martes, 21 de febrero de 2017

Relecturas




Notas de prensa, sobre temas literarios, 
publicadas entre febrero de 2009 y diciembre de 2016, 
en el periódico Vivir en El Poblado, de Medellín (Colombia).









sábado, 11 de febrero de 2017

Problemas de la insignificancia



En El eclipse de la muerte, Ernest Becker cita el ensayo “Los sentimientos de culpa de Adolfo Hitler”, de Waite, "en el que afirma que seis millones de judíos fueron sacrificados al sentimiento personal de Hitler de insignificancia y a la gran vulnerabilidad de su cuerpo a la mugre y a la decadencia. Tan grande era la angustia que le producían estas cosas a Hitler, tan baldado se sentía físicamente, que parecía haber creado una perversión singular para tratar con ésta, para vencerla. 'Hitler obtenía satisfacción sexual haciendo que una joven se acuclillara sobre él y se orinara o defecara sobre su cabeza'”. 









viernes, 10 de febrero de 2017

Ochenta años de olvido

El cierre de Vivir en El Poblado deja un enorme vacío.
Con esta nota, publicada el 15 de febrero de 2009, inicié mis colaboraciones en el periódico de Julio Posada, ese "milagro"editorial, como lo llamó García Márquez. 
Muchos recuerdos, mucha gratitud, mucha nostalgia.



Ochenta años de olvido

La frase es de Borges. Decía más o menos así: “ochenta años de olvido equivalen, tal vez, a la novedad”. La primera vez que la leí tuve que detenerme y releerla. Ese pequeño trocito de discurso es todo un tratado sobre la superstición de lo nuevo, ese error tan extendido que consiste en creer que el último grito de la moda es el mejor de los gritos. Después de muchos gritos la gente se pone afónica y aquel que ha vivido bastante sabe que los entusiasmos y las grandiosidades cada vez son menos grandiosos.
La frase de Borges me ayudó a entender un versículo enigmático del Eclesiastés: “No hay nada nuevo bajo el sol”. Fue a través de Borges que conseguí descubrir por qué la gente casi nunca nota que aquello que le parece nuevo ha estado dando vueltas por ahí desde hace miles de años.
Ochenta años, dos o tres generaciones, la duración pro­medio de una vida, bastan para que alguien proclame que estamos en presencia de cosas nunca vistas. Quizá los plazos se hayan acortado, pero la duración no es lo importante, sino la forma tan repetida como caemos en la trampa de lo nuevo. Pasa en todos los territorios de la vida y, por supuesto, pasa en el territorio de la literatura. No dudo que por ahí se están escri­biendo obras maestras, pero prefiero dejarle al tiempo la tarea de encontrarlas. Admiro a los lectores de hoy, escarbando entre tanta basura, para dejar indicios a los del futuro sobre lo que vale la pena; pero no quiero quitarles su trabajo.
Yo me quedo con lo viejo, con lo que ya pasó, con ese descubrimiento prodigioso que uno hace en el silencio de los estantes. Me quedo con la relectura, con ese volver a un río que no es el mismo. Los libros viejos casi siempre son más baratos y suelen decir cosas más inteligentes y sensibles que las que dicen los libros de hoy en día.
Por eso acepto con gusto y agradecimiento la invitación a hablar de relecturas, de regresos o de descubrimientos de cosas que andaban perdidas en el tiempo. Para empezar por algún lado, sugiero que volvamos a un libro que fue escrito hace justo ochenta años, La noche de San Martín, por un hombre de treinta años llamado, qué coincidencia, Jorge Luis Borges.
El libro está lleno de grandes poemas: “Fundación mítica de Buenos Aires” nos recuerda que con cada persona empieza de nuevo el mundo, la serie “Muertes de Buenos Aires” nos habla del diálogo secreto entre las flores y las tumbas, “La noche que en el Sur lo velaron” es, según Borges, “acaso el primer poema auténtico que escribí”. Son bocados deliciosos de esos que rara vez se encuentran.
Pero quiero señalar un poema en el que Borges recuerda la muerte de su abuelo. Una de las bellezas del poema es que el autor imagina, con detalles, el sueño que arrastró a Isidoro Acevedo mientras dormía. Pero más allá de la belleza está la magnitud descomunal de lo que ocurre cuando cualquiera de nosotros conoce, por primera vez, como si nunca antes hubiera existido, la realidad de la muerte. Es un poema para releer, habla de uno de los momentos definitivos de la vida, porque cuando somos niños y descubrimos la existencia de la muerte termina de repente nuestra inmortalidad.


Vivir en El Poblado, febrero 15 de 2009.





lunes, 6 de febrero de 2017

El silencio de Connie Converse

La sección Vidas de artistos,
en la revista Cronopio




Elizabeth Eaton “Connie” Converse era una mujer de múltiples talentos. Nació el 3 de Agosto de 1924 en Laconia (New Hampshire), fue brillante en sus estudios y para nadie fue una sorpresa que su clase de High School la eligiera para dar el discurso de graduación. Tampoco fue una sorpresa que Mount Holyoke College le diera una beca para hacer sus estudios universitarios. Lo que sí dejó boquiabierta a su familia fue que, en su segundo año, abandonara los estudios con la intención de viajar a Nueva York y hacerse escritora.








viernes, 27 de enero de 2017

El curioso impertinente

La columna de Vivir en el Poblado



Cuentan que en Florencia, hace ya un tiempo, vivían dos mancebos principales, de amistad tan entrañable que costaba imaginarlos separados. Crecieron juntos y tenían costumbres similares. Se llamaban Anselmo y Lotario, pero se les conocía como “los dos amigos”. Su mayor diferencia era que Anselmo se inclinaba a los asuntos amorosos y Lotario encontraba placer en las agitaciones de la caza.

Había en la ciudad una doncella tan hermosa, tan de buena familia y virtud, que hizo nacer en el enamorado corazón de Anselmo la voluntad de casarse.  Como “los dos amigos” no hacían nada sin consultarse, Anselmo pidió a Lotario consejo sobre el asunto y, ante la aquiescencia del segundo, acordaron que Lotario pediría a nombre de su amigo la mano de la doncella.

viernes, 23 de diciembre de 2016

Un cráneo para Hamlet

La columna de Vivir en El Poblado



Tal vez a Bob Dylan le gusta la música de Facundo Cabral. En su actitud frente al Nobel es posible hallar vestigios de los versos: “Doy la cara al enemigo, la espalda al buen comentario; pues el que acepta un halago empieza a ser dominado”. Algún crítico aplicado podría quemarse las neuronas demostrando que “No soy de aquí ni soy de allá” y “Like a Rolling Stone” son, en últimas, la misma canción.

   Tal vez Bob Dylan es lector apasionado de las fabulas errantes y remotas de la India, donde los animales del bosque no dejan de advertirnos que el que adula es peligroso y busca algo. No sería raro que aparecieran tratados académicos sobre las influencias del Panchatantra en la actitud y las canciones del juglar americano.

Pero lo más probable es que la actitud de Dylan frente al Nobel la haya aprendido en las calles y recintos donde ha hecho su carrera. La calle es un libro vivo y suele tener más sabiduría que la que llega a los libros. Al fin y al cabo, los libros los escriben los raros del pueblo, mientras la sabiduría popular es una obra colectiva en la que escribe el mundo entero.

Con su ausente presencia en la entrega de los premios, Bob Dylan dio la espalda y la cara al mismo tiempo, y nos dejó la tarea de interpretar ese gesto ambivalente. Podría decirse que el mundillo literario ha recibido con frialdad su mensaje para la Academia Sueca. Pero lo cierto es que las palabras que leyó la embajadora de su país son una pequeña obra maestra que brilla más por lo que sugiere que por lo que dice.

Sin decirlo, Dylan dijo que –en asuntos literarios, como en todos los asuntos– la interpretación nunca depende de quien emitió el mensaje. Dijo una verdad certera sobre los fenómenos de masas: que es más difícil complacer a un grupo pequeño que a una multitud uniformada. Con tres frases destruyó todo el montaje de la industria editorial y se encargó de recordarnos que el impacto de una obra –una canción, una novela, un epigrama–, si es auténtico, es un milagro secreto en el corazón de quien la acoge.

El discurso fue modesto, sin llegar a la impostura. Dylan no negó que alguna vez, secretamente, hubiera deseado recibir el reconocimiento que le hacían. Pero, al decir que le parecía tan improbable como visitar la luna, se encargó de recordarnos que el artista verdadero no es el que busca los premios.

No quiso posar de excepcional. Al hablar de sus lecturas, mencionó los autores que todos han leído en los colegios. Después habló de Shakespeare como ejemplo para ilustrar la importancia de la autenticidad. Con soberbia elegancia, Bob Dylan denunció las intrigas y falsedades del mundillo literario. Nuevas generaciones de escritores hacen su obra movidos por la sombría idea de que, si no tienen éxitos notables, lo que hacen no vale nada. Leen a los que han ganado premios para aprender sus fórmulas. Son expertos en relaciones públicas y posi­cio­namientos de mercado; en tramitar reseñas y bendi­ciones de vacas sagradas. Olvidan que al hacer eso se alejan de las actitudes más genuinas, se vuelven compla­cientes cortesanos.

Para Dylan, cuando el artista se proclama literato empieza a falsearse. Shakespeare nunca se detuvo a pensar que lo que hacía era literatura; estaba demasiado ocupado con los detalles de sus producciones teatrales: buscar actores, ajustar diálogos, conseguir un cráneo humano para Hamlet.

La lección principal que nos deja la candorosa carta de Dylan es que el arte es una batalla íntima: el artista verdadero ha de sentirse tan grande como Shakespeare y, a la vez, tan insignificante.



Publicado en Vivir en El Poblado el 23 de diciembre de 2016.







viernes, 9 de diciembre de 2016

Sobre lo sepulcral


La columna de Vivir en El Poblado




¿Quién conoce el destino de sus huesos? ¿Quién tiene el oráculo de sus cenizas? Estas preguntas siguen siendo tan vigentes como cuando las hizo Thomas Browne en Hydriotaphia (1658), su tratado sobre las costumbres fune­rarias. El motivo fue el hallazgo de unas urnas funerarias de las que resultó imposible establecer su origen. Esos huesos triturados, despo­jados de nombres y de anécdotas, llevaron a Browne a consignar por escrito todo lo que sabía sobre los rituales y costumbres asociados con la muerte.

Browne empieza por decir que hay dos maneras de pensar sobre la muerte: preguntarnos por el destino del alma o por el del cuerpo que dejamos atrás. Dice que casi todas las naciones de la tierra se han inclinado a disponer de los cuerpos enterrándolos o quemándolos, que sólo unos pocos han prefe­rido arrojarlos al mar o momi­ficarlos. Su formación bíblica y clásica lo lleva a afirmar que el entierro más antiguo fue el de Adán, en el monte Calvario, donde Cristo sería crucificado. Nota también que en la Iliada hay por igual entierros, como los de Aquiles y Patroclo, y cremaciones, como la de Héctor. Dice que el fuego ha sido muy popular porque ayuda a que las partes etéreas se desprendan del cuerpo y evita que los restos sean usados como reliquias o para hacer brujería, o que el cráneo y los huesos terminen siendo vasijas o pipas.

Hydriotaphia está lleno de anécdotas escabrosas y curiosas. Cuenta, por ejemplo, que los magi de Persia sólo se preocu­paban por preservar los huesos y que no tenían problema en dejarles la carne a los animales carroñeros. Dice que los griegos temían que sus cuerpos terminaran en el mar, porque el agua del mar era capaz de corroer la “fiera sustancia del alma”. También dice que algunos animales –como los elefantes y las grullas– entierran sus crías muertas, y que las abejas acarrean a sus muertos y les realizan exequias.

El tratado habla de costumbres como la de inhalar el último aliento de un ser querido y las de besar a los muer­tos o cerrarles los ojos; considera la presencia de música o de flores, de gestos y de llanto en los rituales funerarios; habla de la costumbre de enterrar a los muertos con sus viudas o sus caballos, con objetos entrañables o que puedan serles útiles en la otra vida; señala lo poco popular que ha sido la costumbre de enterrar a los muertos con sus riquezas, y lo poco que los muertos se han quejado. Al final, se dedica a recordarnos lo efímero que es el recuerdo de los hombres, lo breve que es nuestra diuturnidad (“diuturnity” fue una palabra inventada por Browne) y lo vanos que son los monumentos que se erigen en memoria de los “grandes”.

He vuelto a leer esta breve joya porque los últimos días han abundado en hechos que darían para aumentarle unas páginas. Desde El Vaticano, el Papa ha dicho que la gente debe dejar la costumbre de poner las cenizas de sus seres queridos en lugares tan poco sagrados como las raíces de una planta o un mueble de la sala. En Texas, un grupo de políticos se dispone a hacer ley que a los fetos abortados se les hagan funerales. Aquí mismo, hace poco más de una semana, tuvo lugar una ceremonia funeraria cargada de simbolismo.

Tal vez la vida no nos alcance para entender lo que ocurrió en el estadio Atanasio Girardot la noche en que debía dispu­tarse una final de campeonato. El dolor, la tristeza, la vergüen­za, la inocencia, la culpa, la vanidad, el orgullo, el estupor frente al misterio, la solidaridad, la compasión, nuestro pasado de violencia, nuestra espe­ranza, lo malos, lo buenos y lo huma­nos que somos, todo eso se expresó de manera escalofriante la última noche del mes de las ánimas. Algo me dice que esa noche también honrábamos los muertos que ha dejado esa monstruosa virtud que conocemos como “la verraquera paisa”.




Publicado en Vivir en El Poblado el 9 de diciembre de 2016








domingo, 27 de noviembre de 2016

viernes, 25 de noviembre de 2016

Pobre diablo

La columna de Vivir en El Poblado




No es posible prever las consecuencias que tendrá para Colombia y América Latina la elección de un pobre diablo como presidente de los Estados Unidos. Si me piden que intente ser profeta, yo diría que abran campo porque muchos volveremos con el rabo entre las piernas. Tam­poco es necesario ser un economista para anticipar la crisis de las remesas que sostienen al borde del abismo a nuestros países. Cada día estará lleno de sorpresas dentro y fuera de este país del sueño que de pronto se ha tornado en un lugar de pesadilla.

Conocidos los resultados de las elecciones, algunos qui­sieron consolarse con la idea de que la cosa no será tan grave, que el pobre diablo exageraba para ganar votos y que había que darle una oportunidad. Dos semanas des­pués, quedan pocos que piensen de ese modo. La mentira fue su caballo de batalla. El beneficio personal, su moti­vación. La miseria de su alma será nuestra desgracia.

Por más que mintiera en sus promesas, hay algo en lo que el pobre diablo no podía mentir; podía esconder sus inten­cio­nes, pero no su miserableza. Hay que ser un miserable para decir que podría dispararle a alguien en la calle y que de todas maneras la gente votaría por él. Hay que ser un miserable para presumir de las propias canalladas o para burlarse de los defectos físicos de la gente. Hay que ser un miserable, con un complejo de inferioridad aterrador, para vivir en una casa llena de oro como la suya: “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”. Hay que ser un famélico de afecto, convencido de que no puede ser amado, para sentir tanto desprecio por la digni­dad humana y tener que comprar la lealtad o la obedien­cia de quienes lo rodean. Hay que temerles mucho a las mujeres para odiar tanto a las mujeres. Hay que tener mucho miedo para querer aplastar todo intento de contradicción. Es preciso sentirse uno mismo muy poca cosa para querer obligar al mundo a que se ponga de rodillas. Hay que ser el peor malnacido de que se tenga noticia para condenar comunidades enteras a los ataques de las hordas que lo eligieron.

Lo que hemos visto después de las elecciones ha sido la continuidad de la actitud errática que caracteriza a un abusa­dor. Porque el pobre diablo es un abusador y de la peor calaña; puedo reconocerlo porque he vivido rela­ciones con personas de ese tipo y, también, porque he conocido gobiernos simila­res. El abusador aísla, para que no lleguen a sus víctimas opinio­nes que deterioren su dominio. El abusador distrae: mantiene ocupadas a sus víctimas en asuntos sin importancia, para que no vean lo esencial. El abusador mantiene en vilo: nunca se sabe si lo que viene es un puño en la cara o un cariñito. El abusador destruye la autoestima de sus abusados; dice: “sin mí, no serías nada”. El abusador se nutre del miedo de sus víc­timas; su secreto es que no se reconozcan como abusadas.

Una de las cosas que más me han fastidiado de estos días ha sido la repetición constante, en todos lados, a toda hora, del nombre del pobre diablo. La oposición ignora que cada vez que lo menciona lo legitima; que toda la energía que se invierte en prestarle atención y reaccionar a lo que dice o hace es una manera de darle poder sobre nuestras vidas. Me temo que los gringos cometerán el mismo error que cometieron los colom­bia­nos: pararle muchas bolas a un envenenado que quiere acabar con lo que su odio y su dinero no pueden obtener.

Prometo que en la próxima columna volveré a hablar de libros. Pero estos no son tiempos para esconderle el rostro a lo que pasa. Nos esperan frustraciones y dolor, muchas muertes e injusticias. Tendremos que enfrentar uno por uno los demo­nios que han sido liberados y ahora corren por las calles. Estoy presto a reaccionar como me toque. Pero ese pobre diablo no tendrá ni mi atención ni mi respeto. Él mismo se hará cargo de su propia destrucción.




Publicado en Vivir en El Poblado el 25 de noviembre de 2016.