viernes, 29 de enero de 2016

La miel de los días

La columna de Vivir en El Poblado.




En su Vida de San Josafat, cuenta Juan Damasceno que un hombre iba huyendo de un furioso unicornio que sólo con sus bramidos hacía temblar los montes y resonar los valles. El hagiógrafo omite explicar las razones de esa furia y la existencia misma del animal quimérico. Lo cierto es que el peligro era grande y, por andar mirando atrás a su perseguidor, aquel pobre desgraciado no advirtió a dónde iba y cayó en una oscura hondonada.

Como era recursivo, y apreciaba la vida, el hombre intentó asirse de algo y encontró algunas ramas que detuvieron su caída. Se aferró con fuerza a aquellas ramas, se acomodó en una de ellas y suspiró contento, pensando que con eso había escapado del peligro. Pero cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad pudo ver que dos ratones —uno blanco y uno negro— mordían diligentes la raíz del árbol y estaban a punto de cortarla.

El hombre miró el fondo de la hondonada y vio que allá abajo había un dragón horrendo que echaba fuego por los ojos y lo estaba mirando con gesto terrible, con la boca abierta y esperando a que cayera para tragárselo. Luego el hombre oyó un siseo, se volvió a mirar las ramas del árbol y vio que en una de ellas había cuatro serpientes venenosas que alargaban los cuellos —aunque en las serpientes todo es cuello— con la intención de atacarlo.

Nuestro hombre empezaba a pensar que su situación era desesperada cuando vio que de unas hojas del árbol caían unas gotas de miel y se sintió muy contento. Maniobró para acercarse a aquella rama, abrió luego la boca y se dedicó a saborear con deleite la dulzura de las gotas. Muy pronto se olvidó de los peligros que lo rodeaban. Se olvidó del unicornio enojado que estaba allá arriba, se olvidó de las serpientes ávidas que tenía al lado, se olvidó del dragón horrendo que estaba allá abajo, se olvidó de la tarea infatigable del ratón negro y el ratón blanco y de la fragilidad del árbol, que ya estaba a punto de caer. Todo se borró como por arte de magia y en el mundo sólo parecían existir aquellas gotas de sabor tan exquisito y delicado.

La vida de San Josafat no sólo es curiosa por haber permitido que el Buda, Siddhartha Gautama, llegara a formar parte del santoral católico (su festividad es el 27 de noviembre). También es notable por la riqueza de los relatos que la adornan. La historia del hombre que huía del peligro y se entretuvo con unas gotas de miel se ha convertido con el tiempo en un verdadero clásico entre las alegorías de la vida.

Dice Damasceno que esta historia nos ilustra la manera como los seres humanos se entretienen con goces super­fluos y se olvidan de los grandes peligros que amenazan la integridad de sus cuerpos y sus almas. El unicornio es la muerte, que desde que nacemos nos persigue y no dejará de alcanzarnos. La hondonada es el mundo, que está lleno de males y miserias. El árbol al que el hombre se aferra es el curso de la vida. Los ratones que lo roen, uno blanco y otro negro, son el día y la noche que se suceden para acabar con nuestras horas y con el tiempo que nos ha sido asignado. Las cuatro serpientes son los cuatro ele­mentos o humores que constituyen nuestra com­ple­xión: la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema; pues el exceso de uno de ellos produce turbación y ocasiona la muerte. El dragón espantoso es la amenaza del infierno, que abre las fauces para tragarse a los pecadores. Las gotas de miel, por su parte, son los gustos, distracciones y entretenimientos que ocupan nuestras vidas.




Publicado en Vivir en El Poblado el 29 de enero de 2016.








viernes, 15 de enero de 2016

El río de arena

Un anticipo de 
"Su rostro era el de un hombre que viene de muy lejos"

La columna de Vivir en El Poblado.



Al dejar la ciudad, los monjes bebieron largamente en la cisterna. Sólo Hwuy King se negó a beber. “Si hemos de entrar en el desierto”, dijo, “ya estoy en el desierto. Si la sed va a abrasarme, ya me abrasa”. Los guardias de la frontera soltaron risotadas al ver a aquellos hombres partir tan apurados en dirección a la nada. En el último confín de tierra fértil, Tao Cheng vio una flor cuyo recuerdo no dejaría de atormentarlo. Siguieron corriendo hasta que dejaron de oír ladrar los perros. Cuando empezó a clarear, pudo verse mejor el paisaje de piedras menudas, como pulverizadas, con sus colinas bajas como ruinas de montañas.
El río de arena tenía entre tres y diez millas de ancho, y del este al oeste se extendía dos mil millas. Se decía que en ese desierto había demonios malvados y vientos de fuego con los que cruzarse representaba una muerte segura. En aquella corriente de sequía yacían sumergidos muchos reinos. Ejércitos altivos y linajes milenarios habían sucumbido a la ferocidad de su oleaje. En Tun-huang les habían advertido que ahogarse en ese río era una de las muertes más terribles. Cuando miraban a su alrededor, tratando de decidir qué rumbo tomar, los viajeros no sabían cómo escoger. Allí no había un solo pájaro para ver en el cielo, ni un animal en el suelo. La única marca que indicaba algún indicio de camino eran los huesos esparcidos.
Después de tres semanas de marcha ininterrumpida –pues habían aprendido a seguir caminando engañados con la idea de que estaban durmiendo– Fa Hsien y sus compañeros empezaron a alucinar. Oyeron el aliento burlón de los demonios. Luego vieron un ejército de hombres elegantes y a caballo, con sombreros de penachos, saludando al cruzarse con ellos. Vieron ciudades inmensas flotando en el cielo. Vieron figuras incomprensibles que luego se deshacían en figuras aún más incomprensibles. Oyeron voces que insistían en invitarlos a darse por vencidos. Vieron los treinta y seis reinos que fueron sepultados en una sola noche. Vieron a sus habitantes momificados en su horror; pues la arena se había bebido la humedad y había dejado el gesto y la cáscara resecos y a prueba de milenios. Vieron la momia de una mujer que murió al dar a luz un obsequio para la muerte. Vieron la boca fruncida en un gesto de dolor y los ojos abiertos. Tenía el cabello recogido, la piel reseca pero intacta, las manos juntas en el pecho y un gesto anestesiado de sufrir.
Cuando por fin llegaron a un sitio verdadero, los monjes trasegados no podían atreverse a creerlo. Aquel caserío desierto se llamaba Mogui-chen, el pueblo de los demonios, y el ángel les advirtió que en ese sitio no podría protegerlos.
 “Cosas extrañas ocurren allí”, dijo el ángel.
Trató de convencerlos para que siguieran de largo, pero los monjes estaban tan cansados que nada malo que les ocurriera podía parecerles tan malo.
“Muchos de los que pernoctaron en este caserío desaparecieron”.
“Desaparecer”, repitió Hwuy Yeng con gesto ilusionado.
“Cuentan”, dijo el ángel, “que un ejército llegó a ese lugar y se detuvo porque venía una tormenta. El viento y la arena se colaban por entre los tablones de las casas y, al hacerlo, sonaban como voces que llamaban a los soldados por su nombre. Cuando cada soldado atendía su llamado y salía de la casa, el viento y la arena lo arrastraban. El ejército entero desapareció de ese modo”.
Pero aquello había sido como leerle un cuento de hadas a un niño. Ya los monjes habían buscado acomodo y dormían como muertos que no se descomponían. No desaparecieron. Al clarear el día siguiente reanudaron la marcha.

*Fragmento de “Su rostro era el de un hombre que viene de muy lejos” (Ediciones B Colombia). Novedad editorial de marzo del 2016.



Publicado en Vivir en El Poblado el 15 de enero de 2016








martes, 22 de diciembre de 2015

Muchos libros de regalo

El periódico El Colombiano pregunta a un grupo de escritores 
qué libros regalarían y cuál fue el primer libro que recibieron de regalo.

















lunes, 21 de diciembre de 2015

El corazón del amado




El corazón del amado

 El Lord de Councy, vasallo del Conde de Champagne, era uno de los hombres más apuestos y admirados de su tiempo. Amaba con pasión desaforada a la esposa del Lord du Fayel y tenía la fortuna de ser correspondido por la dama. La mujer se llenó de tristeza cuando supo que su amado había resuelto acompañar al Rey y al Conde en las guerras de Tierra Santa, pero decidió no oponerse a su voluntad. Pensó que la distancia haría que las sospechas de su esposo se disiparan.
Cuando llegó el momento de partir, los amantes se reunieron en secreto y llenaron el encuentro de ternuras y de lágrimas. Antes de dejarlo ir, la dama le dio de regalo a su amado un anillo, unos diamantes y un lazo de seda entretejida con su pelo y adornado con perlas. Según era costumbre en aquel tiempo, los soldados ataban lazos como ese al casco de su armadura, para armarse de valor y también recibir protección en la batalla. El joven aceptó gustoso el regalo de su amada, prometió volver lleno de gloria y se marchó a la guerra.
Corría el año de 1191. En Palestina, durante el sitio de Acre, al momento de ascender una rampa, el hombre recibió una herida que resulto ser mortal. Los pocos momentos de vida que le quedaban los invirtió en escribir una carta a su amada. En las hojas dejó derramado el fervor de su alma. Luego le ordenó a su escudero que –en cuanto muriera– le arrancara el corazón, lo embalsamara y lo hiciera llegar a su dueña, junto con los presentes que ella le había dado en el momento en que se separaron.
El escudero obedeció la orden de su amo. Regresó a Francia con los regalos y el corazón embalsamado y, al acercarse al castillo del Lord du Fayel, se escondió en un bosque, a la espera de un momento propicio para hablarle a la dama. Pero quiso la mala fortuna que el escudero fuera descubierto y reconocido por el Lord du Fayel, quien sospechó de inmediato que aquel hombre le traía a su esposa algún mensaje de su amo y lo amenazó con matarlo si no revelaba el propósito por el que había regresado. El escudero aseguró que su amo estaba muerto, pero Du Fayel no le creyó y en un arrebato de furia esgrimió la espada. Aterrorizado, el escudero confesó todo y entregó el corazón, los regalos y la carta de su amo.
Enloquecido por los celos, Du Fayel planeó la más terrible venganza. Le ordenó al cocinero que macerara el corazón y lo mezclara con carne, para después preparar un estofado, el plato favorito de su esposa. Esa noche, la dama comió el estofado con mucho deleite. Terminada la cena, el Lord du Fayel le preguntó a su esposa si le había gustado lo que había comido. La mujer respondió satisfecha que la carne había estado excelente.
“Es por eso que hice que te la sirvieran”, dijo su esposo. “Porque es una carne que te gusta mucho. Acabas, querida, de comer el corazón del Lord de Councy”.
La mujer no podía creer lo que su esposo le decía. Sólo cuando vio la carta de su amado y el anillo y los diamantes y el lazo de seda, comprendió que era cierto lo que le decía. Un estremecimiento de pavor la recorrió. Luego alzó la mirada enrojecida y, embriagada de dolor, le dijo a su marido:
“Es verdad que yo amaba este corazón, porque era digno de ser amado. Nunca encontré uno mejor. Y ya que he comido de carne tan noble, y que mi estómago es la tumba de tan precioso corazón, no volveré a comer nada que le sea inferior”.
Luego se retiró del comedor, cerró para siempre la puerta de su cuarto, se negó a aceptar cualquier forma de comida o de consuelo y, después de cuatro días de horrible agonía, murió.



 Texto publicado en Vivir en El Poblado, el 4 de diciembre de 2015.




viernes, 4 de diciembre de 2015

Reverendos




La historia de los títulos de nobleza revela un rasgo siempre notorio de la naturaleza humana. Cuenta Disraeli que el título de “Ilustre” empezó a utilizarse en tiempos del emperador Constantino, para referirse a aquellos de reputación espléndida en las armas o en las letras. Al principio sólo los soldados más valientes recibieron ese título. Tan alta era la distinción que no podía ser heredada por los hijos de quien recibiera el título. Pero con el tiempo fue perdiendo su importancia y todo hijo de príncipe era considerado “Ilustre”. Cuando el título de ilustre empezó a perder su lustre, los italianos empezaron a llamar a sus emperadores “Super­ilustres”, pero ese título reforzado no tuvo mucha acogida y pronto dejó de usarse. Para el siglo 19, ya el título de “Ilustre” había dejado de usarse para hablar de méritos militares y era común usarlo para referirse a los poetas.

Se dice que los títulos de honor de Henry IV ocupaban cuatro páginas. En España y Portugal los títulos de cortesía proliferaron de tal modo, y de manera tan absurda, que Felipe III se vio obligado a reducir los protocolos a la fórmula “el Rey Nuestro Señor”. Así dejó de lado los atributos fantásticos y epítetos desmesurados, como el de “emperador de emperadores victoriosos” o “domador de gentes bárbaras”, que inundaban y hacían engorrosos los documentos oficiales.

La suerte de otros títulos ha sido similar. El título de “Alteza” sólo se daba a los reyes. Era el utilizado en Inglaterra por Enrique VIII y, en España, por Fernando de Aragón e Isabel la Católica. Pero con el tiempo el título empezó a ser usado por todo el que quisiera atribuirse sangre azul y dignidad real.
  
El título de “Majestad” tuvo un pobre principio. El primero en usarlo fue Luis XI, en el siglo 15. El “Tiberio de Francia” era un hombre de hábitos sórdidos y aspecto desarrapado. Pero el título fue rescatado por Carlos V, quien al coronarse emperador pensó que “Alteza” ya no era suficiente y decidió darle un nuevo sentido a “Majestad”.

En aquellos tiempos “reales” los títulos eran cosa seria y no se podían usar con ligereza. La diferencia entre “Alteza” y “Excelencia”, por ejemplo, era muy marcada. Así lo demuestra el incidente en que el príncipe don Juan, hermano de Felipe II utilizó el primer título y la ciudad de Granada lo saludó como “Alteza”. El asunto causó revuelo en la Corte. Hubo intrigas y mensajes de protesta. Al final, el Príncipe tuvo que renunciar al título de “Alteza”, y usar a cambio el de “Excelencia”; pues de haber persistido en ser llamado como sólo Felipe II podía ser llamado, corría el riesgo de ser ejecutado por traición.

En el siglo XVII los cardenales solían ser llamados con el título de “Señoría Ilustrísima”. Pero el título pronto se quedó corto y el Duque de Lerma, el ministro y cardenal español, decidió en su vejez que lo llamaran “Excelencia Reveren­dísima”. En aquel tiempo la Iglesia de Roma estaba en su esplendor y el título de “Reverendo” se consideraba mucho más alto que el de “Ilustre”. Pero “Reverendo” también corrió la suerte de “Ilustre”, y con el tiempo fue reemplazado por “Eminente”.

Hoy en día cualquiera de estos títulos produce una sonrisa y despierta irreverencia. Pero eso no quiere decir que las costumbres y vanidades que inspiraron esa secuencia de absurdos hayan desaparecido. Nos resulta imposible sustraer­nos a nuestro pasado cortesano. Doctor, Patrón o Capo son las versiones contemporáneas y locales de esos títulos que por igual señalan a quienes ostentan los poderes terrenales y la fragilidad de sus reinados.




Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de diciembre de 2015.






viernes, 20 de noviembre de 2015

El rey forastero




El sirio Juan Damasceno —a quien la Virgen le restituyó un brazo que había perdido— cuenta en su Vida de San Josafat que en tiempos antiguos había una ciudad muy grande y populosa cuyos habitantes tenían la costumbre de elegir por rey a un extranjero que no tuviera noticia de ese reino y república. Para tal fin, enviaban a lugares remotos unos emisarios que llevaban consigo la lista de atributos que había de tener el elegido. Cuando encontraban al que buscaban, le hacían esa oferta que nunca se supo que alguno rechazara.
Durante un año los habitantes de aquella ciudad dejaban que su rey forastero obrara libremente. Era frecuente que los recién coronados se comportaran al principio con mesura y quisieran ser ecuánimes. Como estaban convencidos de que reinarían por el resto de sus días, muchos pensaban que ganarían gloria y que su nombre sería recordado por los siglos venideros. Pero era inevitable que con el exceso de poderes y con el paso de los días los reyes empezaran a llenarse de soberbia y de maldad.
Ocurría entonces que, cuando los reyes estaban más descuidados y sin recelo, las gentes de aquel reino llegaban hasta ellos de manera repentina. Los despojaban de sus vesti­duras reales y, después de sacarlos desnudos de la ciudad, los llevaban a una isla lejana, donde venían a padecer grandes penurias. La fortuna de esos reyes mudaba en un instante de la riqueza a la pobreza, del gozo a la tristeza, de la vida regalada a la vida ator­mentada por el hambre, de las túnicas reales a la desnudez completa. Ni uno solo de esos reyes dejaba de morir en pocos días; ya por las privaciones, ya por el anonadamiento en que los postraba su mudanza.
Sucedió que en cierta ocasión las gentes de aquella ciudad eligieron como rey a un hombre prudente y astuto que aceptó con reservas la oferta que le hicieron de coronarlo. Al llegar al castillo notó que en aquel reino no había memoria de los reyes anteriores: ni un cuadro en las paredes, ni una estatua en las plazas. En los consejos procuró indagar sobre las costumbres de ese reino pero siempre le respondieron con evasivas.
Con el tiempo aquel rey obtuvo la confianza de un miembro de la corte que le confesó la costumbre de sus conciu­dadanos. Apenas tuvo conocimiento de esa curiosa inconsis­tencia, aquel hombre procuró gobernar con discreción y sin soberbia. De manera silenciosa empezó a trabajar para su propio beneficio, buscando la manera de no morir de hambre ni de frío cuando la multitud viniera a desterrarlo.
Aquel rey pasaba los días lleno de inquietud y de recelo, pensando que en cualquier momento llegarían a despojarlo. Con la ayuda del cortesano amigo, empezó a sacar del palacio las riquezas de aquel reino, sus tesoros más valiosos, y a embarcarlos hacia la isla donde habrían de desterrarlo. Fue una labor lenta y sigilosa. El rey no tuvo una sola noche de descanso.
Cumplido un año de su reinado vinieron los ciuda­danos con un grande alboroto para deponerle de su dignidad y oficio de rey, tal como habían hecho con sus antecesores, y a enviarle a aquella isla desterrado. El hombre los dejó hacer lo que quisieron, se dejó conducir sin mucha pena, y vivió en su destierro muy próspero y feliz, gracias a los tesoros que había sacado.

Dice Damasceno que esa ciudad es el mundo loco, vano, inconstante, en el cual —cuando uno piensa que reina— de repente lo despojan de todo y a la sepultura va a parar sin nada de lo que tuvo. Los reyes incautos son aquellos que andan ocupados en gozar y entretenerse con sus bienes transitorios y caducos, como si fueran inmortales. Y la isla… ya no importa. La isla sólo importaba cuando la gente tenía alma. 


Publicado en Vivir en El Poblado el 20 de noviembre de 2015.