domingo, 28 de agosto de 2016

Un libro que ha hecho historia

"Veinte años después de su publicación, Un ramo de nomeolvides, 
la crónica sobre el paso de García Márquez por El Universal 
sigue siendo un documento vigente e imprescindible". 




Un libro que ha hecho historia

En abril de 1994, Gabriel García Márquez volvió a conmocionar el mundo editorial con la aparición de la que sería su penúltima novela: Del amor y otros demonios. Otra vez la palabra amor aparecía en el título de un libro suyo y otra vez la ciudad de Cartagena, estilizada por el arte, volvía a ser escenario de su obra. La trama general de la novela podría situarse en algún momento impreciso del siglo 18, pero la génesis del relato se hallaba mucho después, en octubre de 1949, cuando Gabriel García Márquez era un reportero principiante en este diario y, supuestamente, fue enviado por su jefe de redacción a cubrir la noticia de la apertura de unas criptas en el antiguo convento de las clarisas.
La mención de su paso por El Universal y del discreto magisterio de Clemente Manuel Zabala causó revuelo local. Ya para entonces se rumoraba con insistencia que García Márquez había exagerado la importancia de Barranquilla en su destino de escritor, y que había dejado en la sombra su experiencia cartagenera. La mención en el prólogo era, en cierta manera, una respuesta a esos rumores: Zabala era tan digno de inclusión en su obra como antes lo habían sido Cepeda, Fuenmayor, Germán Vargas o “el sabio catalán”.
El revuelo encendió el bombillo de Gerardo Araújo y Héctor Hernández Ayazo, gerente y director de El Universal. Por qué no hacer “una vaina berraca”, por ejemplo un libro, para destacar el hecho de que los inicios de García Márquez como periodista habían tenido lugar en este periódico. La idea tomó vuelo y fue así como cayeron en mis manos la oportunidad y el reto más importantes que he tenido en mi vida. Me apresuré a diseñar el proyecto y, a finales de ese mismo mes de abril, recibí vía libre y el apoyo decidido del periódico para que escribiera una crónica –con entrevistas y textos rescatados del archivo– sobre el paso de Gabriel García Márquez por El Universal.
Hasta ese momento pocos habían escrito sobre el tema. Al lado del estudio y la recopilación de columnas hecha por Jacques Gilard, el precedente más importante era una serie de ensayos académicos –posteriormente reunidos en un libro– del investigador Jorge García Usta, en los que daba cuenta de hechos notables de lo que llamó “periodo Cartagena”, destacaba la influencia de Clemente Manuel Zabala y aventuraba influencias –como la de Ramón Gómez de la Serna– en el estilo de García Márquez. Así pude saber que García Márquez empezó su colaboración con El Universal el 21 de mayo de 1948, cuando estaba recién llegado de una Bogotá conmocionada por el asesinato de Gaitán, que colaboró de manera casi continua con el periódico hasta diciembre de 1949, cuando se fue a Barranquilla, y que volvió a escribir aquí –de manera más discreta– cuando su familia vino a vivir a Cartagena a principios de la década del 50. Con esa información básica empecé el lento y minucioso proceso de investigación que me llevó a escribir Un ramo de nomeolvides, un libro que ha sido objeto de elogios innumerables y de alguna calumnia que la ignorancia se ha ocupado de propagar.
Muchísimo trabajo

Cartagena no sería Cartagena si en aquel tiempo algunos no se hubieran preguntado por qué razón un paisa había sido comisionado para hacer una tarea que debió hacer alguien de la región. Puedo responder por mis motivos. Desde que estudié periodismo en Medellín les decía a mis amigos que quería vivir en Cartagena y trabajar en El Universal, porque allí era donde García Márquez había comenzado. Cuando tuve una oportunidad, me vine a esta ciudad que siempre he amado y tardé poco en llegar a trabajar en la redacción de El Universal. A los veintidós años había publicado mi primer libro –la primera biografía que se escribió de Julio Cortázar–, y desde el momento en que llegué al periódico me dediqué a escribir crónicas y a hacer literatura. Pronto asumí la edición del suplemento Dominical. La pasión por el oficio nunca me ha faltado. Si me comprometía a escribir un libro estaba convencido de que persistiría hasta materializarlo. Creo que esas mismas razones fueron las de quienes me asignaron esa tarea que me cambió la vida.
Durante dieciocho meses me dediqué a investigar en archivos y bibliotecas. Me sumergí en aquella época: revisé noticia por noticia los periódicos disponibles, descubrí joyas escondidas y al final me sentí listo para hacer las entrevistas a quienes tenían información sobre esos tiempos y compartieron con García Márquez aquellos meses de sus inicios. En Cartagena, Bogotá y Barranquilla hablé con Héctor Rojas Herazo, Gustavo Ibarra Merlano, Manuel Zapata Olivella, Ramiro y Óscar de la Espriella, Víctor Nieto Núñez, Carlos Alemán, Jorge Franco Múnera, Elvira Vergara Echávez, Jorge Lee Biswell, Donaldo Bossa, Roberto Burgos Ojeda, Jaime Angulo Bossa, César Alonso Alvarado, Dorothy de Espinosa, Eliécer López y Pedro Pablo Vargas Prins. También tuve el privilegio de hablar con García Márquez en varias ocasiones y de pedirle que me confirmara su autoría de algunos textos que aparecían sin firma. Fueron cientos de horas de recuerdos vagos, repetidos, de oídas, pero en medio de los cuales se asomaban los instantes, las imágenes que necesitaba el libro.
Al final pasé muchas noches en vela enfrentando ese reto de escritura que sabía definitivo. El esfuerzo fue tan intenso, y en ocasiones me sentía tan cansado, que debía utilizar una grabadora en lugar del computador. Sólo mi familia más cercana y la gente de El Universal –con quienes me reunía con frecuencia para discutir los avances y el enfoque del libro– supieron del esfuerzo físico y mental que significó escribir Un ramo de nomeolvides. Por eso me han alegrado tanto sus éxitos, por eso –aunque quisiera ignorarlas– me duelen las calumnias que aún difunden académicos de rigor dudoso e irresponsabilidad criminal.
Cuando escribía Un ramo de nomeolvides pensé que escribiría un libro que el mismo García Márquez considerara intachable. No quise hacer un libro lisonjero y estoy convencido de que algunos pasajes le trajeron recuerdos dolorosos. El título del libro está inspirado en el primer vallenato que García Márquez decía haber aprendido en la vida: “Te voy a dar un ramo de nomeolvides para que hagas lo que dice el significado”. En diciembre de 1995, cuando le entregué el primer ejemplar impreso a su protagonista, le dije que esperaba que estuviera a la altura. “O a la bajura”, me respondió. Dijo que lo leería con un lápiz en la mano y sólo atiné a decirle que esperaba ver lo que quedara después del lápiz.
Dos años después tuve una alegría enorme, cuando escuché al mismo García Márquez invitar a un grupo de periodistas de Latinoamérica a que leyeran el libro: “Tiene una versión mejor que la mía”, les dijo. “Conoce de mi vida más que yo”. Veinte años después sigo creyendo que es uno de los mejores libros que he escrito.

Proyección de una obra

Un ramo de nomeolvides era un libro necesario, pues la información que recoge estaba a punto de perderse. Todos los entrevistados han fallecido y el libro llegó a ser la principal fuente documental que usó Gerald Martin en su biografía para hablar de García Márquez en Cartagena. También fue una de las fuentes primordiales de Eligio García Márquez en Tras las claves de Melquiades y obligó a Dasso Saldívar a hacer ajustes para la segunda edición de su Viaje a la semilla. El mismo García Márquez reconoció haberlo usado como referencia para su libro de memorias, Vivir para contarla. Años después, García Márquez le robó a Juan Gossaín su ejemplar del libro, porque el suyo no lo tenía en Cartagena. La segunda edición de Un ramo de nomeolvides apareció en 2013. El libro se ha convertido en referencia obligada y el rumbo de mi vida ha quedado marcado por sus efectos. Poco después de la publicación del libro recibí una beca para hacer estudios de doctorado en la Universidad de Rutgers, en Estados Unidos. Así dejé Cartagena y El Universal hace dieciocho años.
Los muertos no pueden defenderse, pero sus actos pueden seguir haciendo daño. Tras la publicación de Un ramo de nomeolvides, el autor del estudio previo afirmó que el libro era un plagio del suyo. Nunca puso una demanda, nunca demostró nada; pero sabía lo dañino que puede ser un rumor. Cualquiera que haya leído los dos libros sabrá que la acusación es infundada. Convencidos de que haciendo eco de sus errores exaltan su memoria, los herederos de su legado siguen con el infundio –y se exponen a demandas por calumnia– amparados en que vivo lejos y son pocos los que leen y nadie confirma la veracidad de los rumores. Pero esa nube no consigue ocultar la trayectoria de un libro que durante veinte años ha puesto muy en alto los valores que han hecho de este diario un patrimonio de Colombia y de la humanidad.
Un ramo de nomeolvides rescató del olvido grandes trozos de nuestra historia y ahora es parte de esa historia. Historiadores, sociólogos, estudiosos de la literatura y en particular de la obra de García Márquez siguen encontrando entre sus páginas información valiosa. Alguna vez le oí decir a García Márquez que un libro que consigue llegar a más de tres generaciones de lectores es un libro salvado del olvido, sin modestia he de decir que Un ramo de nomeolvides ha hecho “lo que dice el significado”.



En Generación

Un fragmento de Resplandor, en el suplemento Generación de El Colombiano.




viernes, 19 de agosto de 2016

El vuelo y La caída

La columna de Vivir en El Poblado




Es seguro que a todos nos ha ocurrido. Estamos en un café o en un aeropuerto, descansando o matando el tiem­po, cuando alguien se empeña en dirigirnos la pala­bra. El futuro de la charla depende de nuestro ánimo. Si quere­mos silencio, el otro no tendrá otra alternativa que alejarse y buscar oídos más atentos. Pero si en nosotros hay disposición, si un gesto revela algún vestigio de interés, las cosas pueden llegar bastante lejos.

He estado entre aviones las últimas semanas y he sido terreno poco fértil para el diálogo. Como está pasando mucho en mis adentros, he preferido cerrar los ojos o leer, limitarme a saludos y despedidas enfáticas y cordiales con mis interlocutores potenciales. Pero incluso escapando me he encontrado con ese tipo de charlas que ocurren entre extraños y que a veces son más abiertas que las charlas entre viejos conocidos.

En el tramo entre Ciudad de México y Bogotá –entreviendo el escenario de mi novela selvática– releí La caída, de Camus, y recordé una escena que no ha dejado de impresionarme. Ocurrió hace como tres años, en un vuelo entre Medellín y Bogotá. Yo había pedido un lugar en el pasillo porque me gustaba ir al baño sin practicar gimnasia olímpica. También, lo confieso, porque en ese tiempo creía haber perdido el interés por lo que se podía ver desde la ventanilla de un avión.

Cuando ocupé mi puesto, ya las otras dos sillas esta­ban ocupadas. A mi lado iba un anciano de bigote, piel curtida y atuendo campesino. Lo saludé, quise escapar a una revista, pero al momento llamó mi atención el revuelo en la otra silla. Una muchacha como de veinte años gritaba emocionada:
–Dios mío, qué dicha –decía–. Vamos a subir hasta esas nubes.

Fue sólo el comienzo. La chica se dedicó a admirar en voz alta el hermoso interior del avión, a alentar con aplausos el despegue de otros aviones. Se volvía al ancia­no y le hacía saber con gestos y palabras lo feliz que se sentía.

Los aviones están llenos de fanfarrones que presumen de que volar en avión no les parece nada del otro mundo. Muchos torcieron el cuello, indignados o perdonavidas, en dirección a la muchacha. La explosión de entusiasmo sería perdonable en una niña, pero a su edad parecía cruzar el límite del decoro. Me sumé al grupo de los perdonavidas y le pregunté al hombre si para ella era el primer vuelo en avión. Me respondió que sí. Quise seguir con la conversación y le pregunté si era su nieta.
–Es mi esposa –me dijo.

Supe que había metido la pata, que con solo una mirada había juzgado y que mi gesto de sorpresa era una nueva manera de juzgar. En otras circunstancias habría guardado silencio el resto del viaje. Ahora necesitaba hacer­me perdonar. La chica pasó el viaje entre exclama­ciones y gritos emocionados. Al final del vuelo el hombre y yo éramos amigos. Conocí muchos detalles de su vida como militar. Supe que sentía la cercanía de la muerte, que su esposa era la luz de sus últimos años y que el vuelo en avión era un regalo que ella le había pedido.

Dos cosas me quedaron de aquel viaje. El asombro del vuelo –he vuelto a pedir ventanilla cada vez que viajo– y la necesidad de recordarme que no debo juzgar. La caída, de Camus, es también una charla entre extraños. Tras un encuentro casual en un bar, un hombre le muestra a otro las hipocresías que lo habitan. Al principio la charla parece desvergonzada, pero luego descubrimos que aquella confesión es un espejo en el que se refleja la conciencia del lector. Todo ser humano se mueve por el mundo convencido de que es justo y que sus actos los inspira la bondad. Después de leer esa breve maravilla de Camus es difícil creer en la inocencia que con tanto trabajo nos hemos fabricado.


Publicado en Vivir en El Poblado en agosto 19 de 2016.






jueves, 18 de agosto de 2016

E quindi uscimmo a riveder le stelle


E quindi uscimmo a riveder le stelle - Dante (Infierno XXXIV, 139)
grabado de Gustav Doré



El final del infierno

Texto publicado en Vivir en El Poblado, 
el 3 de julio de 2010. 


Una de las tareas más arduas que he emprendido ha sido la lectura de la Divina Comedia. Varias veces he tratado de acompañar a Dante en su viaje inconcebible; de manera repetida lo he visto saludar a ese Virgilio con quien pudo hallar el rumbo en caminos imposibles; me he adentrado con ellos en el infierno, sabiendo que después de las escenas más “dantescas” y de las penas del viaje se encuentra el paraíso; me he armado de paciencia para interpretar símbolos y para conocer montones de habitantes de Florencia de fines del siglo 13; pero nunca, hasta ahora, había podido salir de los infiernos y entrever la esperanza que ilumina el purgatorio.

Muchas razones me hicieron penoso ese viaje. La falta de compañía era una de ellas. Me ha costado encontrar hoy en día gente interesada en ese poema sobrenatural. A la soledad se le suma la ligereza con que el mundo ha llegado a descreer de la imaginería que puebla la obra de Dante. El infierno ya no asusta a nadie. Si hay cielo o purgatorio es algo que tiene sin cuidado a la mayoría. Cuesta encontrar a una persona cuyos actos estén gobernados por el temor a un castigo o por la esperanza de un premio que se encuentran más allá de los confines de esta vida. Pero aún solo y sin creyentes quiero hablar de las sorpresas que ha venido a depararme este viaje hasta el final de los abismos infernales. 

Quizá no esté de más decir que la arquitectura perfecta del poema está compuesta por cien cantos, de los cuales 34 corresponden al infierno, 33 al purgatorio y 33 al paraíso. Mi último viaje me había conducido hasta el canto XXX, donde fue viva la emoción al comprender que esos gigantes que parecían molinos eran el opuesto perfecto, y quizá inspirador, de los molinos que parecían gigantes en la historia de Quijano el de la Mancha. Resultaba tentadora la idea de que Cervantes había hecho una alegoría del infierno aquí en la tierra. Pero esta vez el arrojo me alcanzó para seguir más allá y me permitió adentrarme en los círculos finales.

Los últimos círculos del infierno son helados y derivan sus nombres de traidores. En Caína están los que traicionaron y ejercieron violencia contra los suyos. En Antenora se encuentran los que traicionaron a su patria. En Tolomea se encuentran quienes traicionaron a sus huéspedes. En Judeca, en el fondo más hondo del infierno, están quienes traicionaron a sus benefactores. La distribución podría ser tan solo un capricho de Dante, para quien la traición era el más vil de los pecados, si no hubiera en Tolomea un complejo problema teológico: allí es posible hallar las almas de personas que aún están vivas. La explicación la da uno de los condenados: en el momento en que alguien comete una traición, su alma es conducida a ese penúltimo círculo del infierno, y el cuerpo queda a cargo de un demonio.

Uno puede no creer en el infierno o los demonios, uno puede estar convencido de que las religiones están hechas para controlar multitudes; pero, si ha seguido de corazón la profunda reflexión ética que es el infierno de Dante, no puede evitar preocuparse por los riesgos que corre el alma en cada pequeño acto. Saber que el infierno es posible e inmediato para aquel que comete una traición tiene un efecto sobrecogedor. El dolor podría ser insoportable si no llegara a rescatarnos esa luz con que termina el canto XXXIV: “E quindi uscimmo a riveder le estelle”, uno de los versos más consoladores que hayan sido concebidos. 


Oneonta (Nueva York), julio de 2010.






viernes, 5 de agosto de 2016

Jesusita

La columna de Vivir en El Poblado

Las monjas y el cardenal, escultura de Juan Fernando Torres. Plaza Débora Arango.


   
Los desterrados de hoy en día vivimos con la idea de que no estamos lejos. Por muy remota que sea la Siberia a la que fuimos a parar, las redes y aparatos consiguen conven­cernos de que muchas personas están acompa­ñándonos. Despierta uno en medio de la nada y sólo basta encender un aparato para saber en qué andan familia y amigos y apenas conocidos y hasta desconocidos con los que se aceptó jugar el juego de la proximidad virtual.

Mientras está listo el desayuno, o al final de la jornada, es posible moverse por parajes vacíos mientras se habla con alguien que se encuentra al otro lado del mundo. Es po­si­ble entregarse al olvido del sueño sin notar que hubo días enteros en que no vimos a nadie. A ese extraño zum­bido de aparatos podemos agregarle que a veces es posi­ble escapar por unos días y volver a los sitios que hemos abandonado. Entonces la vida nos sacude con una atrope­llada intensidad.

Después de largos meses en el frío y la distancia, el via­jero regresa a su tierra y empieza a calmar toda clase de hambres. Hay abrazos y besos que debe atesorar. Hay ros­tros y miradas como piedras preciosas que en breves ins­tan­tes desaparecerán. Hay preguntas e historias. Movi­miento y fatiga. Hay días que se escapan y anuncian el regreso a una gran soledad.

Al final de cada día el viajero procura dejar el testi­monio de todo lo vivido. No olvides –escribe– la luna entre los árboles, el ascenso a esa cima, aquellos colibríes, el hambriento lagarto. Anota ese refrán: “Es mejor morir de hastío que de ganas”. No dejes que se borre aquella charla en la que fueron a lugares muy hondos. Apúrate a poner en tu equipaje aquella voz de acentos errabundos, la tibieza de ese abrazo que conmueve hasta las lágrimas.

Saturado de gestos, de manos, de sonrisas, el viajero recuerda el destierro interior en que vivía antes de que se marchara. Entonces no había redes ni aparatos. No había voces remotas ni cercanas. Sólo libros y discos y páginas en blanco en las que imaginó conversaciones con seres ima­gi­narios. Embriagado por la aceptación y la aquies­cencia se dedica a pensar en la ironía de haber tenido que irse para encontrar por fin los tesoros ocultos de la tierra que dejó hace tantos años.

Muy pronto el viajero volverá a su destierro y se apura a escribir las historias oídas. La del coronel que no quiso ser magnate y prefirió sembrar de hijos las riberas del río Magdalena. La de la mujer taxista. La del escritor esclavo de su éxito. La de Jesusita, la mujer cuyo tranquilo despar­pajo salvó la vida de una estirpe populosa.

Los detalles de esa historia se le escapan y quizá sea preferible que así sea. Ocurrió en algún pueblo de Antio­quia que es todos y ninguno. A un hombre que tenía una carreta le encargaron llevar a Jesusita a la ciudad donde estaba decidido que se convertiría en monja. El rostro de Jesusita no mostraba ni alegría ni tristeza. El hombre de la carreta no dejó de notar su belleza recatada. Muchas veces, a lo largo del camino, se volvió a mirarla. Al final no se aguantó y le preguntó por qué había decidido hacer­se monja.
–Porque nadie ha querido casarse conmigo –dijo Jesusita.
El carretero siguió pensativo un largo rato. Luego soltó un suspiro:
– ¿Y si te casas conmigo?
–Está bien –dijo ella levantando los hombros.

 Jesusita y el hombre de la carreta regresaron al sitio de donde habían partido. Tuvieron una prole numerosa y sus afortunados descendientes aseguran que fueron muy felices.



Publicado en Vivir en El Poblado en agosto 5 de 2016.








viernes, 22 de julio de 2016

El editor y su sombrero

La columna de Vivir en El Poblado




Al principio hay un hombre de gesto ansioso. Llueve en New York y todos –menos él– se mueven resguardados por paraguas y abrigos y sombreros. Es una tarde gris de hace noventa años y el país en que vive esa gente se encamina hacia una depresión arrasadora. El hombre está detenido. La lluvia parece no importarle. No tiene som­brero y su cabello es de un rubio sucio y ensortijado. Cubre con la mano la brasa del cigarrillo, aspira con intensidad y dirige la mirada al edificio de la editorial donde dejó el manuscrito de su primera novela.

El manuscrito se mueve lentamente por un laberinto de escritorios. Si logra llamar la atención de Max Perkins, tiene posibilidades. Perkins es legendario; descubrió y pulió a Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway. Es un hombre de ojos tristes y ademanes contenidos. No se quita el sombrero para nada. Perkins decide leer el manuscrito durante el viaje en tren hasta su casa. La prosa frondosa lo atrae y desconcierta. Aquella voz que se derrama a borbo­tones tiene posibilidades. Esa noche participa dis­traído en los rituales del hogar. En pijama, y todavía de sombrero, sigue aferrado a esas páginas.

Pocos días después el hombre que esperaba bajo la lluvia irrumpe en la editorial, burla la barrera de la recepción y se mete en la oficina de Perkins. Dice que sabe que no le van a publicar su novela y demanda que el mejor editor de su tiempo le diga que no sirve para nada. Perkins sosiega el ímpetu del escritor –ahora sabemos que se llama Thomas Wolfe–, le habla del interés de la editorial en su novela y le ofrece un anticipo. El autor lo mira incrédulo. Perkins dice que sólo hay una condición: habrá que editar mucho el texto. Wolfe acepta sin pensarlo demasiado, pues ignora todo lo que tendrá que eliminar. Así empezó una legendaria relación de autor-editor que dejó huella en la literatura estadounidense. En ella se resume una época remota en que los editores sabían de literatura y las editoriales procuraban difundirla.

Nunca he sido amigo de los biopics, porque pienso que nos dicen más del director que del biografiado. Vi una película sobre Edgar Allan Poe por la que su director merecía ser emparedado vivo. Pero dejé de lados mis reservas para ver Genius, porque la escritura y la edición siempre me han apasionado y es raro verlas en el cine.

Es casi seguro que el Thomas Wolfe encarnado por Jude Law sea muy distinto del Thomas Wolfe real. El actor le coquetea a la academia de los Óscares con un personaje visceral, gesticulante. Su amante –representada por Nicole Kidman– es una caricatura. Uno de los pocos momentos que salvan la película ocurre cuando Perkins –Colin Firth– le dice a la mujer que edite los excesos de su personaje. La mujer estaba celosa de Perkins, porque Wolfe pasaba más tiempo con él, y había llegado a su oficina con un arma, indecisa entre matarlo o suicidarse.

Casi nada es plausible en esta película. Salvo por la callada intensidad de Perkins y una que otra reflexión sobre el arte de editar, lo demás es aparatoso. La concep­ción del genio es estereotipada, los personajes son excesivos, las situaciones y las emociones son como de telenovela. Pero hay algo en la historia que consigue redimirla.

Thomás Wolfe murió de 38 años. Había publicado varias novelas al lado de Perkins, pero al final se fue con otra editorial, para huirle al rumor de que el mérito de sus libros era del editor. En la última escena, Perkins recibe la carta que Wolfe le escribió antes de morir. Al recorrer esas líneas nostálgicas, temerosa del final, Perkins se despoja del sombrero y derrama una lágrima. Su cabello es ondu­lado, un poco más oscuro que el de Wolfe, y en esa desnudez quedan expuestos el dolor y la fragilidad de ese hombre cuyo único propósito era dar brillo a los otros. Si Perkins hubiera estado a cargo de la edición de Genius, me temo que sólo habría dejado el minuto final.



Publicado en Vivir en El Poblado el 16 de julio de 2016.





viernes, 8 de julio de 2016

Colbert en la oscuridad

La columna de Vivir en El Poblado




Uno descubre que ha envejecido cuando la lista de cosas que quiere hacer empieza a reducirse. Después de visitar Sri Lanka sentí que la lujuria de viajar se había aca­bado. Salvo por las geografías del amor o por los hábitos de la nostalgia, podría pasar el resto de la vida en un solo sitio. Hace unas semanas, Gloria Virginia me pre­guntó con quiénes, vivos o muertos, quisiera o hubiera querido conversar. Entre los que ya se han ido, mi encuen­tro con Chesterton no lo cambiaría por ninguno. En cuanto a los vivos, tuve que pensar mucho para concluir que el único con quien tendría esa ilusión sería George Steiner. 

El primer libro de Steiner que leí fue Lenguaje y silencio y me ayudó a entender que mi extrañeza frente al mundo podía encontrar expresión en la literatura. Por eso me emocionó tanto encontrar hace poco una entrevista en la que Steiner, a sus 88 años, se expresa con el tono agridulce de las despedidas. Entre las muchas cosas que dijo en esa entrevista, Steiner especulaba que si Shakespeare viviera hoy en día trabajaría para la televisión. La frase me quedó resonando porque aún tenía viva la emoción de haber visto a Stephen Colbert, un hombre que sin ser Shakes­peare bien puede tener algo de su estatura.

A Colbert lo he seguido desde hace mucho. Su humor nace de una herida profunda: el accidente de aviación que mató a su padre y dos hermanos suyos. No me perdía la parodia con la que por años denunció la hipocresía de la sociedad norteamericana. Cuando ascendió a la cima de la televisión –como sucesor de David Letterman– pensé que Colbert estaba entrando en su decadencia. Viéndolo forcejear con la presión de los anunciantes y las políticas de su canal, viendo la manera temeraria como exhibe su catolicismo, uno piensa que en cualquier momento se puede “quemar”. Pero, aunque eso ocurriera, no dejaría de ser una de las mentes más brillantes que han pasado por la televisión. A esa mente inquieta y deslumbrante tuve la suerte de verla el lunes pasado.

Colbert no está en la lista de personas con quienes quisiera conversar, porque frente a su inteligencia me sentiría como un idiota; pero siempre quise asistir a la gra­bación de uno de sus programas. Valentina, mi hija, consiguió las entradas. Mi hijo y yo nos instalamos emo­cio­nados en el segundo nivel del pequeño y acogedor teatro Ed Sullivan, el mismo donde medio siglo antes se presentaron los Beatles. Vi a Colbert decir sin equivocarse las líneas que él y los escritores del programa habían preparado. Se le vio salvar de la intrascendencia entre­vistas que parecían no tener rumbo. Coordinó escenas y dirigió al director. Lo que más me gustó fue verlo cuando las cámaras no lo estaban grabando. Colbert fue más auténtico cuando respondió preguntas del público antes de empezar el show. Llevo conmigo cada gesto de esa humanidad pulida por la tragedia y el sentido religioso: su manera obsesiva de morder el lapicero, sus miradas al reloj cuando la grabación empezaba a prolongarse, la avidez con que asume su oportunidad. Pero, de todos los momentos, me quedo con uno en especial.

Ocurrió cuando la banda de rock invitada se robó la atención. Colbert vino hasta el extremo opuesto del escenario y, escondido en la sombra, se dedicó a mirar los perfiles del público atento a la canción. Gozaba del placer de mirar sin ser mirado. Parecía un adolescente dedicado a contemplar agradecido un sueño realizado. Pero el encanto se acabó cuando vio que en las sillas de arriba había un gordito que no prestaba atención a la banda de rock, porque en ese mismo instante no dejaba de mirarlo. Colbert se escondió tras bambalinas y yo sentí la dicha breve de haber hecho contacto. Salí del teatro pensando que, acabadas las listas, todo lo que la vida tuviera para darme sería en adelante regalos inesperados.

Publicado en Vivir en El Poblado en julio 8 de 2016.