (cuentos), Su última palabra fue silencio (cuentos), Retratos (reportajes), Un ramo de Nomeolvides (reportaje sobre las vivencias y aprendizaje de García Márquez en el diario El Universal de Cartagena), La risa del muerto (Premio Internacional de Novela de la Casa Dominicana de Nueva York), y Criatura perdida (novela).
  
Hace poco en Francia apareció la Antología de cuentos colombianos del siglo XX, de la escritora y crítica literaria Christiane Laffite, Maitre de Conferences en la Universidad de París Sorbona. En esa antología hay un cuento suyo, El intruso.

  Todo escritor funda gran parte de su literatura en la autobiografía, toda obra es una reescritura, o un deja vu distorsionado de la memoria. Gustavo Arango no escapa a esto, sin embargo, hay un pudor y un silencio natural que busca arropar el origen biográfico de sus invenciones.

  Esta entrevista que nos ha concedido, es una invitación a volver del exilio de las fronteras inútiles, y del universo personal del creador.

Usted hace parte de la denominada diáspora de escritores colombianos, ¿en qué medida esa situación condiciona o influye en su trabajo? ¿El exilio ha modificado su percepción creadora?

— La palabra exilio se ha llenado con el tiempo de sentidos nuevos. En cierto modo ha perdido la connotación de castigo que solía tener y, hoy en día, podría decirse que es un privilegio. Muchos de los que estamos fuera de Colombia hemos salido impulsados por fenómenos económicos o sociales que no se parecen en nada a los destierros a la manera de Ovidio o, para no ir muy lejos, de los escritores latinoamericanos de los años setenta. En tiempos en que la mayor parte de la población de un país quiere o necesita marcharse, el exiliado es algo así como el sobreviviente de un naufragio.
No quiero decir que no haya amenazas detrás de quienes abandonamos el país. Las amenazas existen, muchas veces he pensado que de no haber salido primero de Medellín y luego de Colombia, las probabilidades de estar muerto serían mucho mayores, pero es más significativa la sensación de haber conquistado nuevas perspectivas, cierta independencia y, en cuanto a la creación literaria, una mayor libertad creativa.
Cuando vivía en Colombia me sentía en cierta forma un exiliado interior. Ninguno de los textos literarios que escribí allá (una novela, dos libros de cuentos) están situados en espacios colombianos. Rara vez los lugares donde transcurren mis historias tienen un nombre. Vivir fuera de Colombia me ha servido para corroborar que la nacionalidad puede ser otra forma de la alienación.

¿Cuáles han sido sus recientes descubrimientos personales como lector, no sólo en materia literaria, y por qué su interés y valoración?

— Cuando quiero novedades las busco en el pasado. Creo, como dice el Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el sol. Soy un convencido de que la gran mayoría de las innovaciones en literatura pueden ser halladas en épocas como el siglo de oro español.
Nada de lo que se ofreció como nuevo en las últimas décadas ha sido de verdad tan nuevo. Mucho de lo que hoy en día aparece promovido por la prensa está muy por debajo de lo que se hizo en literatura siglos atrás. Como decía el inevitable Borges: "Ochenta años de olvido equivalen, tal vez, a la novedad".
Por eso mis hallazgos literarios suelen parecerse al descubrimiento del agua tibia. Llevo varios años fascinado con una escritora mexicana del siglo XVII, llamada Juana de Asbaje. Plutarco puede ser suficiente lectura para muchos años. Siempre me gusta escarbar en tiendas de libros de segunda y anticuarios, allí es donde suelo hacer los mejores hallazgos. Pero si me obligaran a mencionar un contemporáneo, hablaría de David Markson, el autor de Wittgestein’s Mistress y Vanishing Point, para los amantes de los chismes literarios sus obras son manjares.

En relación con lo anterior, ¿cuáles han sido las lecturas que han sobrevivido al tiempo, y cuya relectura se ha convertido en una necesidad?

— Hay un libro que necesito leer cada cierto tiempo, se trata de Ortodoxia de Gilbert K. Chesterton. Pienso que sigue siendo un libro válido para entender nuestro mundo actual y para identificar las mentiras que lo constituyen, también para descubrir que casi nunca aquello que parece rebeldía constituye una verdadera rebeldía.
Tampoco me canso de leer a Juan Carlos Onetti, especialmente El astillero. Siempre que leo ese libro pienso que estoy frente a una obra que durará siglos. La razón parece obvia: dura más la ruina que el edificio. Otro libro de poesía que me reconforta es Cosmos, de Carl Sagan.

La literatura colombiana de hoy tiene varias corrientes temáticas o expresivas reconocibles, a veces por sus influencias. ¿Cuál es su opinión sobre esas tendencias, ha identificado alguna, o algunas, desde su perspectiva?

— Debo confesar que no leo mucha literatura contemporánea, aunque sí me entero a veces de los ires y venires de los escritores, de sus asociaciones y rivalidades.
Otra ventaja del exilio es que uno no tiene que sumarse a ningún bando ni pedir demasiados permisos para escribir sus tonterías. A pesar de que enseño literatura latinoamericana, he tenido la suerte de trabajar con períodos en los que ya las pasiones se han sosegado.
Mi impresión general es que hoy en día en Colombia son más los herederos de Andrés Caicedo que los de García Márquez. Sé que hay una corriente exitosa que emplea los personajes y situaciones de la violencia contemporánea: los narcotraficantes, los sicarios, los guerrilleros, los paramilitares. Supongo que esa corriente es heredera del realismo social y que, como su antecesor, no tiene un lugar preciso entre la denuncia y la apología.
Por mi parte pienso que no hay que rendirles tanta pleitesía a los criminales. Un matón no es un héroe, es una enfermedad.
Sé también que Colombia ha entrado en la moda de fabricar escritores como figuras del espectáculo, donde interesa más la pose que lo escrito. Todo eso es entretenido y no veo que sea demasiado reprochable. Un país teleadicto como el nuestro necesita ese tipo de celebridades. Por la calidad de la literatura no hay que preocuparse, muchas obras buenas ya fueron escritas y la vida no nos va a alcanzar para leerlas.

¿Qué temas o preocupaciones cree que son una constante en su obra creativa, y qué raíces u orígenes intuye o reconoce?

— Puedo hacer una breve lista de temas que me obsesionan y están en todo lo que escribo: la soledad, el silencio, la brevedad de la vida frente a la inmensidad de la nada, la incapacidad que tenemos para entender el universo, el absurdo y el sinsentido.
Creo que el origen de todo eso está en haber tenido desde niño una vida muy al margen de las relaciones personales. Las estrellas eran más importantes que los vecinos.
Por eso mis historias son casi siempre vagas, imprecisas, abstractas, tratando de agarrar al mismo tiempo el instante y la eternidad. Mi primera novela, Criatura perdida, habla de un hombre que viaja de ciudad en ciudad y todos los lugares a los que llega se van quedando desiertos, la gente desaparece hasta que él se queda solo.
La risa del muerto, mi segunda novela, habla de las huellas que las personas dejan después de morir, del paulatino borrarse de nuestros gestos y nuestras obras. Cada libro ha sido una experiencia distinta. Criatura perdida me tomó cinco años de escritura muy dificultosa, llena de interrupciones, de obligaciones que me alejaban. Fue una obsesión que se mantuvo viva por mucho tiempo. A veces me impuse la tarea de transcribir a mano lo que llevaba escrito para recuperar el tono del libro.
Con La risa del muerto ocurrió algo distinto. Un día me puse a revisar los cuadernos que he venido llenando desde hace veinte años y descubrí que allí estaba la novela casi lista. Me tomó mes y medio organizar los textos y darle una forma final al libro. Para mí ha sido una cosa rara que la novela ganara un premio aquí en Nueva York.
Comparto la opinión de mi madre cuando la leyó: "No me explico que le vio el jurado a eso tan enredado".
Nunca he creído que mis libros lleguen a ser populares. Pero confío en que circularán por un tiempo de mano en mano.

¿Cuál ha sido la semilla, o el detonante, de alguno de sus libros?

— En los últimos años mi manera de escribir ha cambiado. Antes me preocupaba si pasaba mucho tiempo sin escribir, pensaba que algo andaba mal. Ahora sé que pueden transcurrir meses y años, que puedo leer y hacer otras cosas, porque cuando llegue un tema que de verdad me apasione me sentaré a escribir con todas las ganas. Así he escrito las últimas cuatro novelas. Tres de ellas las he reunido en un libro que he titulado Tríptico de la tristeza. Están inéditas y espero que un editor o algún jurado se "equivoquen".
Una de ellas, Confieso que he matado, surgió a partir de una obsesión con el poema de Sor Juana, Primero sueño. Otra, Oscuridad variable, es un relato construido a partir de seis fotografías. La tercera, El origen del mundo, tiene su origen en el cuadro de Courbet con ese título.

¿Qué puede comentarles a los lectores sobre El país de los árboles locos, su último trabajo?

— El país de los árboles locos es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. De hecho, al final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea), aparecen mis amigos Juan Carlos Pérez y Gustavo Colorado. Es otra historia de viaje. En cierto modo es un homenaje a Julio Verne, uno de mis autores preferidos cuando niño. Pero también es una historia de amor.
El país de los árboles locos es la historia de un hombre que está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella. La única manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros le da sentido a su vida a medida que la vive.
Creo que de todos los libros que he escrito éste es el que tiene más posibilidades de llegarles a muchos lectores. Después de nueve libros empiezo a escribir desenredado.

El cine y la televisión son factores influyentes a la hora de estudiar posibilidades creativas en los creadores actuales. ¿Qué significa para usted lo audiovisual?
— Muchas de mis influencias creativas son audiovisuales. Soy tan heredero de Cortázar o de Borges, como de la serie Dimensión desconocida.
El absurdo lo aprendí tanto de Beckett como del Superagente 86. Por cierto, me parecieron fascinantes los efectos que produjo en Colombia la muerte del protagonista de esa serie. Creo que en ningún otro país del mundo la noticia ocupó tantas primeras páginas de periódicos y hasta comentarios editoriales. Eso revela más de los colombianos como nación que cualquier estudio sociológico.
Como les sucede a muchos, mi vida está marcada por las películas o series de televisión que he ido viendo a medida que vivía. La película más hermosa que he visto es Cartas de un hombre muerto (también está en la bibliografía de El país de los árboles locos). Ahora no me pierdo un capítulo de la serie Monk, pienso que esa serie es una celebración de los actos de leer e interpretar.
Todas esas influencias aparecen tarde o temprano reflejadas en la literatura que uno hace. Pero las influencias pueden venir de cualquier lugar. De un amigo o pariente. De algo que nos llama la atención. Personalmente creo que mi estilo literario tiene alguna influencia del estilo futbolístico de Carlos Valderrama. Inmodestia aparte, creo que algunos de mis escritos participan de esa condición engañosa, inesperada y sorpresiva que tenía el estilo de juego del Pibe.
***
Ese es Gustavo Arango. Sus personajes son como un pianista que regresa de la guerra, entra a un café y se acerca a un piano para tocar las teclas con sus muñones.

Buena parte de la belleza o verdad de una obra, está en los lectores que la completan. Arango, a través de sus cuentos y novelas, a la manera de Velásquez y su aposento lleno de reflejos, ha hecho posible que vislumbremos dimensiones escondidas de nuestra realidad.

En un juego de espejos, el escritor usa sus palabras como reflejo para mostrarnos el lado oculto de nuestra cabeza, como espejos en manos de un peluquero. Historias e ideas que intentan hacer las preguntas centrales, y cuyas respuestas deben ser de la misma naturaleza del alimento de las plantas aéreas. Un intento por deshojar la cebolla desde adentro, o trazar los planos para edificar una ciudad en un grano de arroz.





viernes, 23 de noviembre de 2012

Del baúl de los recuerdos

Recibiendo el Premio Simón Bolívar de Periodismo, al mejor trabajo cultural en prensa. Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, 1992.







jueves, 22 de noviembre de 2012

La soledad como tragedia - La columna de Vivir en El Poblado






En una pintura atribuida a Brueghel se ve un paisaje costero donde la vida transcurre sin novedad. En primer plano hay un labriego, más allá se ve un pastor con la mirada hacia el cielo, luego hay una bahía: un pescador absorto, embarca­ciones, una cueva en un islote, montañas y una ciudad dis­tante. El cuadro se llama ‘La caída de Ícaro’ y hay que mirar con atención para notar las piernas chapaleantes de un hombrecito que se hunde en el mar. El hecho de que nadie preste atención al hombre en el agua revela la intención irónica. Hoy en día lo griego es más insignificante que el Ícaro de Brueghel. Ávidos de novedades, olvidamos que lo nuevo es lo que llegó primero. 

Un sueño me puso en el camino de los griegos. Buscaba entre libros un ejemplar de Filóctetes y no tuve tran­quilidad hasta encontrarlo. Convencido de que los sueños traen señales, salté de la cama a resolver el enigma. Primero encontré la tragedia que Sófocles escribió cuando era octogenario. Es una de las pocas obras suyas que se conservan completas y es la referencia más extensa que nos queda de Filóctetes. Cuando se habla de los griegos y de Troya, hay nombres que vienen a la memoria de inmediato: Héctor, Aquiles, Ulises. Poco se habla de Filóctetes, a pesar de que el triunfo habría sido imposible sin su ayuda. De su vida perduran los años de dolor en una isla solitaria.

Cuando los griegos iban para Troya se detuvieron a hacer sacrificios a Apolo. Allí Filóctetes recibió una mordedura de serpiente y la herida empezó a despedir muy mal olor. Por iniciativa de Ulises, decidieron desha­cerse del enfermo en una isla. Allí pasó Filóctetes diez años en condiciones miserables, con dolores terribles, sobreviviendo con la ayuda del arco que heredó de Hércules. El relato del abandono de Filóctetes lo cuenta Homero en la Ilíada. Sófocles muestra el regreso de los griegos, porque un adivino les ha dicho que sólo podrán conquistar Troya si Filóctetes se une a la batalla. Ulises recurre a Neoptolemus para sacar al desterrado de la isla con mentiras. Pero el joven tiene simpatía por el enfermo, lo conmueve su dolor insoportable, y decide ponerse de su lado. Sólo una intervención divina (Deus ex machina) permite que el resentido solitario acceda a luchar al lado de los griegos.

En La herida y el arco, la única reflexión que el siglo veinte nos dejó sobre Filóctetes, Edmund Wilson sugiere que la obra apunta a que toda superioridad humana tiene nexo directo con la enfermedad. Salvo una adaptación de Chapman y un drama de André Gide (donde representa la soledad del artista), Filóctetes está más ignorado que el Ícaro de Brueghel. Lo curioso es que su drama es el más común de los dramas que los griegos nos dejaron. Todos arrastramos heridas que nos separan de los otros. Por mucho que sea el ruido que busquemos, vivimos aislados. Como al Filóctetes de Sófocles, la soledad nos vuelve crédulos, nos hace vulnerables, nos obliga a humillarnos. Cuando al fin llega el momento de salir de nuestro encierro, una mezcla de orgullo y de miedo nos lleva a aferrarnos a nuestros propios males. Filóctetes insiste en recordarnos que detrás de todo ser que se distingue hay heridas dolorosas e islas muy solitarias.




Publicado en Vivir en El Poblado el 22 de noviembre de 2012.







Yucatán


Las lunas y los cielos,
la claridad y el viento,
encuentran sus caminos y se marchan
Versión de un texto maya.

1


Los pies desnudos
en el mar y la tierra.
La casi luna llena.
Las manos en la arena
tejen una promesa.

2

Volando en el agua
contigo en el alma
me fue concedida
la llave del mar.

3

La clara luna llena,
el aire transparente,
el lento estigma negro
en el lienzo del mar.

4

En la profunda
sombra del zapato
el escorpión
espera al caminante.

5

Fruta tropical

Obsedido y ausente
muerdo
la carne dulce del tiempo.

6

Iguana

Cuando las piedras
tienen hambre
salen a caminar.

7

Soy un coro incansable,
un furor soterrado,
una voracidad
que se devora,
que estalla en colores
un trasegar constante
entre nunca y ahora.
Soy la selva que mira
su rostro inconcebible
y luego se abandona.
8

Rumor de batalla

Dieciséis
silenciosos soldados
viajan la pirámide.
Llevan cascos rojos,
sus patas son largas,
cuando uno se mueve
se mueven los otros.
A veces olvidan
si huyen de la muerte
o van a buscarla.

9

A las seis de la tarde,
la hora en que los mapaches
ávidos y puntuales
atienden el llamado
del manjar de los dioses
y el cazador despierta
su avidez y sus armas
supe que procurarte
también era una forma
de marcharme.




Del libro inédito, Penínsulas extrañas.








miércoles, 21 de noviembre de 2012

Sobre la poesía de Miguel Falquez-Certain

Las últimas noticias de la guerra contra el tiempo




Prólogo del libro Mañanayer (Nueva York: Book Press, 2010).
Este texto apareció también en las revistas  Hybrido (Año XII, Número 11, 2009-10) y  Viacuarenta (abril, 2012).


   La poesía está rodeada de silencio. Nace del silencio, se nutre de silencio, es una lucha contra el silencio en la que ambos están derrotados de antemano. Sus signos son la muerte y la derrota. Está hecha con estructuras que sólo se reconocen desde la perspectiva de la muerte. Mien­tras la narrativa se nutre de la vida, está llena de finalidad y de propósito, de cumplimiento de cosas pre­figuradas, la poesía es absurda, nace póstuma, es el es­pejo de tinta en el que la eternidad y la nada se reco­nocen.

  La poesía suele admitir formalmente su estrecha rela­ción con el silencio. Abunda en blancuras, en cortes e interrupciones, en elipsis de lenguaje. Por mucho que se tensen las palabras, el verdadero dueño de la página es el silencio en todas sus versiones: la eternidad, la soledad, la nada.

Silencio suele ser la reacción que impone la poesía: el silencio religioso del que queda abrumado ante la inmen­sidad que sugieren las palabras, el silencio avergonzado del que descubre entre los versos aquellas vergüenzas propias que nunca se ha atrevido a llamar suyas, el silen­cio del que simplemente no encuentra comunión en el poema, también el silencio insultante, descorazonador, de esa ausencia de crítica – de atención – cuyo vacío re­tum­ba en lugares y tiempos donde la ignorancia es mone­da corriente.

  De manera que no es de extrañar que la obra poética de Miguel Falquez-Certain (Barranquilla, Colombia, 1948) haya recibido porciones gigantescas de silencio. No digo que Falquez-Certain sea un autor ignorado. Es un escritor de merecido y reconocido prestigio. Es autor de cuentos, piezas teatrales y traducciones literarias desde y hacia el inglés, que incluyen obras de García Márquez y guiones de cine tan importantes con el de la película Che, dirigida por Steven Soderbergh. La lista de premios, me­da­llas y reconocimientos que sus cuentos y poemas han recibido podría ocupar el espacio de este ensayo. Su vida seguiría siendo admirable si sólo tomáramos en cuenta sus primeros años de vida, cuando hacía poesía con una varita mágica y el nombre artístico de Mago Migueline, una experiencia que lo llevó a compartir escenarios con leyendas como la Lupe y que, con el tiempo, se ha decan­tado en deliciosas crónicas de época. Pero con todo y eso, o tal vez justo por eso, el silencio frente a su obra, más allá del asombro y la reverencia, invade los terrenos de lo insultante.

  El año 2009 marca un discreto y significativo acontecimiento en la obra poética de Miguel Falquez-Certain: la preparación del libro Mañanayer, que reúne poemas escritos a lo largo de cuatro décadas. Este ensayo no pretende ser un estudio exhaustivo de la poesía de este autor; esa tarea requiere más de un crítico, más de una especialidad y perspectiva. A lo sumo, este escrito es una nota de pie de página sobre una sola palabra: Mañanayer, con la que Miguel Falquez-Certain nos demuestra que hace falta menos de un centímetro cúbico de tinta para cambiar por completo el sentido de toda una obra y de la vida misma.
    
   Mañanayer incluye seis poemarios distribuidos en un orden cargado de intención: Palimpsestos (1994-1996), Usurpaciones y deicidios (1989-1995), Doble corona (1991), Habitación en la palabra (1983-1990), Proemas en cámara ardiente (1988) y Reflejos de una máscara (1968-1982). Se trata de un viaje hacia el pasado, un regreso, un camino que se desanda por medio de la lectura. Los libros incluidos son heterogéneos y se ofre­cen como capas geológicas que van revelando la génesis de las imágenes, de las obsesiones. Al final del viaje nos encontramos con un joven que vive sus primeras emo­ciones, sus incertidumbres iniciales, su intuición del po­der devastador del tiempo y que intenta conjurar todo aquello llenando de eternidad cada uno de sus instantes. El lector llega a esta renovada versión de los poemas a­com­pañando la lectura que el autor mismo hace de sus propios textos. Se trata de un viaje desde el futuro hasta el origen, hasta la voz inicial de ese joven ignorante del futuro (que en la lectura es pasado) y al final de ese viaje es casi incontenible el impulso de decirle: “No uses tanto la palabra siempre. Este amor que para ti es eterno pronto será olvidado”. Pero dejemos a ese joven y hable­mos del conjunto, de este libro completamente nuevo que Falquez-Certain ofrece con las mismas palabras de sus viejos libros; como un Pierre Menard que insiste en recordarnos que las mismas palabras, en idéntico orden, pueden llegar a significar cosas completamente distintas a lo que significaron.

  Así como el título general de la colección de este poemario de poemarios nos revela que el tiempo es un com­ponente esencial en la poesía que vamos a leer, “Ci­clos”, el primer poema se encarga de que no nos quede ninguna duda:
 
Aletargada en un sueño eterno
la rosa presiente el eterno ciclo,
ires y venires, ya todo apunta
al retorno eterno, cíclica vida
que siempre desembocará en la muerte.

  La muerte – esa otra forma del silencio y de la eternidad – es el origen y el destino final, es el punto de partida y el de llegada, la perspectiva que le asigna sen­tido a los hechos de la vida. La reflexión sobre el tiempo será el hilo conductor de todo el libro, desde este primer poema del último libro, hasta el último poema del primer libro: ese homenaje a Julio Cortázar y, en particular, a su cuento “Axolotl”, donde alguien abandona la humanidad y sus rituales para irse a ser una criatura en un acuario, un ser para el que el tiempo resulta innecesario.




  No hay que ir muy lejos en la lectura para ver cómo la reflexión y la batalla contra el tiempo se transmuta en otros temas centrales, insistentes, predominantes. Ya en ese mismo primer poema, “Ciclos”, empiezan a aparecer los otros rostros de la poesía de Falquez-Certain: el en­cuentro de los amantes, el diálogo con distintas tradi­ciones y el arrobo constante ante la inmensidad de lo cósmico:
 
Tu cuerpo esbelto reposa dormido
y al no percibir mi impertinente
atisbo, tus miembros cincelados en
el mármol vibran sorprendidos.
La fría nebulosa tiembla en la
crisálida, los brotes verdes saltan
perforando la glacial corteza,
y surgiendo la rosa finalmente
retando a tu hermosura te despierta.

  Cada una de estas vertientes, el amor, la tradición (aquí representada por la alusión a la escultura) y lo cósmico, tiene una presencia poderosa en toda la obra. Mañanayer puede ser leído como la crónica de los amores reales e imposibles que marcaron la vida de una persona. Uno puede intuir en muchas líneas el correlato preciso con una experiencia de la realidad, con una persona espe­cífica. En ocasiones, la persona aparece señalada en la dedicatoria. Podría pensarse que la presencia ostensible de lo personal es irrelevante para el lector del poema, pero es justamente esta renuncia a la generalización lo que le confiere universalidad a la emoción o la expe­rien­cia representada; actúa como su prueba de au­ten­ticidad. La prueba definitiva de verdad, esa condición necesaria de toda poesía (y hay que señalar que es frecuente en otros autores el error de creer que hacer poesía es ador­nar o disfrazar), la hallamos en la disposición de la voz lírica para exponer los lados patéticos y ridículos de la experiencia amorosa. Gustavo Ibarra Merlano, otro poeta rodeado de silencio, hablaba justamente del temor en la poesía contemporánea a expresar la complejidad de sus emociones: “Tienen mucho miedo a expresar el patetismo del alma. Le tienen una especie de pudor. Pero, carajo, si uno no expresa lo que siente profundamente, entonces qué va a expresar” (Arango, 211).

  Mañanayer es un libro donde no hay temor a expresar el patetismo del alma. Está lleno de poemas donde aún perdura el temblor de ansiedad o de deseo, el estremecimiento que producen un roce o una mirada. Un estudio profundo del concepto del amor en la poesía de Falquez-Certain tendrá también que considerar la manera cómo su poesía encuentra un lenguaje fluido, libre de culpas o ruidosas militancias, para expresar la experiencia homoerótica. También sería preciso explorar la representación de la belleza del cuerpo como escultura en el tiempo, tal como se aprecia en el poema Los campos de Marte, donde un soldado “her­moso y virgen” salta en mil pedazos, destruido por el patriotismo, por la guerra, versiones bastardas del tiem­po que todo lo destruye. No es difícil descubrir, entonces, que detrás de la reflexión sobre el amor y la belleza per­manece como telón de fondo la reflexión sobre el tiempo. Sorprendemos a los amantes en diversos puntos del ciclo del tiempo: el del deseo, el de la eternidad del encuentro, el del reposo, el del desencuentro. Toda experiencia amo­rosa se constituye en tragedia cuando la miramos des­de la perspectiva del tiempo.
 
  El desencuentro es justamente el tema de Proemas en cámara ardiente, uno de los poemarios finales (o ini­ciales, según se va o se viene, como diría Rulfo). Sólo dos poemarios del libro parecen tener una unidad con­centrada: Doble corona (1991) y Proemas en cámara ardiente (1988). Ambos están marcados por una gran intensidad y una evidente unidad temática. Proemas parece ser la crónica de una relación amorosa que está languideciendo. El título mismo sugiere el ardor del de­seo, pero también la muerte. En el caso de esta rela­ción, el encuentro nunca fue completo. Mientras los cuerpos se entienden, el poeta se ve obligado a silenciar una enorme porción de su ser, la que está en diálogo con numerosas tradiciones. Cita a Joyce, sabiendo que su a­ma­do no entenderá la referencia. Las lecturas conjuntas de la En­ciclopedia británica no consiguen estrechar el abismo que separa a los amantes. La fugacidad del encuentro con­trasta con la eternidad de la separación. El “siempre” de los poemas juveniles de Reflejos de una más­cara empieza a transmutarse en el nunca. Pero el tono sombrío de Proemas (juego de palabras alusivo a la forma de poemas en prosa que tienen esos textos) se disipa cuando ese conjunto se integra a Mañanayer y vemos des­de otra pers­pectiva la importancia de aquello que había sido si­len­­ciado por esa relación. Al mirar las emociones desde la distancia, el padecimiento de los múltiples presentes se transmuta en verdad luminosa. Como señala Emerson: “Every thing is beautiful seen from the point of the intellect, or as truth. But all is sour, if seen as ex­perience” (116).


  Se necesita un equipo internacional de especialistas para abordar con justicia la faceta de la obra de Falquez-Certain que dialoga con distintas tradiciones culturales. Basta observar la variedad de lenguajes (inglés, francés, italiano, griego, latín, hebreo), los diversos orígenes de las citas y referencias que sirven de contrapunto a los poemas, para percibir la amplitud, la variedad de voces que dialogan en su poesía. En estos diálogos y encuentros el tiempo está abolido y la voz lírica hace eco, parafrasea, replica o disiente con autores y personajes tan diversos como Safo, Stephen Hawkings, Wittgenstein, Leopardi, José Emilio Pacheco, Teseo, Judit, Benny Moré, Barba Jacob, T. S. Eliot, San Juan de la Cruz (“vivo sin vivir en mí”), el Quijote, Velázquez, Virgilio, Rimbaud, Kavafis o Rainer Maria Rilke. Esta vocación de amplitud también se manifiesta en la voracidad con que se abarca el espacio: París, Nueva York, el Caribe, Iguazú, el desierto o la mon­taña. Sería fácil caer en la tentación de acusar de exhibicionismo este despliegue de referencias, pero ésa sólo sería una manera de reconocer nuestras limitaciones frente a la inmensidad del horizonte que despliega la obra. Más que decirnos lo que sabe, Falquez-Certain hace suya la idea de Emerson de que cada uno de nosotros tiene dentro de sí mismo todo el universo y toda la his­toria de la humanidad, que todos los filósofos y poetas que han existido hablan con nuestra voz y nuestras ma­nos. Lo curioso es que todos parecen hablar de lo mismo: del tiempo y de la eternidad.


  En Time and Narrative el filósofo francés Paul Ricoeur menciona tres tipos diferentes de tiempo. En un extremo se encuentra el “tiempo personal”, aquel tejido de segundos que sólo dura unos cuantos decenios; en el otro extremo se encuentra el “tiempo cósmico”, con sus millo­nes de años y sus distancias inconcebibles. En medio de los dos se encuentra el “tiempo histórico que hemos creado para no ser aplastados por la vastedad del tiempo cósmico” (274). La poesía de Falquez-Certain hace refe­rencia constante al tiempo cósmico, es su obsesión cen­tral, porque en él se encuentra el enigma de lo eterno. El poemario Doble corona (1991) está construido como una serie de coronas ígneas, donde un poema abre lugar para el siguiente, mediante la repetición de un verso. Lo geológico es también una estrategia para alcanzar la comprensión del tiempo cósmico. Habitación en la pala­bra se resuelve al final en un poema explosión, oleaje de lava, que invade la página y elimina el silencio.
Esta reflexión sobre la vastedad del tiempo, y lo ín­fimo del tiempo personal, se encuentra muy claramente expresada en Ego sum qui sum, poema en prosa que for­ma parte de Usurpaciones y deicidios. Allí el poeta está instalado un día en el planetario, considerando la idea de dejarse llevar por los grandes interrogantes y las galaxias y las ondas hertzianas a miles de años luz:

"[…] todo te abruma el coco y te lo dices para tu coleto, vaya qué osadía aún creer que mi religión sea la verdadera, hoy en día, mire usted, la iglesia, la sinagoga y la mezquita, hace tiempo que no nos tira una visita, vaya, vaya hombre, vaya, el mundo y su creación después de tantos cipotazos y agujeros negros, acaso llegaremos algún día a instalarnos en la mentalidad cosmogónica y verlo todo en panorámica y con sonido Dolby, viajar en rayos láser en reversa y percibir la “historia” sin tocarla, mejor dicho sucediendo (no la “historia” de los vence­dores), digo, dígole, es posible que enanitos, o seres marginales, hombrecitos verdes y todo el cachi­vache amontonado en los paquitos de la ficción científica no sean más que pamplinas, vaya usted a saber, a lo mejor el mundo lo inventaron los teúrgos, en todo caso Nietzsche, y si entendemos que la guerra genocida se identifica con el tiempo, y que estamos íngrimos-y-solos-en-esta-soledad-tan-sola, qué fenómeno, y que el infierno con que tantas veces te asustaron no es más que un embrollo de caninos, sólo entonces.
A lo mejor un día llegaremos a saber cómo es que funciona la mente de ese Man".

  Y así guerra y tiempo vuelven a identificarse, porque ambos nos aniquilan, se llevan nuestros instantes, arrastran con amigos muertos a los que el poeta sigue hablando como si estuvieran vivos y presentes y escuchando. La función del poeta es darle la batalla a ese tiempo emisario de la muerte:
 
Tu triunfo es vencernos, indudablemente,
pero el nuestro es encerrarte en la cuartilla.

  Pero al dar la batalla existe siempre la conciencia de que no hay verdaderos ganadores, porque el tiempo es sólo una metáfora de lo eterno y el tiempo es la sustancia de que estamos hechos. Como lo señala Borges: “El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego” (181). De manera que al final al poeta sólo le queda la victoria pírrica de atrapar el tiempo, consiguiendo así atraparse a sí mismo en la eternidad de sus instantes.

  Más de diez años han transcurrido desde que fuera escrito el más reciente poema de la colección. Uno podría caer en la tentación de pensar que el autor ha dejado de escribir, ha renunciado, se ha dado por vencido. Pero no. Como Sísifo, emprende nuevamente el ascenso a la mon­taña empujando la roca que volverá a caer. Su eterna de­rrota le ha enseñado a refinar su arte, a evitar excesos. Ha descubierto que hay muchas maneras de empujar la roca hasta la cima, que a veces puede ser suficiente con una sola palabra. Diez años de silencio fueron necesarios para que saliera de sus manos un nuevo vocablo, nueve letras continuas, una nueva palabra, que por sí sola transmuta el sentido de toda una obra.
     
  Mañanayer es otra batalla ganada en la guerra contra la muerte, contra el silencio, contra el olvido. Reunir la obra poética de cuatro décadas y estructurarla como un “viaje en reversa” se constituye en un triunfo contra el fa­ta­lismo del tiempo, contra su unidireccionalidad. Al tiem­po lineal, al tiempo de la guerra y de la muerte, se le contrapone un tiempo cíclico que promulga lo eterno. El viaje desde la rosa eterna, en el primer poema de la nue­va colección, hasta la criatura en el acuario del viejísimo poema que la cierra, es un regreso al origen y una disolución del poder destructor del tiempo. Mañana y ayer, las dos palabras que se juntan, que aprisionan al silencio en su centro y lo destruyen, son una paradoja interminable que hace del tiempo un prisionero en la cuartilla. Esa palabra con aire de verbo intransitivo, como nevar, como llover, es una nueva refutación del tiempo en la eterna batalla entre lo temporal y lo eterno.
 

De improviso vives los días idos,
la insolencia, el desparpajo, ya no
le temes a la muerte, todo es puro,
el gran amor que te revela presto
los deleites, instantes fugitivos
que te devuelven al presente mudo.


  Al final, en esta versión renovada bajo la luz de un nuevo término, el poema se convierte en una mezcla de celebración y funeral donde la palabra, hija del tiempo, se destruye a sí misma, porque en su propia destrucción está el secreto de toda la creación.

Bibliografía

Arango, Gustavo. “Gustavo Ibarra Merlano: Un buen hombre con una maleta repleta de poesía.” Retratos. Alcaldía de Cartagena, 1996.
Borges, Jorge Luis. “Nueva refutación del tiempo.” Obras com­pletas II. Buenos Aires: Emecé, 2007.
Emerson, Ralph Waldo. Essays. The Spencer Press, 1936.
Ricoeur, Paul. Time and Narrative. Vol. 3. Chicago: University of Chi­cago Press, 1985.

Enlace al texto en la revista Viacuarenta.