miércoles, 24 de septiembre de 2014

La más perendeca - La columna de Vivir en El Poblado

Calle Barbacoas-Medellín. Foto El Tiempo. 


Empeñada en ser la primera del mundo en todo —así sea contratando desocupados virtuales para que la ciudad tenga más votos que habitantes—, Medellín reaccionó con compren­sible nerviosismo al título de “burdel más grande del mundo” concedido por uno de sus habitantes —que a lo mejor sabe de lo que habla— y ratificado por un medio de comuni­cación euro­peo —que a lo mejor investiga lo que divulga. La reacción oficial no se hizo esperar. Las autoridades dijeron que los perio­distas extranjeros habían sido tendenciosos. En un aná­lisis digno de doctores en letras, señalaron que el testigo que inspiró el título en realidad no dijo que Medellín fuera el burdel más grande del mundo. Según los doctos doctores, la frase textual era que “si a Medellín le pusieran un techo sería el burdel más grande del mundo”, por lo que —según ellos—mientras no tenga techo, Medellín no puede recibir ese título.

Se ha dicho que la prostitución es el oficio más antiguo del mundo y agradecería mucho a quien me explicara las razones que hay detrás de ese dicho. Lo que sí me queda claro es que el tema está por todos lados. Para no ir muy lejos, casi todos los autores hispanoamericanos destacados se han referido en algún momento a las prostitutas, dándole al tema diferentes tratamientos. Uno de los capítulos más festivos de Cien años de soledad se refiere a la llegada a Macondo de unas francesas que introdujeron refinamientos y cambiaron para siempre los apa­rea­­mientos simples de los habitantes del pueblo. Pero esa es sólo una de las muchas apariciones de las perendecas en la obra de García Márquez. Las vemos en El amor en los tiempos del cólera, pues Florentino pasa una temporada viviendo en el hotel de las “pajaritas”. Las vemos en Memorias de mis putas tristes, con una variedad del oficio inspirada por el escritor japonés Yasunari Kawabata. También están en las memorias del autor, quien como Faulkner sostenía que un prostíbulo era el mejor lugar del mundo para un escritor.

Juan Rulfo señala en el tema su relación con la pobreza. En el cuento “Es que somos muy pobres”, el gran temor de la familia, tras la inundación que ahogó la vaca de Tacha, es que la niña termine siendo “piruja” como sus hermanas. Vargas Llosa, dedicó varias novelas al tema de la prostitución: La casa verde, Pantaleón y las visitadoras. Borges lo tocó de refilón en “Emma Zunz”, con la curiosa variante de que Emma se deshizo del dinero que recibió del marinero que la desfloró. Pero sin duda el que mejor ha auscultado el alma de la prostitución ha sido Juan Carlos Onetti, en particular en El Pozo y en Juntacadáveres, donde se hace evidente la hipocresía social que rodea la compra y la venta de seres humanos.


El debate sobre el nuevo “honor” para Medellín ha procu­rado estrechar el concepto de prostitución, para mos­trarlo como un problema aislado. Pero si ampliamos la perspectiva, la prostitución puede ser sólo un síntoma visible de una socie­dad en la que, de muchas maneras, se compran y se venden los cuerpos y las almas de las personas. Prostituto no es sólo el que se vende porque no tiene dinero, sino también el que lo hace porque no tiene principios. Prostituto es todo aquel que no es dueño de su vida y de sus decisiones, pero también lo son el político corrupto, el constructor tramposo, el médico negociante o el periodista vendido. Prostituto es el empleado explotado y el desempleado abusado. Prostituto será también el ingeniero verraco que se le mida a hacerle el techo a Medellín y acepte poner en riesgo la seguridad de tanto puto, haciendo trampa con los materiales utilizados.



Publicado en Vivir en El Poblado el 24 de septiembre de 2014.






viernes, 19 de septiembre de 2014

Sobre Vargas Vila en España


Incluye mi ensayo:

Vargas Vila en España. Preparativos para la inmortalidad.


Trans-Atlántico. Literaturas. Vol. 7
Directeur de collection : Norah Dei Cas-Giraldi

Publicado por Peter Lang Publishing Group - Switzerland







jueves, 11 de septiembre de 2014

Recuerdos de lo no visto



Hay historias que reaparecen con el rostro cambiado, pero con la esencia intacta. He conocido tres versiones distintas de la que para nosotros es la historia de la lechera: la chica que caminaba al mercado mientras imaginaba lo que haría con el dinero que obtendría y, por andar distraída, tropezó y rompió el cántaro y perdió toda la leche que llevaba. De esa historia he encontrado una versión árabe y otra hindú, con muchachos que se disponen a vender miel o aceite, y cuyos sueños también terminan derramados.

He encontrado dos versiones muy distintas de otra historia cuyo origen puede ser tan antiguo como la humanidad. La primera versión se la escuché a una nativa de estas tierras. Tiene que ver con navegantes de las aguas del Pacífico. Cuentan que, no hace mucho, un grupo de muchachos se propuso rescatar la sabiduría de sus ancestros para navegar. Construyeron una embarcación, según el modelo antiguo, y pidieron al más viejo marinero que les enseñara el arte de navegar con la ayuda de las estrellas y a sortear los peligros del mar. Pero el viejo marinero se negó a ayudarles. Los mucha­chos le insis­tieron, le rogaron, pero el viejo marinero perma­neció impá­vido. Al final, lograron que accediera a acompa­ñarlos en una travesía. Pero, antes de embarcarse, el hombre dejó claro que no les enseñaría nada.

No tardaron mucho en encontrar una tormenta que amenazaba con hundir la embarcación. Pidieron ayuda al viejo, pero este se cruzó de brazos y no moduló palabra. Mientras intentaban sortear las dificultades, los muchachos se volvían a lanzarle reproches. Le pregun­taban a gritos que si era tan estúpido que los dejaría morir a todos —y moriría también él mismo— por su obstinación de no enseñar lo que sabía. Pero el hombre siguió sin darles ninguna indicación. Luego ocurrió el milagro. Los muchachos empezaron a “saber” exacta­mente lo que debían hacer. El conocimiento ances­tral se encendió dentro de ellos y pudieron sortear aquel peligro como si fueran marineros veteranos. Una sabiduría que llegó por misteriosos caminos apareció disponible para ellos cuando la necesitaron.

Pocos días después de escuchar aquella historia me crucé con una hermosa película de Tarkovsky, titulada Andrei Rublev. La había visto hace muchos años y no había prestado demasiada atención a una anécdota pequeña en medio de la trama principal. El campanero más reputado del pueblo ha muerto y al parecer se ha llevado consigo su secreto. Pronto surge la necesidad de hacer una nueva campana y el hijo del campanero les miente a los del pueblo: les dice que su padre, antes de morir, le había revelado su secreto. Así consigue que lo contraten. El muchacho está asustado porque piensa que lo van a castigar cuando se enteren de que mentía, pero de todos modos se proponer seguir adelante en la fundición de la campana. Al final, de manera misteriosa, el secreto de su padre se ilumina en el espíritu del muchacho y éste construye la campana más hermosa que se ha visto por aquellas comarcas.

Un tema común tienen estos relatos de gente que re­cuer­­da lo que nunca había visto o aprendido. Nos despiertan al mis­terio que rodea nuestras vidas y que los fanáticos de la razón no se atreven a mirar. También recuerdan la idea platónica de que aprender es recordar. Tienen algo de advertencia para quienes sostienen que el arte puede ser enseñado. Nos revelan también que los humanos tenemos vínculos ocultos y que las palabras suelen ser la forma más precaria que tenemos de comunicarnos.



      Publicado en Vivir en El Poblado el 11 de septiembre de 2014.





jueves, 4 de septiembre de 2014

Éramos muy buenos niños



Las vecinas no dejaban de felicitar a mi mamá por lo bien que nos manejábamos.
Ella asentía en silencio.
Nosotros aprovechábamos la amabilidad que le imponía la visita, la mirábamos con ojitos brillantes de lo dulces, y le pedíamos permiso para jugar en el altillo.
Prometíamos portarnos muy juiciosos.
Mientras uno de los dos la distraía, el otro se pertrechaba.
Prometíamos subir y bajar la escalera con muchísimo cuidado.
Es seguro que agradecía esos momentos de silencio o de conversación con las vecinas.
Mientras Camilo y yo nos olvidábamos del mundo, mirando los frijolitos que Dios había pintado.
Eran rojos, bonitos.
Jugábamos con ellos a armar casitas, los contábamos como si fueran monedas, nos proponíamos traer más cuando volviéramos al altillo.
Una noche, reunidos en la mesa, mi mamá le dijo a mi papá que se habían acabado los frijolitos, que el bulto que él traía no duraba como antes.
Mi papá dejó de hacernos las caras que nos hacían reír, la miró y dijo sin preocuparse: “Mañana traigo más”.
El segundo bulto de frijolitos tampoco duró nada.
La cosa se la habrían atribuido a los fantasmas, si Eleazar no hubiera subido al altillo y si no hubiera descubierto nuestro tesoro.
También esa vez mi mamá dejó la puerta abierta mientras nos sirvió el almuerzo y mientras lo comimos con muy buenos modales.
Luego cerró la puerta, se acercó con el fuete entre las manos y nos dio nuestro merecido.

Mi papá recogía caucho en las montañas.
Se perdía por días, cortaba los tallos de los árboles y ponía junto al corte las vasijas en las que recogía la leche pegajosa de los árboles.
Después de unos días volvía.
En uno de sus viajes a buscar caucho, mi papá llegó a una posada.
Era la primera vez que la veía.
Puso una moneda en el mostrador y le dijo a la mujer que le diera el caldo de huevo que esa moneda pudiera comprar.
Luego se sentó a esperar.
Mi papá era el hombre más hermoso de este mundo.
Mono, alto, fornido; tenía unos ojos azulitos que enloquecían a las mujeres cuando lo veían.
Una muchacha de ojos negros y mirada maliciosa le trajo agua de panela.
Se quedó junto a la mesa mientras mi papá pasaba los primeros tragos. Esperó a que notara su presencia y le dijo:
–¿Para dónde va?
Mi papá le dijo “Voy para tal parte”.
–Tendrá que quedarse. Hoy no va a llegar.
–Pero si está aquí mismo, a medio tabaco.
–No va a llegar. Mejor le armamos un rincón donde acomodarse.
Mi padre no supo qué decir. La insistencia parecía innecesaria.
–¿Ya estará la sopa?
–Le pondremos un catre aquí mismo. En la noche las sillas van sobre la mesa.
Mi papá miró hacia la cocina y la muchacha fue a traerle la sopa.
Cuando terminó, dio las gracias y salió.
Pero al dar dos pasos más allá de la puerta, comprobó que el camino no estaba.
Quiso abrirse paso entre la súbita maleza, pero lo detenía como si fuera un pared.
Al final se dio por vencido.
Dos días más tarde, cuando nos despertamos, lo vimos tendido en la cama con la cara llena de arañazos.
Mi mamá fue quien contó lo que pasó:
–La muchacha trató de besar a su papá, pero se dedicó a atacarlo cuando vio que no podía.

A mi papá le pasaron muchas cosas cuando salía de correría.
Una vez lo agarró una lluvia.
Mi papá buscó uno de los cobertizos que los caucheros usaban para esos casos y se dedicó a esperar a que escampara.
Entonces vio llegar a un hombre alto y muy flaco que se sentó junto al fuego.
El hombre se veía agobiado. Miraba las llamas como si les suplicara que lo calentaran.
Por más que papá lo mirara y lo mirara, el hombre parecía no notarlo.
Quiso hablarle, pero le daba miedo causarle más pena que la que parecía estar sintiendo.
Le llamó la atención el tamaño de las piernas dobladas.
Mi papá durmió poco esa noche. El hombre flaco no parecía amenazante, pero era mejor velar por si acaso.
Cuando clareaba el día dejó de llover y el hombre se levantó y se fue estirando mientras se movía para salir.
Cuando estuvo fuera, estiró por completo las piernas y su cabeza se fue perdiendo entre las copas de los árboles, de lo alto que era.
Cuenta mi papá que el hombre se marchó despacio con sus piernas gigantes de tronco de árbol.


Otro día, unos indios invitaron a mi papá a almorzar.
Le hicieron gestos de llevarse algo a la boca y le señalaron un tronco caído donde podría sentarse.
Mi papá estaba cansado y aceptó la bebida que le dieron.
Pero, después del primer sorbo, el mundo empezó a moverse más rápido.
Mi papá veía la imagen ondulante de los indios arrojando bastimento en una olla gigante.
A veces le parecía que los indios estaban muy cerca y creía verles los poros y las perlas de sudor.
Pero al instante los veía en la distancia.
Lo mismo con las voces.
Por momentos eran ruidos muy lejanos, como cantos de pájaros, y después los oía justo al lado de su oído: canciones que sonaban al ritmo con que agitaban las verduras en el agua ya dispuesta.
Lo que al fin salvó la vida de mi padre fue que en medio del mareo consiguió entender la lengua de los indios y darse cuenta de sus planes de incluirlo en el almuerzo.
Corrió como nadie ha corrido en esas selvas.


Un día mi mamá nos dio un purgante y nos pasó una cosa muy rara.
Ella tenía que ir a hacer unas diligencias y esperamos impacientes a que se fuera.
Cuando la vimos alejarse corrimos a buscar un machete y la emprendimos contra las matas de la huerta.
No quedó ninguna en pie.
No sé por qué hicimos ese desastre.
Creo que el diablo se nos metió adentro.
Sólo al final de ese arrebato nos dimos cuenta de la cosa tan horrible que habíamos hecho.
Cuando vimos que mi mamá ya venía de regreso, el pavor nos invadió.
Mi mamá era una negra hermosa y elegante.
Daba gusto verla caminar.
Cuando salía a la calle siempre iba con zapatos de tacón alto.
Pero en aquel momento su belleza poco nos interesaba.
Antes de que viera lo que hicimos, corrimos a un árbol que estaba al final del patio y nos encaramamos.
Empezamos a rezar y a pedirle al Niño Dios que arreglara las matas.
Pero el Niño Dios no las arregló.
Mi mamá se puso furiosa cuando vio lo que habíamos hecho.
Pero sólo nos bajamos del árbol cuando llegó mi papá.
Corrimos a agarrarnos de sus piernas y a decirle que no dejara que nos pegaran.
–¿Qué paso? –le preguntó a mi mamá mientras caminaba con cada uno en una pierna.
Mi mamá le mostró la destrucción de las matas.
Cuando quiso arrancarnos de sus piernas, mi papá le dijo con voz muy suave:
–No les pegue a mis niños. Déjeme yo los castigo.
Mi mamá dudó un momento y mi papá ahí mismo nos dijo:
–A ver, las manos.
Pusimos las manos con las palmas hacia arriba y mi papá nos dio unos golpecitos suaves.
–Pam, pam. Eso no se hace.
Corrimos al patio a darnos golpecitos en las palmas de las manos y a reír y a decir “Pam, pam. Eso no se hace”.
–Mire esos muchachos –dijo mi mamá–. El problema es que usted no se hace respetar.


Esas cosas recuerdo.
Creo en Dios, pero no creo que haya niños buenos.


Recuerdo cuando me fui de mi casa.
Yo ya estaba mayorcita y acepté un puesto de enfermera en Gómez Plata.
Lloré toda la noche, antes de soltarles la noticia a mis papás.
Allá en ese pueblo empezó a pretenderme el hijo de un hombre rico.
Pero un día intentó propasarse y le di una cachetada.
Todo el mundo tuvo que ver con el asunto.
Cuando mi mamá llegó a visitarme, la dueña de la pensión le contó la historia.
Puso la misma cara que ponía cuando las vecinas le decían que éramos unos niños muy buenos.


Pero si quiero avanzar en el tiempo, casi no recuerdo nada.
Ahora mismo no recuerdo lo que he hecho esta semana.
Me gusta estar sentada en esta cama porque veo ese árbol.
Al final de la tarde, los pájaros lo cubren como hojas que regresaron.
A veces se espantan y vuelan al mismo tiempo y las ramas del árbol vuelven a quedar limpias.
Veo la gente que camina, que viene y que va.


Una vez estaba en misa con Tony y con Ofelia y nos tocó sentarnos en bancas separadas.
Como me advirtieron que no los perdiera de vista, les presté más atención a ellos que a la misa.
Pero cuando acabó la ceremonia toda la gente empezó a moverse y dejé de verlos.
Pensé que tal vez ya estaban afuera y me fui a buscarlos.
Como no los vi a la entrada de la iglesia, pensé que se habían venido sin mí para la casa y decidí seguir caminando.
Me cuentan que pasé por esta esquina sin inmutarme, que seguí por la calle hasta que se acabó contra el muro de la autopista.
La policía tardó seis horas para encontrarme.

Cuando mi papá estaba en la casa sabíamos que no iban a pegarnos.
Un día que faltaba leña, mi mamá rompió el violín de mi papá y lo arrojó a la candela.
Mi papá no dijo nada.
Cuando no andaba de viaje, se pasaba las tardes en casa tocando el violín.
Tocar violín era su placer y su descanso.
Lo vio convertirse en ceniza sin modular palabra.


Éramos muy buenos niños.
Cuando el diablo se nos metía en el cuerpo, mi mamá nos sentaba a la mesa y nos daba de comer.
Se aseguraba de que estuviéramos llenos y, cuando terminábamos de relamernos, cerraba la puerta para que las vecinas no vieran la paliza tan tremenda que nos daba.
Pasábamos semanas portándonos muy bien.

Mi papá era un ángel.
Una noche, no sé por qué, teníamos miedo y esperamos despiertos a que llegara.
Cuando por fin estaba en la casa, seguimos sus movimientos en la oscuridad.
Lo vimos llegar a la cama sin hacer mucho ruido.
Mi mamá estaba dormida o fingía estar durmiendo.
No sé porque teníamos miedo de que esa noche mi papá se pusiera violento.
Respiramos tranquilos cuando lo oímos roncar.
Al otro día estaba juguetón y muy sonriente.


Cuando alguien me dice que un niño es muy bueno, me río y recuerdo las cosas que hicimos cuando éramos niños.



* * *


Texto incluido en La brujula del deseo - Cuentos 1986-2014.





domingo, 31 de agosto de 2014

La patria del lenguaje

 Texto leído en el homenaje recibido durante la 
Séptima Feria Hispana/Latina de Nueva York, Octubre de 2013.

El evento tendrá su octava versión del 10 al 12 de octubre, 
con un homenaje a la escritora Carmen Boullosa, de México.


Quiero agradecer al Centro Cultural Hispano/Latino de Nueva York, a su presidente Fausto Rodríguez, al comité organizador de la Feria y, muy especialmente, a Juan Nicolás Tineo, por el honor que hoy me conceden. Agradezco también a senador José Peralta y al concejal Danny Dromm por la distinción que me hacen. Llevaré con orgullo toda la vida este homenaje que me hace la Feria Hispana Latina de Nueva York. Sé que nace de una generosidad y un aprecio genuinos. Lo recibo porque creo que lo merece esta multitud que me acompaña, la que habla cuando hablo, la que escribe cuando escribo: miles de seres vivos y muertos, visibles e invisibles.
Gracias a los que han creído en mi trabajo literario, a quienes lo han apoyado, a todos los que con gestos y palabras han asumido como suya esta empresa loca de un tipo empeñado en dejar su testimonio. Gracias, también, a los que hoy están aquí: a los autores y a los editores que van a presentar sus libros en estos días, a los académicos que contribuirán a dar profundidad a la reflexión, a los lectores, a todos los que piensan que la literatura es una de las manifestaciones más sublimes de la vida.

Me han sugerido que esta noche hable un poco de mis libros y que cuente mi historia. Puedo empezar por el final y decirles que mi patria es el lenguaje. He vivido el desarraigo, he habitado en las palabras y, para llegar aquí, he tenido, como todos ustedes, un largo y misterioso recorrido.
Mi nombre es Gustavo Arango. Soy el segundo de los tres hijos de Félix Arango, un vendedor de fantasías a quien mataron por saber demasiado, y de Nubia Toro, una mujer valiente que me enseñó desde niño a jugar con las palabras.
Nací y crecí en un pueblo esforzado y soberbio donde el dinero consiguió corromper a muchos. Soy de Medellín, el principal proveedor mundial de cocaína a finales del siglo pasado. De allí salía, con destino a este País del Sueño, el veneno que destruía voluntades y vidas. He cargado con el estigma de haber nacido en esa ciudad, y he vivido preguntándome, con mi querida Sor Juana, quién es más de culpar: “el que peca por la paga o el que paga por pecar”.
En esa ciudad donde el amor excesivo por la vida se transformó en desprecio por la vida ocurrió lo mejor que ha podido ocurrirme: descubrí desde niño mi inclinación por la literatura.
Los viernes de cada semana, el vendedor de fantasías llegaba a casa con un libro nuevo bajo el brazo. Yo lo veía llegar, orgulloso con su nueva adquisición, lo veía ponerla junto a otros libros en un estante de la sala, lo veía alejarse sin decir una palabra. Nunca me dijo que leyera. Sólo traía los libros a casa y los dejaba en el estante.
Dos consejos del vendedor de fantasías formaron mi carácter. Siempre me dijo que fuera “alguien en la vida” y que buscara la sabiduría. Yo ignoraba que me estaba poniendo tareas tan difíciles que una vida no alcanza para completarlas.
Tardé poco en morder el anzuelo de los libros que el vendedor de fantasías dejaba en el estante de la sala. La primera novela completa que leí fue Las aventuras de Tom Sawyer. Luego encontré a Julio Verne y la pasión por la lectura me abrasó. El mundo entero vino a visitarme. Ni la muerte, ni el tiempo ni la distancia eran obstáculos para escuchar con los ojos esas voces fascinantes, para escapar a otros mundos, para volver transformado.
A los veinticuatro años de edad–poco después de la muerte de mi padre– me fui de Medellín porque el desprecio por la vida me resultaba intolerable. Yo mismo llegué a sentir que mi vida carecía de sentido. Consideré la posibilidad del suicidio, pero al final escapé de la trampa. Los libros me habían enseñado que el mundo es más grande de lo que parece, que un muerto no cabe en el mundo, y que la mayor soberbia es creer que merecemos una estrella o una flor. Entre quitarme la vida y ser otro en otro lado, elegí lo segundo.
Encontré en Cartagena de Indias la dulzura del Caribe. Allí mi lengua se curó de aristas, se volvió melodía. En la vieja ciudad de los virreyes me propuse aprender a escribir. A la sombra de una arquitectura cargada de historias, respirando un aire que embriagaba, me di a la tarea de encontrar una voz propia.
Con el tiempo he pensado que los casi diez años que viví en Cartagena han sido los más felices de mi vida. Allí volví a amar la vida. Allí nacieron mis hijos. Allí fui profesor por primera vez. Allí escribí libros decisivos: mi primera novela y un libro biográfico sobre Gabriel García Márquez. Como periodista pude conocer con lujo de detalles las intrigas, los tejemanejes, de la vieja ciudad cortesana. Tuve contacto con todas las esferas sociales, fui testigo privilegiado de la historia. Pero también llegó el momento de dejar Cartagena de Indias. El ritmo del Caribe empezaba a arrullarme, a adormecerme y, si quería hacer una obra literaria digna de mis maestros, era preciso buscar nuevos horizontes.
Llegué al aeropuerto de Newark en la madrugada del 27 de diciembre de 1998, con una mujer, dos niños pequeños y una casa que había sido reducida a tres maletas. Recuerdo que, al salir a la noche de invierno, mi hija Valentina exclamó con su acento cartagenero: “Eerrda, qué frío”. Tenía seis años de edad y estaba entrando a su patria, recibía el helado saludo de un mundo que sería más suyo que el mundo que acababa de dejar. Por mi parte, después de haber sido periodista y profesor en Cartagena, volví a ser estudiante aquí en el País del Sueño. Volví a hacer tareas y a presentar exámenes; pasé noches enteras estudiando y haciendo largos viajes en tren y en auto.
Vine a este país por una suma de factores. Mi libro sobre García Márquez me ayudó a abrirme camino y encontré amigos generosos. La profesora Margarita Sánchez –quien hoy me acompaña– fue la primera en tenderme la mano. Nunca ha dejado de ayudarme. Con ella, mi deuda de gratitud es impagable. Susana Rotker y el escritor argentino Tomás Eloy Martínez también me ayudaron a encontrar un lugar en la academia. Gracias a ellos, la Universidad de Rutgers me dio una beca generosa para hacer mis estudios de maestría y doctorado. Así pude seguir creciendo como escritor y tener, además, el privilegio de enseñar mi lengua y las literaturas que se expresan a través de ella.
La tuve fácil y, sin embargo, no fue fácil. Después de haber sido editor de un periódico en Colombia, recorrí aquí las calles desiertas de la madrugada repartiendo periódicos para redondear el sueldo. “Eerrda, qué frío”. Estudiaba, trabajaba, era padre de dos hijos y en los segundos que me quedaban libres hacía literatura. Muchas veces me he caído del sueño en este País del Sueño.
No me quejo por las experiencias que he tenido. Todas, las buenas y las malas, me han hecho lo que soy. Sé que aquí mismo, en esta curiosa multitud de viernes por la noche, cada uno de ustedes podría contar una historia de coraje, de dificultades superadas, de grandes triunfos morales. Pero las estrecheces que he vivido me permiten entender el valor y los méritos de la comunidad que hoy me hace este reconocimiento.
Pocos meses después de llegar descubrí que mi voz había cambiado, que empezaba a recibir nuevos influjos: de las distintas variedades del español, de la proximidad beneficiosa del inglés, del ritmo del mundo, con sus gestos y estaciones. Fue aquí donde adquirí la conciencia de que mi voz es la suma de muchas voces. Me expreso en latín y griego, en árabe, hebreo y cartaginés, en cientos de otras lenguas africanas e indígenas, en fenicio y en inglés.
Vivir en el País del Sueño me ha permitido por fin verme a mí mismo como hispanoamericano. He empezado a sentir como propias las culturas mexicanas, caribeñas, ibéricas, andinas o las del cono sur. El contacto con lenguas y culturas ha enriquecido mi lenguaje. Soy las vidas de millones hilvanando palabras. Soy la nota de una canción milenaria que exalta la vida, que agradece el milagro del instante y se diluye en alegría.
No he perseguido la fama ni el éxito de ventas, pero soy  ambicioso. Aspiro a que mis libros se publiquen, se divulguen, puedan llegar a las manos de lectores capaces de apreciarlos. Y, como si eso fuera poco, aspiro a derrotar a la muerte convirtiéndome en lenguaje.
Hoy tengo el honor de recibir este homenaje que además está expresado en forma de metáfora. Cuando era muy niño, mi hijo Mateo me dijo algo maravilloso. Yo le había preguntado qué quería ser cuando grande y me respondió, sin pensar demasiado: “Quiero ser una puerta, para ver a la gente acercarse y entonces abrir”.
Las personas realmente libres aman los límites. Las puertas son la frontera entre dos espacios, son el símbolo de un encuentro y no debemos olvidar que cada encuentro nos transforma. Es un privilegio estar aquí, en los Estados Unidos, en este momento, los inicios del siglo XXI, abriendo puertas. Estamos en el centro de una historia de proporciones épicas. Hoy somos el segundo país del mundo con más hispanohablantes y en pocas décadas seremos el primero. Y es preciso que estemos a la altura de ese reto.
Hay mucho por hacer en muchos terrenos: en la educación –formando personas responsables y con criterio–, en los medios de comunicación –creando contenidos que respeten la inteligencia de la gente–, en la academia y en el sector editorial –promoviendo el aprecio por todas las literaturas, no sólo por las que tienen éxitos de ventas. Cada exponente de las distintas artes tiene un papel importante. Como escritores tenemos el deber de escribir bien y el de hacer una literatura que refleje la riqueza del encuentro. Hay que pensar en todo, trabajar mucho y hacer cada uno su tarea de la mejor manera.
Quiero aprovechar esta oportunidad para recordar que las puertas se abren siempre en dos direcciones. Toda búsqueda de aceptación y de reconocimiento implica también la aceptación y el reconocimiento de los otros. La defensa del español y de nuestras culturas no debe significar nunca un rechazo del inglés y de las muchas otras lenguas y culturas que conviven con nosotros aquí en el País del Sueño. Respetemos al otro, aprendamos del otro, y enseñémosle a apreciar nuestro valor y nuestra dignidad.
Cada nuevo idioma que aprendemos, cada cultura que acogemos en nuestro corazón, enriquecen nuestra vida, nos dan valores nuevos y amplían nuestra perspectiva. Amemos nuestras banderas, nuestros símbolos, nuestra literatura, pero no permitamos que nos separen de otros. No olvidemos que –antes de ser hispanos o latinos– somos seres humanos: misterios que miran el universo con ojos sorprendidos.
Hace veinticinco años dejé una ciudad donde la gente se había vuelto “desechable”. La violencia, el dolor y el desaliento habían estado a punto de destruirme. Pero el amor por la literatura me salvó.
También me salvó una multitud de seres que me han ayudado en el camino, que se han unido al coro con que expreso mi mensaje.
La lista completa sería enorme, ya he mencionado algunos, pero no quiero dejar de mencionar a otros que me han ayudado desde que vine al País del Sueño. Gracias a María Cristina Montoya, a Jacqueline Donado, a Susan Byrne, a Nadia Celis, a Carlos Raúl Narváez, a Luz Merlin Alzate, a Héctor Hernández Ayazo, a Miguel Falquez-Certain, a Nereo López Meza, a mi amada Gloria Virginia y a mi otra amada, en el más allá, Marilla Waite Freeman.
Gracias también a Tony Bedoya y a Rosita y Ofelia, mis tías abuelas.
El fin de semana pasado estuve visitando ésa que es la rama más antigua de mi tronco familiar.  Viven a pocas cuadras de aquí, vinieron al País del Sueño hace medio siglo y no sólo abrieron puertas, sino que las construyeron. Hablaba con ellos del homenaje que recibiría esta noche cuando Ofelia –una de las mujeres más hermosas e inteligentes que he conocido– lanzó al aire una pregunta que yo también me he hecho muchas veces:
“Cómo estaría Félix de contento”.
Mi padre, Félix Arango, el vendedor de fantasías, pagó por la publicación de mi primer libro de cuentos, cuando yo apenas tenía dieciocho años. Andaba con el libro por todos lados, se lo mostraba a todo aquel con quien se cruzaba, y era el ser más orgulloso de la tierra.
Ese fue mi único libro que mi padre conoció.
Desde entonces, cada vez que han salido publicados los otros libros –o cada vez que he recibido una distinción– me he venido haciendo la misma pregunta:
“Cómo estaría de contento”.
Ahora sé la respuesta a esa pregunta.
Está feliz. Está saltando de la dicha.
El vendedor de fantasías está vivo y yo soy su alegría.







jueves, 28 de agosto de 2014

Los pasillos de la libertad - La columna de Vivir en El Poblado



El vendedor de fantasías sabía lo que hacía. Cada semana llegaba con el nuevo tomo de la Biblioteca Básica Salvat, lo ponía en los estantes del multimueble y se ocupaba de otras cosas. Nunca me dijo que leyera, pero caí en la trampa. El primer libro que leí porque me dio la gana, sin que fuera una recomendación o una tarea, fue Las aventuras de Tom Sawyer. Elegir ese libro y recorrerlo ha sido uno de los actos más libres y decisivos de mi vida.

Estaba en quinto de primaria cuando intenté leer El otoño del patriarca. No llegué lejos en la lectura. Sólo entendí que unas vacas se comieron unas cortinas y se metieron a un balcón. Pero encontrar ese libro en la biblioteca, prestarlo y tratar de leerlo me hizo sentir libre, poderoso, conectado con las cosas de veras importantes que pasan en este mundo.

La bibliotecaria del bachillerato era joven, simpática, tenía un cuerpo y un rostro hermosos que me alborotaban las hor­mo­nas ya de por sí muy alborotadas. Me encantaba ir a leer a la biblioteca, atender sus sugerencias, mirarle más allá del escote esas pecosas preciosuras. Recuerdo que estaba rojo como un tomate cuando presté Todo lo que usted quería saber sobre el sexo y nunca se atrevió a preguntar. Pero ella fue compasiva y ese día me facilitó aquel duro trance.

La Biblioteca Pública Piloto era el cielo de los libros. Mi sección preferida era la 863, la de los libros de ficción. Algunos estantes los agoté metódico, como el de Julio Verne. Pero siempre me tomaba el tiempo para explorar por otros lados, para considerar títulos, para refinar el arte de saber con una hojeada si un libro es para mí. Si no quería que alguien supiera de mis intereses, leía el libro en la biblioteca. Pero, los llevara o no a casa, todos los libros eran míos y podía leerlos si quisiera y la vida me alcanzara.

Puedo escribir mi vida a partir de las bibliotecas en que “he vivido”. La Bartolomé Calvo, en Cartagena, donde encontré joyitas cuyo recuerdo aún me persigue. La Biblio­teca de Dou­glas, en Rutgers, donde la soledad era menos sola y dejaba de leer para contemplar en el ventanal la nieve que imponía su blancura copo a copo. La biblioteca de Firestone, en Princeton, con pasillos de anaqueles donde había libros que nadie había hojeado en siglos.

En la biblioteca de la universidad donde trabajo empie­zan a consultar a los profesores sobre la posibilidad de renunciar a los libros de papel y mudarse por completo a lo digital. Yo puse el grito en el cielo. Con mi inglés acentuoso me dediqué a hacer la defensa de uno de los pocos actos libres que nos quedan: recorrer los estantes de una biblioteca, dejarse inte­resar por un hallazgo. Algunos alegaron que lo mismo podía hacerse en los archivos electrónicos, pero el descubri­miento afortunado es menos mágico en esas redes donde cada click que damos nos encierra en perfiles y estadísticas. 

La Universidad Politécnica de la Florida acaba de inau­gurar la biblioteca sin libros de papel. Tiene bibliotecarios. Tiene catálogo electrónico. Su colección la componen 135 mil libros electrónicos. Pero su moderna arquitectura no ha desti­nado espacio para anaqueles. Para los que tardan en resignarse o adaptarse, la biblioteca tiene impresoras disponibles, pero recomiendan a los usuarios habituarse a leer en las pantallas. Los promotores de la idea están convencidos de que son unos pioneros. A mí me parece que son unos criminales.


Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de agosto de 2014.