lunes, 10 de julio de 2017

domingo, 9 de julio de 2017

Morir de sed a cinco metros de un oasis


 Duermo, vivo un sueño extraño, no el sueño sagrado de cada noche, rutinario, de olvido, vivo el sueño palpitante y rabioso de los momentos de vida. Días y días durmiendo poco, cerrando los ojos y al momento abriéndolos, cosas por hacer, actos buscados y deseados, sorber desesperado de unas condiciones muy peculiares de vida, unos pocos días, intensidad nunca antes vivida, quizá nunca después. Duermo. En algún momento la fatiga se desborda, la avalancha de sucesos sin digerir abruma. Entonces ceder, alejarse de la vida, de lo que se querría no dejar, alejarse, ceder, pleno día, gente reunida, escalas vacías, pisos desiertos, ruidos lejanos de gente que opina o aplaude, el cuarto, la puerta, abrirla, cerrarla, la cama, dormir.
Un rostro, una sonrisa que tengo grabados detrás de los párpados. Como si mis ojos fueran una cámara y en mi memoria hubiera quedado impresa la imagen, el retrato de largo tiempo de exposición y diafragma abierto: el rostro, los gestos, los ojos que al reflejar luces son noches abiertas repletas de estrellas.
Ahora no sé. La idea era atrapar con palabras el torbellino, ese vértigo vivido hace unos minutos, la lucha para poder despertar, una lucha que al igual tenía ingredientes de arrojo y de pavor.
Ahora son rostros. No veo el de ella. Me hablan. Casi nadie usa un tono verdaderamente amable. Son duros o fingen sonreír. Reprochan, juzgan: ¡Qué grados de perversidad puedes alcanzar!
Entonces hay que escabullirse de ese sueño, porque es un sueño, se sabe y se tiene claro que se trata de un sueño, hasta se recuerda el cuarto, la cama y el color de las sábanas del sitio desde el que partió. Pero ¿cómo se hace?
Las voces siguen hablando, busco una salida y no la encuentro, estoy atrapado en un sueño, debo escapar, si me es imposible salir hacia el mundo tendré que inventarlo: una sábana tal y como la de la vigilia, un cuarto idéntico, mi cuerpo dormido, hacerlo despertar y descubrir que la fuerza de esa imaginación es incapaz de hacer que mueva el más pequeño músculo. He despertado a un sueño que he inventado, pero me ha sido imposible poder vivir en él.
Ahora hay un grupo alegre, cantan o ríen y aplauden. Algo hace que se dispersen, debe marcharse, yo los veo, veo su alegría, veo que se alejan, soy el primero en ver a la mujer que muere, mi mirada obliga a algunos a observar sus labios apretados, su rostro amoratado. Soy incapaz de decir nada, de hacer nada. Señalo impotente con el índice encorvado y quiero que ese gesto baste para que comprendan que hay que hacer presión en el corazón.  Alguien lo intenta torpemente, sé que el masaje que aplica no será suficiente, que la mujer morirá. Pero me alejo, también yo en ese instante me siento morir.
Entonces de nuevo intento despertar. Siento que la sangre hará estallar mis venas. Debo despertar, debo salir, debo hacerlo; pero, ¿para qué?
Recuerdo el rostro y la sonrisa y los ojos que brillan como estrellas y la voz y la sutil profundidad de ese ser que habita en ese rostro y mucho más allá de él, pero también recuerdo el monumento a mis errores y las fuerzas para despertar se extinguen y me resigno a quedar atrapado en ese sueño, en esa galería de sueños, raros, diferentes, de dormir anómalo. A todo me resigno pues todo me merezco.
Y entonces de nuevo ella, ella obsesión, ella salvación, ella también incertidumbre, ella temor a charla pesada del destino: morir de sed a cinco metros de un oasis.
Es diferente a como es allá afuera. El acercamiento es más tranquilo; la conversación, más reposada; el temor a que no suceda ha desaparecido. Allí, en ese instante, ya ha sucedido, ya estamos del mismo lado, pero soy consciente de que es un sueño, de que esas manos que ya no se detienen el recorrer mi cuerpo pueden desaparecer con el más leve soplo, que no debo permitirme ser emotivo con espejismos cuando afuera hay pasos para dar, acercamientos para promover... pero afuera... y para estar afuera hay que despertar y para despertar las ganas de vivir deben ser mayores que las de morir.
Pero lo intento, sigo intentándolo, me obstino en intentarlo. Vuelvo a imaginar el remoto cuarto en el que todo comenzó, en el que mi cuerpo verdadero duerme, imagino la cama, me imagino a mí mismo, me ordeno despertar, pero sólo mis ojos obedecen. Inmóvil a pesar del esfuerzo, montaña temerosa que mueve sus desesperados ojos, sus tristes ojos, sus desencantados ojos, sus ojos marcados por un rostro, dos noches estrelladas y una sonrisa. Miro el cuarto, sé que no es, pero quiero creer que sí, que si me levanto la vida seguirá como si nada al otro lado de la puerta. Pero sólo mis ojos... esos pobres ojos que son incapaces de estarse callados.

No. Aún no despertaré. Me resignaré a que imágenes pasen como quieran y hagan lo que sea con mi ya fatigado corazón. No luchar más, dejarse llevar por la corriente imponente de un río o por una leve brisa en un cuarto cerrado, el cuarto en el que, si mal no estoy, comenzó todo esto, el cuarto en el que más allá de la puerta está la continuación del sueño recurrente, ese que sigue día a día, ese que se reanuda cuando abrimos los ojos y el cuerpo obedece, sin oponer resistencia, a los actos que le pide un soñador inventor.








sábado, 8 de julio de 2017

37 años de servicio en este lugar

Texto publicado en el suplemento Dominical, de El Universal de Cartagena, 
en alguna fecha olvidada de 1993.



Jardineros de una planta misteriosa

Si el cabello doliera, muy pocos serían los que se lo cortaran. Pero no, no duele (salvo cuando intentan arrancárnoslo), comparte con las uñas la extraña condición de brotar desde nosotros para usos que el tiempo parece que ha olvidado. Forma parte de la larga cadena de servidumbres que el hombre debe a su cuerpo. Su importancia comienza más allá de lo inminente: del aire, el alimento y las funciones cotidianas. Pero cada cierto tiempo nos pide algunas dosis de atención.
Además del matinal peinado y los dos o tres ajustes que el trajín del día nos obliga a realizar, cada cierto tiempo hay que cortarlo, hay que podar su crecimiento de helecho empecinado, hay que reducir a términos manejables su surgir incesante, su aparición como de arena que marca el paso del tiempo, sedosa al comienzo, curtida y trajinada luego, y finalmente blanca, anunciando con su brillo de tarde nublada la llegada del día en que nos peinaremos por última vez.

Los cabellos de La Favorita

Podría decirse que tienen una forma diferente de caer. No hay en ellos esa precipitud del cabello juvenil. Son casi todos blancos o amarillos, resistiéndose a perder por completo su color.
Caen con lentitud, dubitativos, obligados a marcharse por unas tijeras que cantan, que suenan juguetonas mientras cortan alternativamente los cabellos del cliente y los del viento. Poco a poco se amontonan en el suelo, forman uno de los tantos tapetes otoñales que ha lucido ese piso a lo largo de sus días.
Allá van, fragmentos de pasado, ínfimos cabellos que asoman por orejas y narices, cortados con pericia de prestidigitador. Allá van, cascadas plateadas, los largos mechones de ancianos taciturnos que siguen asistiendo a la misma ceremonia de su infancia, cuando llegaron de la mano de sus padres a un lugar de olores agradables, de espejos y de capas, de peines y tijeras, en donde el caos del mundo se solucionaba y de donde salían sintiendo sus cabezas elegantes, olorosas y livianas.
Allá van, contrastes coloridos, los frescos cabellos de los niños que ahora están llegando con sus padres.
Allá van, las caricias, los sudores y las lluvias, los olores y las voces, el silencio,  la soledad, el polvo arrastrado por el viento; caen lentamente y se reúnen, formando un tapete de olvidos, de tiempos que no vuelven, en torno a la silla giratoria de una barbería llamada La Favorita, “37 años de servicio en este lugar”.

En este lugar

Tal vez lo que más llama la atención de La Favorita es la insistencia con el tiempo transcurrido. Por dentro y por fuera, sobre las paredes o en pequeños retablos, se repite la frase: “37 años de servicio en este lugar”.
Podría pensarse que se trata de una queja, o de una línea más de una vida que parece una condena, pero cuando se habla con su fundador y propietario, Ricardo Camacho Olivo, queda claro que esa frase ha sido escrita con orgullo.
El orgullo modesto y sereno de haber sobrevivido el paso del tiempo, de haber dejado atrás los años en que desde La Favorita se veía el tránsito farragoso de los burros trayendo yucas, frutas de Turbaco y casabe, la terca odisea de los buses que viajaban a Barranquilla y llevaban cadenas en las llantas para no quedarse hundidos en el barro, los tiempos gloriosos de la casa Galicia, cuando a ella llegaban los españoles que huían del generalísimo Franco y de la muerte.
En esa frase obstinada está un orgullo que se remonta a tiempos anteriores a La Favorita, a episodios que ya casi nadie puede recordar, a tardes disueltas de un pueblito llamado Villanueva, donde la única oportunidad de salir adelante era emigrar y donde Ricardo Camacho Olivo, casi por la misma época, conoció a su esposa y aprendió su oficio de Micoballo, el mejor torero del pueblo, del que la gente decía que tenía secreto, porque hasta era capaz de besarles a los toros los cuernos.
Está el orgullo de la ardua lucha para tener un negocio propio. La llegada de la bomba de gasolina que quedaba frente a la iglesia de madera de María Auxiliadora. La silla de cuatro patas con que se instaló en la bomba. Su paso por el Terminal Marítimo. Su trabajo en el centro, en la barbería del señor Arroyo, que quedaba entre los teatros Colón y Cartagena y donde marinos y cachacos le hacían cola para que los motilara y le pagaban con dólares y le daban cigarrillos Lucky y Camel, que eran los que más se fumaban.
En ese 37, que deja ver que antes en ese sitio estaba escrito un 36, está el orgullo de haber traído al mundo una idea surgida mientras motilaba en la silla prestada del señor Arroyo, cuando entre charla y charla, entre opiniones sobre béisbol y política, entre conversaciones sobre cine con Meporto, que en una noche se veía tres películas, entre las idas al Club Cartagena para afeitar al famoso Vicentico Martínez y a Fulgencio Lequerica (porque él, “Camachito”, como le decían, era el único que se aguantaba esa vaina de afeitarlos mientras echaban cuentos, se paraban, escupían, y el los seguía con su paño al hombro), entre todo eso, surgió la feliz idea de independizarse, de volver por los lados de la iglesia de María Auxiliadora y fundar La Favorita, en un tendal de zinc que abrigaba del viento y la lluvia a Ricardo Camacho Olivo y a la primera silla giratoria de su propiedad.

La Favorita

Ahora, frente a la Favorita, frente a la zanja que pasa por su entrada y que en épocas de lluvia recuerda a Venecia, pasa el rugido incesante de una enorme ciudad que va y viene en vehículos repletos. Lo que antes eran las afueras apacibles ha sido inundado por una violenta marea de barrios.
Allí, entre el puente de Bazurto y una iglesia de María Auxiliadora construida “en material”, sigue persistente y orgullosa, la barbería La Favorita, ahora pintada de amarillo, con las franjas distintivas azules y rojas, y con tejas de Eternit, ofreciendo sus servicios sin moverse de lugar.
A pesar de los gritos de la moda, a pesar de que las viejas barberías parece que correrán la suerte del dinosaurio, sigue ahí, acogiendo parroquianos que no admiten que les corten los cabellos en un sitio impersonal.
Sigue, con sus sillas de espera compradas por club en la Casa Mato en el año 42, recibiendo a sus ancianos peludos y con ganas de conversar, con una silla giratoria más alta y resistente que la primera que hubo, con sus espejos enfrentados que proponen laberintos, con la foto del estadio Once de Noviembre recién inaugurado, cuando Torices fue campeón con el equipo que dirigió el zurdo Castro, con un letrero que dice: “No fío porque me causa molestia”, con la foto del conjunto musical del hermano del propietario, cuando se presentó en Sincelejo hace 45 años, con dibujos tomados de viejos almanaques, con los restos de una pequeña y rústica silla giratoria y con letreros que insisten en que La Favorita ya lleva 37 años sirviendo en ese lugar.


Concierto para tijeras

“En mi familia hubo muchos músicos. Mi abuelo, Miguel Olivo, fue un músico muy famoso de trompeta y clarinete. Vivió ciento y pico de años. Firme, No perdió ni un solo diente. Yo lo motilaba a él y me daba uno o dos centavos. Viajaba mucho con músicos a Panamá. Recuerdo que una vez trajo una ortofónica como la que salía con un perro en los discos de la Victor”.
“Mi hermano, Crescencio, compuso varios porros con Rufo Garrido. Recuerdo que cuando hacían presentaciones en Tesca llegó a cantar con ellos la mujer de Lucho Bermúdez, la que –después de que él se la llevó para Bogotá– se casó con un hijo de Alberto Lleras”.
“Yo no. Lo único que me ha gustado es mi oficio”, dice mientras sus tijeras entonan una melodía juguetona, haciendo varios cortes de aire entre cada corte de cabello.
“Aunque he hecho otras cosas. He negociado, he matado ganado y he vendido carne y queso. Además, mi esposa también me ayudó a levantar los cinco hijos. Ella era modista y hacía dulces y pudines. Murió hace dos años y medio. Estuvimos 46 años casados”.
Su voz es pausada, con la misma placidez con que sus manos manipulan las cabezas de los clientes. “Siempre hay que tener buen humor para atender al cliente. Mi padre, que estudió con sacerdotes, me decía: ‘Nunca hagas mal, perdona al que te haga mal’. Por eso he tratado siempre de estar lejos de los problemas. Cuando alguien viene borracho a que lo motile, le digo que la cantina queda al lado. Fácilmente hace un movimiento brusco y lo puedo cortar. Cuando alguien pide que le fíe, le digo: ‘Lo que tengas, dámelo’; al que le fío no vuelve”.
En La Favorita tiene vigencia el lema de que el cliente siempre tiene la razón. Don Ricardo les habla a sus clientes, les pregunta, les pone temas; pero a la hora de discrepar guarda un silencio sellado con una sonrisa amable.
Dice que su principal diversión eran las fiestas de los pueblos. “En los pueblos, la vaina es más sabrosa”. Se iba dos o tres días a beber y a tomar sancocho con los amigos. Cuando las fiestas eran cerca, su esposa le mandaba ropa con alguno de los hijos, para que se cambiara.
Una vez volvió un cliente que había estado en otros países, que “estuvo hasta en México”, y se sorprendió al ver que seguía con la barbería en el mismo lugar. “Estás como un pájaro en una jaula”, le dijo. Cuando el cliente le preguntó qué había sido de su vida, le respondió con tristeza resignada que las salidas a los pueblos se habían acabado, que ya las fiestas no eran como antes, con decimeros capaces de improvisar toda la noche, que desde la muerte de su esposa se había dedicado por completo a su labor.
“Me ha encantado mi oficio. Cuando alguien me pide que lo motile o lo afeite, nunca le digo que no. A veces los atiendo en la puerta de mi casa, o en el patio, porque yo siempre ando con mi instrumental. Aquí llegan taxistas, celadores, viejos y nuevos. Viene gente del Centro, de Crespo. Tengo clientes de todos los barrios”.
“No me quejo. Para eso están las puertas abiertas; para trabajar. Yo los espero. Cuando no hay luz, trabajo con mi máquina de mano, de las antiguas. Tengo un equipo antiguo.
“También tengo mis clientes a domicilio, que están imposibilitados para venir. Yo voy. Cuando estaban útiles venían. Ahora, yo voy.
“Hace poco pasó algo que me llegó mucho. Murió el viejo Cabarcas. Se había jodido la columna y yo iba todos los sábados a afeitarlo. El sábado pasado fui a buscarlo y me dijeron que había muerto el día del aguacero. Esa vaina me llegó. Porque yo iba, le echaba su cuentecito y la vaina. Eso a un enfermo le sirve. No es que se va a curar, pero le agrada que le hablen”.
Entonces, bajo letreros orgullosos que hablan de pedazos gigantes de tiempo, cuando la marea de clientes ha bajado y lo temas se vuelven más personales, Ricardo Camacho Olivo se encuentra con el tema de la muerte.
Dice, como quejándose, que cada vez son más los que se han ido. Recuerda a Dionisio Pájaro, que se encorbataba los domingos y se sentaba en la puerta de su casa a beber ron. “En semana venía aquí, pasaba el día, y de aquí salía a almorzar a su casa”.
Se pierde en el tiempo y rescata a otro amigo. “Pisingo. Se motilaba conmigo. Se quemó en el mercado el día del incendio. Hacía una bebida muy sabrosa con huevo, nuez moscada y leche y un poquito de vino”.
Y al enfrentarse  a la idea de su muerte, Ricardo Camacho Olivo dice con voz de niño asustado que no se quiere morir.
Sus tijeras ahora sueltan una tonada nostálgica. Esgrime como argumento que su oficio le ha encantado y luego aprieta los labios y sus ojos parpadean detrás de las grandes gafas que le brotan de las canas y parece imaginar que se morirá de tedio el día que no tenga que volver a motilar, el día en que sus tijeras no vuelvan a interpretar esa vieja melodía que hace treinta y siete años se escucha en ese lugar: tres mechones de viento y uno de cabello.






viernes, 7 de julio de 2017

A la hora de los sueños

Texto publicado el  El Universal de Cartagena, el 17 de septiembre de 1995


 Primero amaneció a las dos de la mañana. Cómodamente sentado sobre el vacío, en una velocidad con apariencia de quietud, el sujeto de marras esperó con ansiedad el momento del encuentro con la luz.
Casi desde el momento en que el avión alzó el vuelo –y dejó al cangrejo luminoso adherido a esa noche de viernes–, el sujeto pegó a la ventanilla del avión su rostro de periodista roedor para no perderse ese momento en que ocurriera el prematuro amanecer.
Y pronto amaneció. Los pasajeros para quienes el vuelo de Madrid no era algo de rutina pudieron ver, a eso de las dos de la mañana, un rasguño de luz en el horizonte de las nubes, y más tarde un creciente resplandor irisado que ya para las tres tenía aspecto de día soleado.
Media hora más tarde, ya la luz era difícilmente soportable y las nubes flotaban sobre el Atlántico obligaban a entrecerrar el desconcierto trasnochado de los ojos.
Como a las cuatro terminó la monotonía del mar, y la península ibérica dejó de ser un mapa en un papel para ser una extensión reseca, un vasto territorio apabullado por la furia del sol de ese verano.
Poco después de las cinco de la mañana el avión empezó a descender hacia Madrid.
“Estás en España”, se dijo el sujeto de marras, contento, asustado y con el sueño embolatado.
La voz del capitán anunció que pronto sería el aterrizaje en el aeropuerto de Barajas, que había 38 grados en Madrid y que era la una de la tarde.
“Barajas”, se susurró el sujeto. “¿Dónde he oído ese nombre?”


* * *
Madrid está desierto. La ciudad del oso y del madroño es un pueblo fantasma de amplias avenidas y edificios monumentales que se cocinan bajo el verano. Este año, los relojes públicos han llegado a señalar temperatura de 45 grados centígrados alrededor de las cuatro de la tarde. Todo está funcionando a media máquina. Más de media ciudad se ha marchado en busca de las playas, y los que quedan prefieren la frescura artificial que puedan tener dentro de sus casas.
Las calles son de nadie y para nadie.
En el mercado municipal solo permanecen abiertos doce de los cuatrocientos puestos comerciales.
De los 1.200 quioscos de revistas y periódicos, poco más de quinientos se abren en esta época. El País, con un tiraje reducido, es el único periódico que consigue agotarse.
De las 1.794 farmacias con que cuenta la ciudad, sólo permanece abierta la mitad. Los antidiarréicos y las cremas protectoras contra el sol son los productos con más demanda. La deshidratación y las complicaciones respiratorias son los males de moda.
Los taxis y automóviles se reducen a la mitad y por unos pocos días la ciudad se ve libre de algunas de sus peores pesadillas: el ruido y la congestión.
El metro parece el escenario de una película de terror. Las estaciones son túneles luminosos y desiertos en los que podría hacer de las suyas cualquier destripador. La mendicidad cambia de vagón en cada estación.
Los cuerpos de Policía reducen sus efectivos y algunos son ubicados en las ciudades costeras.
Las calles de ese escenario semidesierto les pertenecen a los turistas, los madrileños que van al cine o a algún concierto,  las prostitutas y traficantes de la Gran Vía y los ladrones que están buscando pisos vacíos.



* * *
Una hora después de aterrizar, el sujeto de marras llegó a la dirección que le había dado el director del Archivo Histórico de Cartagena, entró a un ascensor viejísimo que aún sube y baja por la fuerza de la costumbre y halló el hostal Espada en el tercer piso, un piso más viejo y decrépito que sus ancianos propietarios.
El resto de esa tarde (que en el sitio que dejó era una mañana) lo invirtió en recorrer el paseo de la Castellana, en engordarse el pecho de orgullo frente a las esculturas de Botero –una mano a punto de hacer un gesto obsceno y una gorda aperezada– y en buscar uno de los lugares que más le interesaba conocer en toda España: el Museo del Prado.
Se sintió como una pulga frente a las meninas, tuvo miedo de Goya, debió vencer la tentación de tocar los dibujos de Miguel Ángel y sonrió ante la remota y aún escandalosa irreverencia del “Jardín de las delicias”.
Pronto fueron las nueve de la tarde y las diez de la noche y el sujeto de marras creyó que podría dormir como solía hacerlo en las noches de la tierra lejana. Pero nada, luchó con sus párpados en el cuarto del hostal Espada y salió derrotado.
Vio llegar el domingo por un patio sombrío y gastado.



* * *
“Dime cómo descansas y te diré cómo eres”, se dijo el sujeto de marras al salir a las calles del domingo.
Con un mapa en la mano, buscó la manera de llegar hasta una enorme mancha verde identificada como el parque del Retiro.
Allí buscaría el actual rostro de España, la famosa madre patria.
Vería qué quedaba de ese pueblo esplendoroso que hace casi cuatro siglos era un reino donde el sol no se escondía, un reino desmesurado y de armadas invencibles que al final fueron vencidas.

* * *
“Y Madrid, ¿os ha gustado?”
La anciana señora se interesa por saber la opinión del colombiano que acaba de conocer en el autobús de la ruta circular. Se encuentran en las inmediaciones de la puerta de Toledo.
Después de vencer la prevención que le produjo el extranjero que estaba al lado del único puesto libre, la mujer que hace décadas fue bella –y que goza de los beneficios tarifarios para la tercera edad– empezó a comprender que no toda la gente es como la pintan en la televisión y en los diarios.
“Muchísimo. Me tiene deslumbrado”
“Madrid fue bellas hace muchos años”, dice mirando con disgusto a través de los vidrios panorámicos. “Ahora es sucia, ruidosa, no es ni la sombra de lo que era”.
“Y sin embargo es bella”, dice el colombiano.
“No”, dice la anciana, en quien el colombiano cree ver lejanos rasgos de su abuela: las cejas tupidas que contrastan con la piel.
“Colombia”, dice la mujer, cambiando de tema. “Aquí sólo llegan noticias malas”.
“Sí, es como una marca. Pero es más la gente buena, aunque resulten más llamativas las cosas malas”.
La mujer da señales de creer lo que le dice el colombiano.
Poco antes de dejar el autobús, le pregunta, como si ser colombiano resultara suficiente para saber la respuesta:
“Decidme algo, que yo no entiendo. ¿Por qué mataron a ese muchacho, al futbolista? A mí me parece algo exagerado”.

* * *

Hoy España es un país que se lamenta y se dispone con modestia a formar parte de Europa.
España mira escéptica su historia y desconfía de su propia identidad, sabe que la tierra que hoy ocupa fue un día de los iberos, y después fue de los griegos y después de los romanos.
No es fácil olvidar que casi toda la península fue ocupada por los árabes, durante ocho largos siglos, en un tiempo de apogeo que hoy a muchos les despierta la nostalgia.
Pesa, como un lastre de oro y plata, el mundo católico que erradicó a los moros y trajo algunas décadas de gloria y una decadencia que no acaba.
Y en las épocas recientes aparecen más motivos que permiten lamentarse. España aún no cicatriza las heridas de cuarenta años de férrea y embrutecedora dictadura.
España hoy es un pueblo de personas descontentas que quisieran olvidarse del pasado y se enfrascan en asuntos inmediatos: la obstinación terrorista de los vascos, la aparatosa decadencia de González, la sanción –finalmente retirada– contra el equipo de fútbol Sevilla.
Pero España es también un pueblo que espera con paciencia –porque sabe que la gloria se construye con los siglos–a que llegue otro momento en que la tierra se ilumine con su genio.



* * *

Al llegar la Cibeles, el sujeto de marras ascendió la leve cuesta de la puerta de Alcalá y recordó una canción muy popular.
Dio un rodeo a la puerta que ya nadie cruza y se encontró de frente con el parque del retiro. Allí encontraría a la sufrida España, capoteando el domingo.

* * *

La joven señora aminoró la velocidad del coche de bebé, calculó la nacionalidad y la peligrosidad del sujeto que ocupaba la banca del parque y decidió que no habría problema, que podría sentarse.
Después de sonreír, se ocupó de la niña, la reacomodó en el coche, le puso el tetero en la boca.
La niña no dejaba de mirarlo, abría asombrada los ojos hacia esos rasgos diferentes a los que solía ver.
“Se está comprometiendo”, dijo la madre.
“Sus ojos son muy bellos. ¿Cómo se llama?”
“Blanca”, dijo la madre, y así empezó una charla interplanetaria.
“¿Por qué nacen tan pocos niños en España?”
“La gente piensa en tener su situación económica resuelta antes de comprometerse a tener niños. Pocos se atreven, sino tienen primero su casa propia, auto y una renta suficiente que garantice la educación de los niños hasta niveles universitarios”.
“En el sitio de donde vengo es diferente. Hay un refrán que dice que cada niño viene con su pan debajo del brazo. Allá primero se tiene el niño y después ya se verá”.
“Pienso que debería ser así. Al menos las cosas no deberían ser tan programadas. Todo tan calculado y premeditado”.
Minutos más tarde, la niña estaba exhausta por su curiosidad y empezó a dejarse envolver por el sueño.
El sujeto recordó que llevaba muchas horas sin dormir.
La madre se confesaba:
“Me cansa todo esto. Me resulta absurdo estar todo el tiempo de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. La gente siempre de prisa, pensando en el dinero, los impuestos”.
El sujeto de marras pensó que una de las características principales de la naturaleza humana es la de estar insatisfechos, la de sonar con perdidos paraísos donde vivir sea algo placentero.
“Yo siempre soñé con irme a vivir a una isla remota, a un lugar tranquilo y sin prisas. Una vez tuve oportunidad de marcharme a Tailandia, pero al final desistí”, dice con sus ojos perdidos en la gente que pasa.
Es joven. Ha encontrado en su hija una forma de fe. Parece liberada del peso de sí misma. Sabe con alivio que su vida desde ahora será la vida de esa niña de enormes ojos cerrados.
Cuenta, como por decir algo, sin envidiarlo ni lamentarlo, que una amiga suya tuvo el coraje de marcharse.
“Fue hace unos años a la India, para estudiar yoga.  A su regreso me hablo de la pobreza, de las mujeres que regalan a sus hijos porque saben que quienes los reciban podrán darles mejor vida, creo que no soportaría ver todo eso.”
Antes de marcharse con su bella durmiente, concluye:
“Ahora mi amiga se ha ido a un monasterio en el Tibet. Aquí lo tenía todo y prefirió dejarlo. En una carta me dice que con 7 mil pesetas tiene para vivir y que incluso le sobra. Aquí no alcanza ni con cien mil.”
Se despide y se aleja con el sentido de su vida en un cochecito azul y blanco.



* * *

Y el parque del retiro lo invadió como un sueño.
El sujeto de marras pensó que a su tierra le hacían falta muchos parques como ese, que la civilización puede medirse por el número de parques y de fuentes, por los lagos y los patos que las ciudades alberguen.
La vida, por pesada que sea en todas partes, se vuelve más soportable con lugares donde las prisas queden atrás y todos pasen comiendo ricas semillas de girasoles y una gitana lea el destino que hay en sus manos.
La larga y fatigosa decadencia se hace llevadera y soportable si hay un espacio para encontrarse con los fantasmas o con un genio que ya ha cumplido los tres deseos.
La vida es juguetona y también emocionante si podemos encontrar nuestros demonios jugueteando entre las ramas de los árboles.
Un consuelo profundo y relajado nos invade si encontramos que alguien plasma en un lienzo un pedazo de paisaje.
Nuestro pulso se reanima si encontramos a una chica vestida de gitana que recita poesías o a una mujer que hace yoga y va en busca de su esencia con sutiles movimientos.
“Ahí está la diferencia”, pensó el sujeto de marras. “En la forma de pasar por los domingos se ve clara la ventaja que nos llevan: en los ancianos que juegan, en las charlas navegadas por pesetas”.
“España es u país exorcizado”, siguió pensando el sujeto mientras hacía que sus pasos lo llevaran al origen de una dulce melodía que venía entre los árboles. “Añora algo de infierno, en este paraíso al que ha llegado”.
Un flautista, un guitarrista y un bajista entonaban para un público apacible dulces temas barrocos.
A espaldas del flautista, un perro escuchaba con ojos entrecerrados.
El sujeto de marras buscó un lugar en la hierba y se acostó a escuchar.
El adagio de Marcello le recordó a su hija, que a esa hora estaría soñando en esa tierra donde este pueblo dejó sus furias abandonadas.
Miró su reloj. Calculó que allí serían las cinco de la mañana. Recordó que llevaba muchas horas sin dormir y poco a poco, fatigado y feliz, dejó que lo envolviera la distancia.




miércoles, 5 de julio de 2017

Historia de un viajero

En noviembre de 1990, después de haber colaborado con un par de artículos para el Dominical, recibí la invitación del periódico El Universal, de Cartagena, para remplazar por tres semanas a su redactor cultural, Gustavo Tatis, quien llevaba muchos años sin tomar vacaciones.

En "Al día con la cultura", además de las noticias regulares, escribí mis primeras crónicas.
Ésta es una de ellas.




Historia de un viajero


A finales de un milenio en que todo es rapidez y eficacia, el satélite y los vuelos supersónicos hacen que el mundo empiece a parecernos pequeño. Por eso tiene un encanto especial encontrarse con viajeros que parecen descendientes de los antiguos exploradores; personas que un día deciden salir a recorrer el mundo como si fuera el patio de su casa, lentamente, a veces buscando dificultades, sin la prisa de los turistas, a los que difícilmente les alcanza el tiempo para tomar sus fotos.
Cartagena es una ciudad que atrae a este tipo de viajeros. Aquí llegan seres de todas partes del mundo, cada uno con una historia fascinante. Ahora hemos tenido la oportunidad de conocer un pedazo de la vida de Schell Klaus, un alemán cansado y curtido por el sol, que a principios de este año tomó un avión en Luxemburgo, hasta lima, Perú, para embarcarse en una aventura más de su trasegada vida.
Pero, empezar a contar la historia por el inicio de ese viaje que ahora lo tiene en nuestra ciudad, sería dejar de lado una vida que ya de por sí resulta interesante. Shell nació en Volklingen, Alemania Federal, hace 44 años. En 1957, él y su familia se radican en Alemania Oriental. Lo siguientes años fueron de ires y venires  a través del muro de Berlín, siempre lejos de alguien, siempre en busca de alguien. En 1964, durante un viaje a Yugoslavia, fue deportado a Alemania Oriental, donde fue puesto preso dos años más tarde por su descontento con el sistema vigente. Según las leyes del estado socialista, la preparación de un escape o la sola intención de escapar son penalizables. Siete años más tarde pudo viajar a Alemania Federal, donde continuó una vida errante, trabajando en circos que recorrían Europa, como electricista, mecánico, chofer, encargado de montaje. Los últimos ocho años ha estado radicado en España, lugar donde aprendió el idioma y tuvo la idea de conocer Suramérica: para él, un remoto y brumoso lugar de selvas y ríos y formas de vida exóticas.
Schell ha visitado India, África y casi toda Europa, utilizando los medios más insospechados: una pequeña moto, una bicicleta, pidiendo aventón. Precisamente este viaje que ahora vive lo emprendió en bicicleta. Partió del Perú hacia Brasil, luego a Uruguay, y pasó más tarde a Argentina, donde estuvo durante seis meses y donde le sucedieron las mejores y peores cosas de este viaje: el robo de la bicicleta y de todo su dinero, y la notica de la unificación alemana.
Por eso suspendió este viaje que estaba previsto para durar más tiempo. Sin dinero, comiendo poco, Schell sólo piensa en volver a su país. El viajero errante tiene ahora una meta fija: llegar a Alemania, reencontrase con su familia, volver a ver a su madre después de veinticuatro años.
Así son las historias de los viajeros que pasan por esta ciudad. Siempre con alegrías y desilusiones. Pero siempre llenas de un desmesurado amor por la vida, representado en el afán siempre constante de recorrer kilómetro a kilómetro ese camino del que todos terminamos siendo un pequeño trayecto.

El Universal. 29 de noviembre de 1990.






domingo, 2 de julio de 2017

Onetti en Confabulario


"Dejemos hablar a Onetti", en la edición especial de Confabulario, el suplemento de El Universal de México, dedicada a grandes autores latinoamericanos.











jueves, 29 de junio de 2017

Criatura perdida

Palabras de agradecimiento y lectura de Rómulo Bustos Aguirre, 
durante la presentación de la novela Criatura perdida, 
el 17 de mayo de 2001, en la Casa Museo Rafael Núñez de Cartagena.

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Los rumbos mágicos


     Hace un poco más de medio siglo, el parque situado frente a esta casa era el escenario de las tertulias trasnochadas de tres amigos a quienes los unía la pasión por la literatura.
Gustavo, Gabriel y Héctor solían quedarse en el parque hasta la madrugada, hablando de libros, de la historia de la casa, del mar y las murallas, del misterio del viento o de los árboles.
Una noche discutieron, hasta quedar exhaustos, las posibilidades de un verso antiguo que decía: “Y ella sus rumbos mágicos entabla”.
¿Quién era ella? ¿Una mujer? ¿La misma vida? ¿Tal vez una divinidad? Y esos rumbos mágicos de que habla el verso, ¿qué clase de rumbos son?, ¿se refieren a las direcciones de un viaje?, ¿al destino de los seres humanos?
Esa noche ocurrió un episodio inexplicable. Los tres amigos se quedaron mirando el patio de una casa frente al parque –quizá el patio donde ahora mismo estamos– y sintieron la presencia muda y misteriosa de algo que parecía hipnotizarlos sin palabras.
Sólo uno de los tres recuerda hoy ese episodio. Para Gustavo Ibarra Merlano, aquello que veían era una manifestación de lo cerca que estaban de Dios cuando hablaban de literatura.
He querido recordar esa anécdota y ese verso, “Y ella sus rumbos mágicos entabla”, para tratar de transmitir todo el sentido, mágico, trascendental, religioso que tiene para mí presentar mi primera novela en esta ciudad, en esta casa, frente a estos rostros amigos.
Vine a vivir a Cartagena en 1989. La ciudad y su mar me habían seducido desde niño. Vine convencido de que aquí podría escribir. Sabía que aquí se está más cerca de los misterios de la vida, de esa oscuridad enorme de donde sale la literatura. Desde entonces no he parado de escribir y la ciudad no ha dejado de alentarme.
Mis maestros me han enseñado que un escritor no debe hablar demasiado, que lo que no dicen los libros es inútil tratar de decirlo de otro modo. Por eso sólo quiero expresar mis gratitudes.
En primer lugar, quiero agradecer al Instituto Internacional de Estudios del Caribe y a la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de Cartagena, por todo el cariño y el entusiasmo que le han puesto a la organización de este acto, por creer en la literatura como expresión de un compromiso con la vida.
Al doctor Hector Hernández Ayazo, por la generosidad sin límites con que me ha ayudado a encontrar el camino.
Al periódico El Universal, mi casa, a los amigos periodistas  que han asumido como propia la tarea de llevar esta novela a los lectores.
A Omaira Aristizábal, expresión de amistad incomparable.
Si quisiera ser justo, la lista de gratitudes se prolongaría por el resto de la noche. Sólo quiero agregar algo más. Hoy en la mañana debía estar en la Universidad de Rutgers, en en New Jersey, para recibir el diploma que me acredita como maestro de artes. He creído que la mejor manera de celebrar ese logro es estar aquí presentando mi novela en la ciudad y los espacios de los que se nutrió.
Por eso quiero agradecer muy especialmente a ustedes, a quienes han venido, a quienes están aquí de corazón o pensamiento, por tener la sensibilidad y el espíritu necesarios para que ella entable sus rumbos mágicos.



Una reflexión sombría, compasiva y lúcida

Por Rómulo Bustos Aguirre

Algo que salta a la vista en este reciente trabajo de Gustavo Arango es que no es un texto que se entregue fácil. Su fragmentación y ambivalencia ponen exigencias al lector, que comenzará desde la primera página a internarse en un mundo movedizo, en permanente declive y
disolución.
Tal vez la clave de ello (y uno de los aspectos más seductores de esta novela) esté en el hecho de que hacen simultánea presencia en sus páginas dos elementos que están en los extremos de la evolución del género épico a la novela, según ha sido analizado por algunos estudiosos: el viaje del héroe por el mundo para explorarlo y transformarlo y la imposibilidad de este viaje, es decir: la parálisis del héroe (su imposibilidad anímica), baste pensar en la obra de Kafka; el resultado es, si se quiere, una novela de aventuras imaginarias que se despliegan a través del mecanismo de una ilusoria conversación; el clima de vértigo queda de manifiesto cuando el lector descubre que ni siquiera hay “viaje” de la palabra, pues hablante y oyente, de algún modo son el mismo ser en dos instancias temporales, siendo que recíprocamente una es invención de la otra.
A través de esta vertiginosa confesión el personaje construye/reconstruye su vida constituida por una serie de ovillamientos y de desovillamientos, de contracciones y expansiones en una suerte de parábola de la derrota y el fracaso de toda vida humana en que se hace inevitable evocar al maestro del horror existencial: Juan Carlos Onetti.
Esa especie de agujero negro que dibuja la novela a este nivel que hemos señalado es una expresión de una de las ambiguas obsesiones del personaje: la fascinación y el terror de lo abismal: la nada o el enigma final, su imposible o posible solución; en este sentido resulta muy significativo el pasaje siguiente:
“ —¿Entraste en la gruta? Eric pensó en confesar lo que había significado para él ese reducto que lo acogió en el momento de mayor estupor. Hubiera querido ser capaz de explicar esa mezcla de consuelo y de horror que le inspiró cuando el instinto lo obligó a guarecerse en lo profundo, acurrucado contra el musgo y el fango, bañado todavía con sus aguas. Acobardado por el resplandor de esa noche incomprensible, por la insistencia rutinaria de un mar que se negaba a devolverle el recuerdo de sí mismo [...]” ( p.124)
Una vez más el mar como imagen del abismo, de la nada y la disolución,  pero también contenedor de todas las claves y avaro de las mismas, aquí lo tenemos: “Un mar que se negaba a devolverle el recuerdo de sí mismo”. La amnesia que padece el personaje (Wenceslao Triana o Smith o Eric, pues se trata de avatares de un mismo ser) adquiere aquí un valor significativo: más allá de su referencia patológica quiere ser una imagen de la ignorancia, del desconocimiento esencial, del triunfo del enigma que permanecerá violento y huidizo; entonces a falta del recuerdo esencial se construyen recuerdos pasados o futuros, siempre fantasmales, vicarios, en una especie de ironización de la teoría platónica del conocimiento como recuerdo. Pero qué es lo que “mueve” a este personaje, que instiga sus sucesivas —o tal vez se trata de una continua y única— muertes y resurrecciones, qué impulsa sus “viajes” abandonando sus refugios temporales, sus “casas”, sus máscaras, siempre con su perro fiel: la maleta cargada de escritos y naderías. Ya lo dijimos: el recuerdo de sí, la explicación, el origen, de allí la búsqueda del padre como pretexto de sus “movimientos”; pero también, simultáneamente, la búsqueda de la mujer. Una mujer que poco a poco va siendo recordada, es decir inventada, a partir de una obsesión o un sueño ajeno. ¿Qué clase de mujer es esta?, una mujer que al parecer muere de agua, en una bañera o acaso en el mar, una mujer que en algún momento la describe el personaje como alguien “cuya belleza anula otra forma de belleza”, y el narrador como “una mujer que estaba hecha de muchas mujeres muertas”.
En la página final el personaje se apresta a su más reciente huida con su insobornable maleta, es un paisaje crepuscular, de agua, flotando en una frágil canoa y entonces el diálogo o monólogo con la mujer inasible, buscada; algo de compasivo y materno en las únicas palabras que parecen provenir de ella: “No has tenido un buen día”, y luego la placidez y promesa de la línea final: “Cuando cayó la noche, el sol aún brillaba detrás de sus párpados”.
Toda la concurrencia de este simbolismo parece apuntar a la imagen de que la mujer buscada y ¿finalmente hallada?, es la muerte misma; la nada, el abismo, ahora esplendente y benévolo, acompañándolo, como una bella parca, como la poesía misma, a lo que tal vez sea su último viaje. Estaríamos así ante un viejo tópico romántico incorporado a una obra de clara textura existencial.
Toda esta imaginería tiene como escenario el Caribe, el mar, el acantilado, la atmósfera de salitre y calcinación, los símbolos de estatismo y derrota que propicia: “Sed./La sed infinita del mar./ Desierto de sal mimetizada que tortura mi garganta./ Agua desmesurada en la que me consumo, me calcino me disuelvo./ Lento, insistente y voraz, el sol quema mis quemaduras, hurga la piel sangrante con sus astillas de fuego hasta la ceguera a través de la traslúcida cortina de mis párpados”, escribe en alguno de sus cuadernos el protagonista.
En esta novela Gustavo Arango ha tirado su red en nuestra geografía y la ha extraído plena de imágenes para la construcción de una sombría, compasiva y lúcida reflexión sobre la enigmática aventura del hombre sobre la tierra.