domingo, 10 de enero de 2021
lunes, 7 de diciembre de 2020
El remoto país de lo que soy
Por andar distraídos con los torpes delirios de redes y medios, dejamos olvidado el asombro de estar vivos. Este extraño paraje que habitamos, estas raras criaturas que somos, ese brillo fugaz de la existencia… todo eso relegado a causa de espejismos con los que unos bandidos enfermos de avaricia nos engañan.
Decidido a ser el dueño de mis días, sostengo una batalla contra aquello que quiere despojarme de mi propia realidad. Me obligo a estar alerta, procuro recordar que las grandes noticias no han sido una disputa en el congreso ni una final de infarto en un estadio, sino algo más cercano y más recóndito: los hechos del país de lo que soy.
Hace un par de semanas, en ese país remoto, ocurrió un hecho extraordinario. Mi cuerpo fue invadido por curiosos aparatos: una cámara ínfima, herramientas minúsculas, tornillos e hilos que ahora se confunden con los huesos y músculos que componen mi hombro.
Entre las cosas raras que han pasado en mi cuerpo, aquella cirugía ha sido la más rara. Ya antes tuve cámaras dentro de mi organismo. Mi paisaje interior ha sido dibujado con la ayuda de rayos invisibles. Perdí la doncellez con un urólogo con manos de gigante. Pero nunca había sido el objeto de una intervención tan minuciosa, tan íntima y profunda. Lo curioso es que, mientras tuvo lugar la gran noticia de mi vida reciente, yo andaba en la más inconsciente de las inconsciencias.
Ese día había llegado temprano al hospital y seguí como niño juicioso las indicaciones que me hicieron. Me pusieron un gorro y una bata indecorosa. Me cubrieron las piernas con calentadores. Me explicaron de nuevo lo que harían: cortes aquí, costuras y enlaces allá, limaduras en el hueso tal.
Poco antes de las once vino una enfermera pequeña y fuerte que me condujo en la camilla hasta la sala de cirugía. A pesar de la luminosidad y la blancura, el ambiente era como de cantina del viejo oeste: música ruidosa, gente armada, de antifaz y con gesto de que no se sorprendían ante nada. Recuerdo que respondí una pregunta del anestesiólogo, algo sobre mi nombre, pero no recuerdo más. Cuando volví a ser este que soy, supe que habían transcurrido cuatro horas.
Una quietud prolongada y un régimen progresivo de ejercicios me devuelven poco a poco la movilidad. Pero no deja de asombrarme esa muerte temporal en que me hundí, mientras un grupo de gente se movía por parajes de mi cuerpo nunca antes visitados. Cada vez que recuerdo esa ausencia total me vuelve a sorprender la sencillez con que se apaga la luz del entendimiento, lo fácil que fue dejar de ser.
Publicado en Vivir en El Poblado, el 23 de mayo de 2019.
sábado, 21 de noviembre de 2020
Extrañas coincidencias
Un par de textos de Regreso al centro (Notas de prensa 2007-2011),
ahora disponible en edición para Kindle.
Extrañas coincidencias
Al lado del álbum de
chocolatinas, otra de mis ventanas al mundo era una sección de periódico que
cada día venía cargada de sorpresas. “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, insistía
en recordarme que el mundo era un lugar lleno de cosas estrambóticas y
extrañas. Recuerdo que siempre recortaba el recuadro ilustrado y lo pegaba en
un cuaderno. Por años, ese cuaderno fue mi pertenencia más preciada y aún
lamento que se haya perdido en uno de los tantos trasteos de la vida. Solía
abrirlo en cualquier lado y volvía a sorprenderme con las cosas que encontraba,
como si sólo en ese instante acabara de enterarme.
Pienso que uno de los grandes
aciertos de “Aunque usted no lo crea” radicaba en el desenfado del título. Si
se hubiera llamado “Todo esto es cierto” le habría faltado credibilidad. Pero
al ofrecerle al lector la oportunidad de creer o no, al insistir en que las
cosas eran ciertas a pesar de que no faltaran incrédulos, obligaba a todos a
creer sin atreverse a dudar. Con el tiempo he llegado a preguntarme si, a
veces, Robert R. Ripley o los sucesores de su empresa no nos estarían metiendo
cuentos de vez en cuando. Pero nunca he dejado de creer que la mayoría de las
historias fueron ciertas y que el mundo es un lugar bastante extraño.
He vuelto a pensar en todo esto
porque hace poco cayó en mis manos una recopilación de historias de “Aunque
usted o lo crea”, sobre extrañas coincidencias, y el asombro remoto ha vuelto a
despertarse. Me leí el libro de una sentada y me enteré de cosas tan curiosas e
inútiles como que Joseph Samuels, un australiano condenado a la horca por robo,
se salvó de morir después de que la cuerda se rompió tres veces y un juez
decidió que mejor no lo colgaran. Me he enterado también de que Betty y Marvin
Marx, de Springs (Maryland), compraron un día una caja de huevos donde todos
salieron con doble yema. No importa lo trivial de las historias que nos cuenta
Ripley, es casi imposible dejar de leerlas. Ignoro para qué pueda servirme
saber que el inventor de la catapulta murió catapultado por su invento y fue a caer
sobre su esposa, quien quedó viuda y difunta al mismo tiempo; o enterarme de
que el escritor griego Esquilo murió golpeado por la tortuga que un águila
arrojó sobre su calva, que confundió con una piedra. Pero la inutilidad de ese
conocimiento no me ha privado del goce de adquirirlo.
Medellín también aparece en este
inventario, o al menos una persona nacida en esta ciudad. En 1964, un tal
Germán Suárez encontró en la selva del Amazonas una guía turística de Nueva
York. Me pregunto si la guía todavía existirá, si Germán o su familia conservan
en un armario la guía más perdida de que se tenga noticia.
He creído encontrar en esta edición sobre
coincidencias una idea constante e implícita: que una inteligencia habita tras
las cosas. Pero todo está contado con tanto desparpajo que sería muy difícil
demostrar que Robert Ripley nos estaba sermoneando. Lo cierto es que la idea de
una justicia divina parece inocultable en historias como la de Henry Ziegland,
de Texas, quien murió cuando derribaba un árbol. Veinte años atrás, Ziegland
había dejado plantada a su novia, Catherine, y la chica se había suicidado. El
hermano de la chica trató de vengar la afrenta, pero la bala sólo rozó a
Ziegland y se clavó en el árbol. Convencido de que había matado a Ziegland, el
hermano de la chica también se suicidó. Veinte años después, en 1913, Ziegland
estaba cortando el árbol y, como era un trabajo difícil, decidió usar dinamita.
La explosión lanzó la bala en dirección a su cabeza y colorín colorado.
Oneonta (Nueva York),
septiembre de 2011.
La guía perdida
Cuando nacemos, el mundo ya
llevaba milenios transcurriendo sin nosotros. Hubo imperios, cataclismos,
mensajeros divinos, multitudes incontables para las que nuestro nacimiento es
sólo un hecho que no existe. Nos reciben parientes y allegados para quienes el
mundo ya es un lugar conocido: saben que el agua moja y puede resfriar, que hay
que mirar si vienen autos antes de cruzar las calles; saben que hay respuestas
que nunca encontrarán. Uno llega convencido de ser la estrella de la película,
exigiendo con gritos y llantos taladrantes, engatusando con risas desdentadas.
Llegamos al mundo como quien llega a una fiesta cuando ya la mayoría de
invitados se marcharon y sólo quedan los últimos borrachos, llorando sin saber
por qué, mientras los anfitriones empiezan a lavar vasos y llenar bolsas de
basura.
Pasamos la vida encontrando
relatos que empezaron antes de nuestra llegada y que seguirán transcurriendo
después de que nos vayamos. Tarde o temprano nos marchamos rodeados por
personas muy distintas a las que estaban cuando nacimos, ignoramos el destino
que tendrán. Nos vamos como quien se marcha cuando la fiesta empieza, no
estaremos cuando ocurran los hechos memorables.
Nuestra breve estadía, sin
embargo, no garantiza que lleguemos a saber lo que ocurre mientras transcurren
nuestras vidas. Del mismo modo como mi padre nunca sabrá lo que fue de mi vida,
nunca sabré cuáles fueron sus últimas palabras. Somos como invitados a una
fiesta a quienes les han puesto la condición de que no hablen con todos los
presentes, ni miren todos los cuadros, ni entren a todos los recintos de la
casa.
Es posible decir que la historia
que quiero contarles empezó el año en que nací. En aquel tiempo un geógrafo
nacido en Medellín andaba por las selvas colombianas dibujando unos mapas.
Germán Suárez es uno de los últimos dibujantes de mapas a la vieja usanza: esos
que tenían que viajar por parajes inhóspitos, subirse a copas de árboles,
cruzar ríos furiosos, para después regresar a mostrarles a los cómodos
citadinos cómo era el resto del mundo. Suárez había viajado en avión desde
Villavicencio hasta Mitú. De allí salió por el río Vaupés con un grupo de
catequistas que tenían sus misiones más allá de la frontera colombiana. Así llegó hasta un grupo de indios cuyo jefe
guardaba, en un zurrón, un curioso tesoro: varios viejos libros en inglés,
entre ellos una guía de Nueva York publicada cien años atrás, en 1864. Los
misioneros le sirvieron de intérprete para negociar la guía a cambio de una
linterna Eveready, pero no fue posible saber cómo habían llegado los libros
hasta ese remoto paraje.
Cuarenta y siete años más tarde,
en un pueblo perdido en las montañas al norte de Nueva York, yo estaba leyendo
un libro de la serie “Aunque usted no lo crea”, de Ripley, cuando me crucé con
la historia de la guía. Mencioné el asunto en esta columna y al poco tiempo
apareció Germán Suárez, ahora hecho un inquieto septuagenario. Así supe
detalles del hallazgo y comprendí que a veces la gente se destaca por asuntos
que no son los más relevantes. Podría escribirse un libro con el inventario de
maravillas que me ha contado Germán Suárez. Pero la historia de la guía es más
lo que oculta que lo que relata. Suárez recuerda poco de su contenido: le llamó
atención que el edificio más alto de Nueva York fuera un orfanato de cuatro
pisos. Años después, durante un viaje a Estados Unidos, vendió la guía por
ochenta dólares a un teniente, de apellido Shoemaker, a quien Suárez le perdió
la pista. Es poco probable que Shoemaker aparezca y nos muestre ese libro más
pequeño que lo que simboliza. Es seguro que nunca sabremos cómo llegó esa guía
hasta los indios, qué explorador perdido se equivocó de selva. Este asunto de
la guía es como si alguien se acercara y nos dijera que hemos sido expulsados
de la fiesta.
Oneonta (Nueva York),
octubre de 2011.
sábado, 14 de noviembre de 2020
martes, 3 de noviembre de 2020
Una tórtola escondida
En "La cebra que habla", una reseña de la novela de Miguel Falquez Certain, La fugacidad del instante, publicada por la editorial Escarabajo. Texto leído durante la presentación del libro, el jueves 29 de octubre de 2020.
lunes, 14 de septiembre de 2020
Morir en Sri lanka
Disponible en Amazon
La historia toda es bastante simple: Érase que se era un pobre hombre que sabía que se iba a morir en Sri Lanka. Son los catorce años de su viaje. Nothing else. The rest is silence.
Novela finalista del Premio Herralde 2014
martes, 1 de septiembre de 2020
García Márquez, un mundo mágico y otros ingredientes para que este libro se venda como pan caliente
Este perfil del Nereo López Meza fue escrito originalmente en inglés, para un libro que se proponía reunir una selección de sus fotografías. El libro nunca fue publicado y el texto permaneció inédito por muchos años.
Texto y foto Gustavo Arango
El dedo presiona
sobre la elegante letra “T”, como si atrapara una rara mariposa. Parece un
tranquilo don Quijote, liberado de la aparatosa armadura, pero igual conmovido
por visiones de grandeza. A su lado, un cansado Sancho Panza anota frases y
detalles. Están sentados en la sala de lectura de la Biblioteca Pública de
Queens, en Corona, rodeados por niños pequeños que se debaten entre leer o
jugar. De vez en cuando un empleado de la biblioteca ejerce su pequeña porción
de poder y les pide que se callen. Los dos ancianos también guardan silencio.
El que atrapó la
mariposa tiene ochenta y ocho años, pero parece estar más vivo que los niños
que lo rodean –al menos más que el niño de diez años que sufre con su tarea de
matemáticas, con la ayuda de un paciente muchacho. El otro viejo tiene la mitad
de la edad de Nereo, pero se ve el doble de cansado. Ya van tres días de
caminar por todos lados y tomar nota de todo lo que dice su maestro.
Tienen un plan.
Esperan a la dama que les ayudará a conquistar la ciudad con un libro. El libro
tendrá fotos tomadas por Nereo durante las últimas seis décadas y una nota
introductoria del escribano. Ambos piensan que son buenos en lo que hacen y
ambos piensan que el mundo no los aprecia lo suficiente (aunque el viejo tiene
más derecho a pensarlo) y, mientras esperan a que llegue la dama, permanecen
sentados junto a la sección de los periódicos, hojeando, preguntándose si hay
algo más por decir o preguntar.
“No veo por qué mis
fotografías no podrían publicarse en el New York Times”.
El hombre que toma
notas tampoco ve una razón. Han viajado para adelante y para atrás a lo largo
de ocho décadas de vida, mientras han recorrido los cinco distritos de la
ciudad, y podría mencionar al menos diez razones para publicar las fotos de
Nereo en el periódico que señala. Una de las razones menos importantes es justo
aquella que han elegido para promover ese libro que esperan que se venda como
pan caliente: una serie de fotografías de García Márquez, tomadas por Nereo en
momentos diferentes de la vida del escritor. Para seguir con el tono
quijotesco, es como si Cervantes quisiera triunfar con un entremés, mientras
lleva el manuscrito de don Quijote en una bolsa. Lo curioso es que el entremés
parece la única llave que abrirá la puerta del éxito.
Hace unos años, después
de ver unas fotos que Nereo tomó en el río Magdalena –el río donde El amor en
los tiempos del cólera tiene su final grandioso–, un editor español exclamó:
“Son maravillosas,
pero no se venderá. Si consigues al menos una frase de García Márquez sobre las
imágenes, publicamos el libro de inmediato”.
Fue en el río
Magdalena donde Nereo tomó sus primeras fotografías, en 1947. Desde entonces ha
tomado cientos de miles de imágenes del mismo paisaje que inspiró la obra de
García Márquez: la selva, los pueblecitos polvorientos, hombres enamorados de
violines, jóvenes volando, gente alimentando piedras y muchas otras cosas
increíbles ocurriendo de la manera más casual bajo ese sol tropical.
Nereo consiguió la
frase que buscaba, pero no por escrito. El año pasado se encontraron en una
fiesta privada en Cartagena de Indias, la ciudad donde Nereo nació y el
escenario de tres novelas de García Márquez. El escritor estaba de regreso a su
lugar favorito: “la ciudad más hermosa del mundo”, donde permaneció por casi
tres meses dedicado a celebrar una serie de aniversarios: sesenta años de la
publicación de su primer cuento, cuarenta de la publicación de Cien años de
soledad, veinte de la concesión del Premio Nobel y su cumpleaños número ochenta.
Aunque estaba cansado de fotos y saludos, García Márquez saludó a Nereo con
afecto:
“¿En qué andas,
Nereo?”, le preguntó.
Nereo consideró por
un momento la idea de mencionar sus muchos proyectos, pero comprendió que aquel
encuentro iba a durar poco. Se habían conocido más de cincuenta años atrás,
cuando ambos trabajan en el periódico El Espectador. En aquel tiempo, García
Márquez escribió una breve nota elogiosa del trabajo de Nereo, pero la nota
apareció sin firma. La última vez que se
encontraron en Cartagena, hablaron de las fotos de Nereo en el río Magdalena, y
de la sugerencia que le había hecho el editor español.
“Necesito que me ayudes con eso”, le dijo
Nereo. “Como compensación puedo darte una serie de fotos tuyas que he venido
tomando desde hace años”.
Aquello fue como
ofrecerle unas monedas de oro al rey Midas, pero fue también un despliegue de
la dignidad de Nereo. Nereo ha dicho muchas veces que García Márquez ha hecho
por escrito lo que él hizo con fotografías. Con García Márquez se siente junto
a un igual.
“Eso no será
necesario”, dijo García Márquez. “Tienes mi permiso para usar las descripciones
que hago del río en El amor en los tiempos del cólera”.
“¿Puedo hacer eso?”,
pregunto Nereo mientras buscaba un pedazo de papel.
“Claro que puedes”,
dijo García Márquez antes de ser arrastrado por un grupito de admiradores que
le pedían fotos y autógrafos. Nereo elevó
una servilleta hacia el sonriente grupo, pero comprendió que su encuentro con
su majestad ya había terminado.
Pocos días después,
Nereo llamó a Jaime Abello, el director de la escuela de periodismo de García
Márquez en Cartagena (Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano), para
explorar la posibilidad de tener la autorización de por escrito. Abello le dijo
que no era necesario, que él y Mercedes –la esposa de García Márquez– habían
sido testigos de lo que habían hablado.
Nereo cierra el capítulo
sobre García Márquez casi sin haberlo abierto:
“Es una tontería que
yo diga: ‘Llamen a Mercedes, llamen a Abello; ellos son testigos”.
Pero el hombre que
está tomando notas no quiere cerrar ese capítulo. Necesitan decir algo sobre
las fotos de García Márquez. Durante tres días ha tratado en vano de hacer que Nereo
diga algo interesante sobre las fotografías que marcarán la diferencia.
“Esas fotos de 1966
son maravillosas. ¿Dónde las tomaste?”
“No me acuerdo.”
“¿Pero, sí ves? Los
gestos, la mezcla de fatiga y de satisfacción por lo logrado, acababa de
terminar Cien años de soledad. El libro no se había sido publicado todavía. Es
probable que ni siquiera supiera lo que acababa de hacer. Es el rostro de un
genio justo después de haber escrito una obra maestra”.
“Sí”.
Es inútil insistir, a
pesar de que es muy probable que esa serie sea la mejor que se hizo de García
Márquez antes de la llegada de la gloria. Uno no se cansa de contar la historia
de ese difícil período en la vida de García Márquez. Hasta ese momento lo había
hecho todo para ser un escritor exitoso. Había sido periodista, para conocer el
oficio y conseguir disciplina. Había intentado hacer cine, para aprender a
contar historias que se quedaran en la memoria de sus lectores. Había publicado
incluso un libro de cuentos y un par de novelas, pero su carrera literaria podía
resumirse como un fracaso digno. Si no fuera por los slogans comerciales que
estaba escribiendo en México, su familia se habría muerto de hambre. Pero justo
en el momento en que estaba considerando darse por vencido, y despedirse para
siempre del sueño de hacer literatura, ocurrió un hecho mágico. Llevaba su
familia a unas modestas vacaciones, la carretera era monótona y la tibieza
invitaba a la ensoñación. Nadie había dicho nada por un buen rato, y García
Márquez se devolvió en el tiempo a su infancia en Aracataca y recordó la manera
encantadora como su abuela le contaba historias. De repente supo que si alguna
vez iba a ser un escritor exitoso, aquello solo ocurriría si empleaba el método
de su abuela para encantar y cautivar a sus lectores. El resto de la historia
es relativamente conocido. Cuando volvieron a casa, García Márquez le entregó a
Mercedes todos los ahorros que tenía, y pidió que no lo importunara con asuntos
prácticos durante los siguientes doce meses. Luego se metió en “la cueva”, el único
cuarto disponible en la casa para escribir obras maestras, y derramó su mente y
su alma en su novela. El proceso de escritura le tomó dieciséis meses, y cuando
salió de la cueva se encontraba al final de la cuerda. Cuando Nereo tomó esas
fotos, en 1966, García Márquez era un hombre vacío y feliz que apenas se
recobraba de su fiebre literaria. Un año más tarde sería rico y famoso. Nada
volvería a ser como era en esos días.
“¿Y estas otras fotos?”
“Esa fue una fiesta
que mi amigo Manuel Zapata Olivella le ofreció a García Márquez, en Bogotá.”
Dejando muchas cosas
de lado, Manuel Zapata Olivella fue el autor de la única narración épica que
existe de los pueblos negros en América, Changó el gran putas, una obra maestra
que seguirá en el olvido hasta que un académico devoto la desentierre y
exclame: “¡Miren lo que encontramos!”
Manuel Zapata
Olivella fue también un mentor de García Márquez. En 1948, Zapata Olivella lo
ayudó a obtener su primer trabajo como periodista, en el periódico El
Universal, en Cartagena, cuando García Márquez tenía apenas veintiún años. Casi veinte años después, con esta fiesta, le
estaba ayudando a construirse una personalidad pública, porque no basta con
escribir una obra maestra, también hay que hacer mercadeo y relaciones públicas.
Las fotos en casa de Manuel
Zapata Olivella son más de tipo social, y Nereo siempre ha detestado tomar
fotos sociales. En cierta ocasión, en los años 50, cuando era el fotógrafo más
prominente de la revista colombiana Cromos (su salario era el segundo
mejor después del del director), un editor le pidió que tomara las fotos de una
boda. Nereo tomó fotos de los aspectos más ridículos de la ceremonia: los pomposos
sombreros rebosantes de flores, las damas gordas embutidas en vestidos sin
tirantes, los maquillajes sobrenaturales. Su editor nunca le volvió a pedir que
tomara fotos de eventos sociales. Pero, cuando Manuel Zapata Olivella le pidió
que tomara esas fotos, no pudo negarse. Manuel era uno de sus amigos más
cercanos. Su muerte, en el 2004, ha sido uno de los momentos más dolorosos en
la vida reciente de Nereo.
Lo único que Nereo
encuentra notable en las fotografías de esa fiesta es la presencia de Mario
Vargas Llosa. La amistad entre García Márquez y Vargas Llosa había empezado hacía
poco, pero era muy cercana. Vargas Llosa fue el autor del primer estudio
completo sobre la narrativa de García Márquez, Historia de un deicidio. Pocos
meses después de que se tomaran esas fotos, esa amistad floreciente terminaría
de manera abrupta y furiosa, con el puño de Vargas Llosa golpeando y amoratando
el ojo izquierdo de García Márquez.
“He sido un huérfano
casi toda mi vida”, dice Nereo tras recobrarse del asombro que le produjo
cruzar el puente Verrazano. “Mi padre murió cuando yo tenía cinco años, y mi
madre cuando tenía once. Una de las lecciones que aprendí desde que era niño es
que cualquiera puede volverse en contra tuya en cualquier momento. Recuerdo que
en una ocasión yo me había rapado la cabeza y un grupo de niños empezó a
mojarse las manos con saliva y a golpearme la cabeza. Un tipo vino a defenderme
y trató de hacerlo por un rato, pero cuando vio que era imposible detenerlos él
mismo se mojó la mano en saliva y se unió a la fiesta”.
“¿Quiénes son los
otros que aparecen en esas fotos?”
“No me acuerdo”.
Hay otro grupo de fotografías.
Fueron tomadas en un lugar público. García Márquez tiene cabello abundante y
ondulado. Se nota que su estrella está en ascenso. Solo lo separan unos años de
las primeras fotos, pero ya es otra persona: más consciente de que lo observan,
en cierta manera menos expresivo. García Márquez está en compañía de León de
Greiff, un gran poeta que nunca llegará a las páginas del New York Times, entre
otras cosas porque su poesía es imposible de traducir; de hecho, es casi
imposible de entenderla en su propia lengua.
Lo único que Nereo recuerda es el lugar donde fueron tomadas.
“Eso fue en Campo
Villamil, en 1970 o 1971.”
La razón por la que a
Nereo le parece digno de mención el nombre de ese lugar es porque los negativos
se encuentran ahora en la Biblioteca Nacional de Colombia, en Bogotá, y la
identificación del lugar y de las personas en los catálogos de la biblioteca
está equivocada. De hecho, casi todas las fotos de Nereo tienen problemas de
catalogación.
“Mezclaron nombres,
lugares, fechas. Soy el único que podría desenredar eso”.
“¿Qué más recuerda de
esas fotografías?”
“Nada más”.
Es inútil. Nereo no
recuerda cuándo tomó las fotografías. No les asigna un significado especial a
esas imágenes. El capítulo de García Márquez es muy pequeño en relación con su
vida como fotógrafo. Solo el viaje a Estocolmo parece ser significativo para él.
Cuando García Márquez recibió el Premio Nobel de Literatura, en 1982, estaba acompañado
por una delegación ruidosa y colorida. Había grupos musicales, bailarines y
amigos bebedores. Es probable que aquellos hayan sido los días más festivos en
la historia de Suecia.
“Los organizadores me
dijeron: ‘Solo podemos darte el boleto de avión. ¿Quieres ir?’ Por supuesto que
fui. Le delegué los eventos sociales a otro fotógrafo, y yo tomé las fotos de
las presentaciones culturales. El tipo que estaba a cargo de la delegación se enamoró
de un sueco, y se olvidó de darme el pase para entrar al banquete real. Tuve
que disfrazarme como músico para entrar. Tuve que tomar las fotos mientras
bailaba”.
Ahora sí tenemos
algo. Finalmente, una anécdota interesante en relación con las fotos de García
Márquez. Pero, de todas maneras, los millones de lectores tendrán que apelar a
su propia sensibilidad para apreciarlas. Si aceptan que les den consejos, valdrá
la pena que le dediquen un buen rato a cada fotografía, pues de veras retratan
el alma de uno de los escritores más grandes de nuestro tiempo. En cierto
sentido cuentan la historia desde la creación, en medio de la pobreza, hasta el
éxito y la gloria; pero el tipo que las tomó ha tomado tantas fotos buenas que
es incapaz de valorar su propio trabajo.
“Solo ahora he
empezado a darme cuenta de lo que ha sido mi vida.”
“¿Tienes una filosofía
de vida?”
“Lo que he aprendido
en todos estos años es a vivir y dejar vivir. Me comparo con un tronco en la
corriente de un río. Lo único que se puede hacer es tener cuidado para evitar
chocar con otros troncos o encallar en las orillas. Eso es todo. Es lo único
que necesitas saber.”
La imagen del tronco
y el río viene de uno de los proyectos fotográficos más amados por Nereo. Durante
décadas ha registrado con sus fotografías la devastación de las selvas en Sudamérica.
Algunas de esas imágenes son deprimentes y muestran como hace cincuenta años
era posible predecir la alarma ecológica que hoy resuena en todo el mundo. Ha
pensado ponerse en contacto con Al Gore para publicar un libro sobre la
destrucción de las selvas. Es uno de sus proyectos para el futuro, porque
–aunque usted no lo crea– a sus ochenta y ocho años Nereo piensa más en el
futuro que en el pasado.
“A veces no puedo
dormir, por las muchas ideas que tengo”.
Pero no todos sus
trabajos sobre la naturaleza son alarmantes. Otro de sus relatos fotográficos
cuenta la historia de un árbol y su viaje desde las montañas selváticas hasta
convertirse en la canoa de una familia de pescadores en Colombia. Esa serie es
una oda a la capacidad humana para construir cosas hermosas: canoas, puentes,
danzas.
“Si no fuera fotógrafo,
me habría gustado ser un bailarín de ballet; pero no uno gay.”
Casi la mitad de las
cosas que Nereo dice no pueden ser publicadas. Son políticamente incorrectas, pero
al mismo poseen un entendimiento de la naturaleza humana que a mucha gente le
falta. La corrección política, como sabemos, puede ser otra forma de la
hipocresía. Uno podría concluir que la vejez y la franqueza caminan con
frecuencia de la mano.
Nereo tiene la libido
de un adolescente, muchos de sus chistes y comentarios tienen una carga sexual. Uno de sus proyectos más recientes es una
serie de fotografías tomadas en las escaleras del tren subterráneo, tratando de
captar vislumbres de los pantis de las damas. Es inevitable preguntarse de dónde
viene esa energía.
El escribano ha
reprimido el impulso de preguntarle a Nereo el secreto para llegar a su edad
con el entusiasmo que tiene; porque, si hay algo de veras importante en ese
libro que se venderá como pan caliente, ese algo en definitiva no es el rostro
de García Márquez, o el mundo fascinante que inspiró su obra, sino la historia
de un artista que a sus ochenta y ocho años demuestra la pasión por la vida de
un muchacho de dieciocho. El día anterior, en Midtown Manhattan, cuando le preguntó
a Nereo por qué había decidido vivir en New York, el escriba recibió una
respuesta asombrosa:
“Cuando esté viejo es
posible que prefiera un lugar más tranquilo. Pero esta es la ciudad que quiero
ahora. Es un lugar donde todo está pasando”.
Después de muchos años
entrevistando ancianos, el escribano ha concluido que ninguno de ellos es
consciente del secreto verdadero. En cierta ocasión, un hombre de noventa y uno
le había dicho que el secreto de la larga vida era tomar un plato de sopa todos
los días. Otro le había dicho que el secreto era dormir al menos ocho horas de
manera regular. Pero concluyó que, si había
algún secreto, debía estar oculto entre las líneas de lo que decían.
“¿Crees en Dios?”
“No”, dice Nereo. “Pero
creo en una fuerza y tengo un profundo respeto por la vida. He fracasado muchas
veces, pero cada vez que fracasé encontré una solución.”
“¿Alguna vez pensaste
en suicidarte?”
“Sí”, la pregunta no lo
sorprende. “Hace diez años pensé que hasta ahí llegaba”.
Hace diez años, Nereo
López enfrentó una de las mayores adversidades de su vida. Había usado todos
sus recursos y su energía para crear una escuela de fotografía en Bogotá. Era
uno de los fotógrafos más prestigiosos del país y el éxito de la empresa parecía
garantizado. Había trabajado para los periódicos y revistas más importantes del
país. Había ganado premios internacionales, como el que le dio la Kodak, con
motivo de la Feria Mundial de Nueva York, en 1964, por un paisaje maravilloso
de balcones tomado en Cartagena. En esa ocasión, el trabajo de Nereo fue
elegido entre más de quince mil participantes. En los años cincuenta, unos
tiempos muy violentos en Colombia, la revista Time había reproducido algunas de
sus fotos. Pero la vida no ofrece garantías —ni siquiera a los talentosos– y la
escuela de fotografía fue un fracaso. Nereo se vio de pronto en la bancarrota. Tenía
setenta y ocho años y pensó que había agotado sus razones para seguir vivo.
Parado al borde del
abismo, sus ángeles guardianes (“tengo mis ángeles guardianes, pero no puedo sentarme
a esperar a que hagan el trabajo”) empezaron a buscar soluciones al problema (“Hay
tres expresiones que odio: ‘No’, ‘es imposible’ y ‘problema’). Un expresidente
colombiano intercedió ante la Biblioteca Nacional, para que le comprara a Nereo
cerca de cien mil negativos. Dos años más tarde, el gobierno le dio la Cruz de Boyacá,
la más alta distinción que la nación les confiere a sus ciudadanos, establecida
por Simón Bolívar un siglo y medio antes.
“No soy un buen
lector. En mi vida solo he leído cinco libros. Uno de ellos es el libro de García
Márquez sobre Bolívar, El general en su laberinto. Leyendo ese libro comprendí
por qué Colombia llegó a ser el desastre que es ahora. El otro libro que leí es
tu novela sobre los árboles locos. Hombre, usted merece estar en la lista de
best sellers del New York Times”.
“Gracias. Estaremos,
Nereo. Estaremos”.
El escribano no
recuerda las palabras exactas que se dijeron en ese momento. Pero está seguro
de ser fiel a las ideas expresadas durante esos tres días memorables con Nereo en
la ciudad.
Ante el fracaso
realista de su escuela de fotografía, y la intervención mágica de sus ángeles
protectores, Nereo decidió venir a Nueva York y quedarse aquí por un tiempo. Ya
tenía alguna familiaridad con la ciudad. Casi medio siglo antes había venido
para obtener en poco tiempo un diploma de una escuela de fotografía. En aquel
tiempo tuvo también un matrimonio fugaz, después de tres semanas de noviazgo,
con una chica cuyo nombre no recuerda. Vivieron juntos por seis meses, pero después
Nereo regresó a Colombia. Lo único que recuerda es que años después le llegaron
unos documentos para tramitar el divorcio, y que los firmó sin ningún
remordimiento. Después de tres matrimonios –los otros dos duraron un poco más– y
numerosos romances, Nereo parece feliz viviendo solo.
“Los problemas del
mundo no se deben al capitalismo o al comunismo, sino a los seres humanos. Es
nuestra condición sentirnos siempre insatisfechos, y los desacuerdos generan
violencia. En el matrimonio, por ejemplo, mientras la pareja está enamorada hay
algo muy importante que los une: el sexo. Pero, cuando el sexo falla, empieza
el drama. Mientras hay sexo, todo es hermoso”.
Nereo tiene dos
contactos a tierra: su hija, una doctora que vive en Colombia, y quien trata de
recordarle de manera dulce que la vida se va a acabar, y la dama detrás del proyecto
de libro que se venderá ya saben cómo, otro ángel guardián que cuida de Nereo
en Nueva York. Nereo y la dama misteriosa (porque ella no quiere que su nombre se
mencione aquí) han venido contemplando el sueño por un tiempo, solo necesitaban
un escribano para conquistar la Ciudad. La única esperanza del escribano es que
la idea de veras funcione, de lo contrario no tendrá con qué pagar sus muchas
deudas.
“No tengo deudas”,
dice Nereo. “El otro día me llamó una mujer a decirme que lamentablemente tendrían
que cambiar mi tarjeta dorada por una tarjeta plateada, si no hacía uso del crédito
que me habían dado. Le dije que podían cambiar la tarjeta a plata, bronce u
hojalata, pero que no pensaba gastar más de lo que tenía.”
Nereo abre los ojos detrás
de sus enormes anteojos y sonríe con malicia.
“Todavía tengo mi
tarjeta dorada”.
Esa sonrisa es uno de
sus gestos característicos. El otro podríamos llamarlo un desdén distante. Pero,
de hecho, esta aparente altivez podría ser apenas el efecto de una miopía
todavía leve. Nereo solo tiene el orgullo de un artista que es consciente del
valor de su arte.
Al comienzo del último
día, el escribano descubrió que no habían hablado nada del arte de tomar fotos.
Pensó que sería bueno para el libro tener una breve reflexión filosófica sobre
la fotografía: la batalla entre la luz y la oscuridad, el encuentro de lo
temporal y lo eterno, la magia del instante; ustedes saben, ese tipo de cosas. La
respuesta, por supuesto, fue directa:
“Yo no sé”.
No saber cosas parece
ser un hábito saludable. El escribano había interrogado a muchos artistas –en
especial escritores–sobre los secretos de su arte. En cierta ocasión, un amigo
suyo llamó “espionaje industrial” a esa costumbre de andar preguntando, pero él
prefería llamarlo aprendizaje sobre el oficio. Unos diez años atrás había
tenido la oportunidad de frecuentar por unos días a Gabriel García Márquez, tratando
de aprender algo de él. El secreto que le robó fue a la vez bíblico y poderoso:
“Hay un tiempo para todo, y solo la vida decide quién es y quién no es”.
El escribano guarda
silencio. Sabe que algunas de las mejores cosas en una entrevista se asoman después
de largos silencios, cuando no se ha preguntado nada. También juega con la
culpa de Nereo, después de una respuesta tan maleducada.
“Pregúntale al
cantante por qué canta”, aquello fue en un restaurante colombiano en la Roosevelt Avenue, en Queens, donde Nereo devoró
con lentitud y de manera implacable uno de los platos más grandes del menú. “Puedo decir que la mayoría de los
mejores trabajos que he hecho los hice sin pensar”.
Cuando se considera
la precisión sobrenatural que se requiere para tomar algunas fotos, como la imagen
de los tres muchachos saltando a las aguas del río Magdalena, no queda otra opción que estar de acuerdo con
lo que dice. Solo el dedo pudo saber el momento perfecto. Si la orden la
hubiera enviado el cerebro, nunca habríamos sido testigos de la plasticidad de
ese árbol humano. Si la foto hubiera sido tomada una centésima de segundo antes
o después, nos habríamos perdido la evidencia fotográfica de que los hombres
pueden volar.
“Cuando eres joven
piensas que tienes que tomar muchas fotos o, dado el caso, tomar muchos
apuntes. Pero ahora rara vez puedes verme con mi cámara. Bueno, aquí en Nueva
York hay muchas cosas interesantes. Pero, de todas maneras, no uso mi cámara
todo el tiempo”.
El escribano recuerda
que durante esos tres días no ha visto a Nereo tomar una sola foto, a pesar de
que ha llevado siempre con él su pequeña cámara digital.
“A veces solo tomo
fotos para mí, con mis ojos. Voy caminando y pienso: ‘Mira, Nereo. Qué bonita
foto esa’. Hablo conmigo todo el tiempo: ‘Hey, Nereo. ¿Qué te pasa? ¿Por qué te
has sentido triste en estos días?’ ‘Nada en particular, Nereo. Es el estrés de
haber pasado de PC a Macintosh. Ahora tengo que aprender a usar todos esos
programas, y quiero hacerlo lo más pronto posible. No quiero perder tiempo”.
Eso explica que Nereo
tenga el hábito de hablar de sí mismo en tercera persona. Dice, por ejemplo,
que cuando se vino a vivir a Nueva York visitó cientos de galerías de arte y
bibliotecas, para ver lo que el mundo había estado haciendo en materia de
fotografía:
“En el mundo hay muy buenos
fotógrafos, y Nereo es uno de ellos. Mi único deseo es estar vivo para ver que
se reconoce”.
Pero Nereo no es la única
persona con la que Nereo habla a solas. También habla con su madre, casi ocho décadas
después de su muerte.
“La invoco todos los días.
Me enseñó que el rencor es malvado”.
Nereo vive hoy en un
cuarto alquilado, en una casa de familia situada entre Brooklyn y Queens, pero
casi nadie sabe con exactitud dónde queda. Está obsesionado con aprender todos
los secretos de la era digital. Hace poco, con la ayuda del internet, encontró
un viejo amor, una pintora francesa a quien le tomó “uno de los retratos más
hermosos que jamás se han hecho”. Pero, aunque los dos viven solos, no han
pensado en vivir juntos. Han concluido que vivir solos es la mejor manera de
vivir.
Y solo está Nereo, y solo
está el escribano, y solas están las criaturas de la ciudad de los ermitaños.
Al final de su viaje,
están en la Biblioteca Pública de Queens, en Corona, mientras esperan a la dama
misteriosa. Ella ha prometido reunirse allí con ellos, porque les tiene
noticias sobre el libro que están preparando.
Han hablado sobre
casi todo. Nereo habló de su vida como huérfano, de su costumbre de dormir en autobuses
—y eso podría explicar su pasión por el tren subterráneo—, ha hablado de sus
múltiples oficios: mecánico, administrador de un teatro, actor de cine; hasta
que encontró la fotografía, como los místicos encuentran a Dios.
Han hablado sobre política:
“Los nórdicos
encontraron la fórmula. Usan los impuestos para impedir que el capital se vuelva
voraz, y usan esos impuestos para darle a la gente oportunidades. El error de la
Unión Soviética fue pensar que todo el mundo, el perezoso y el entusiasta, merecían
lo mismo.”
Sobre América Latina:
“Latinoamérica se está
haciendo consciente de su propio valor, y el capitalismo se siente amenazado”.
Sobre las mujeres:
“¿Cómo has podido
vivir tanto tiempo sin una mujer?”, preguntó.
“Yo no sé,” el
aprendiz empezaba a aprender.
Sobre la vejez:
“Cualquiera es más
joven que yo”.
Y, por supuesto,
sobre fotografías:
—Hice una foto como
esta hace cincuenta años —el dedo de Nereo es brillante y sus huellas digitales
están casi borradas por efecto de los líquidos que se usaban para revelar.
Pero el escribano
sabe que todavía hay algo que falta. Años de periodismo le han enseñado a
esperar, a escuchar con paciencia, a tolerar digresiones y repeticiones, a estar
alerta al momento inesperado en que ocurren los milagros.
“Te digo que solo hay
unas pocas cosas que de verdad me sorprenden”. Nereo lee la sección de Arte y
Cultura del New York Times. “Cuando vi el montaje de Don Quijote, que hizo el American
Ballet Theatre, no sabía si era que estaba drogado o si estaba en una nube. Ni
siquiera podía estar seguro de que existía. Pero, cuando por fin salí a la
calle, después de dar unos pasos y de apoyarme contra una pared, alcé los ojos
y le di gracias a Dios, a la Divina Providencia, a los ángeles guardianes o a
cualquiera que sea la fuerza que mueve el universo, por haberme permitido vivir
lo suficiente para ver eso”.
Después de escuchar
esas palabras, el escribano supo que su trabajo había concluido. Supo que la clave
de todo, ya sea buenas fotos o buenas vidas, es una mezcla de aprecio y
gratitud. Cerró el cuaderno, olió la pluma antes de guardarla en el bolsillo y
suspiró.
Esa noche, mientras
comía helado en Astoria con Nereo y la dama misteriosa, el escribano supo que
tendría que escribir en inglés el testimonio de esas conversaciones. Después de
pasarse la vida tratando de decir cosas en español, supo que aquello sería como
escribir con las manos atadas y hundiendo las teclas con la punta de la nariz.
Pero igual se sintió agradecido.
Nueva York, mayo de 2008.
martes, 18 de agosto de 2020
¡Ha vuelto Gabito!
Mis encuentros con Mercedes Barcha fueron mínimos, pero -ahora que lo pienso- a ella le debo que García Márquez haya aceptado hablar conmigo durante la investigación que hice para Un ramo de nomeolvides.
Silencio y discreción fueron los rasgos esenciales del soporte moral y el contacto a tierra de Gabriel García Márquez. El García Márquez que conocimos en buena parte fue una obra suya.
Un fragmento de Un ramo de nomeolvides
Cuando el periodista ya se marchaba a su
casa, un poco después de las nueve de la noche, cansado por la espera,
decepcionado ante la idea de no poder hablarle, Carola, la señora de los tintos
le dio la buena nueva.
“Ya llegó”, dijo desde su centro de
operaciones, un cuartico diminuto que esa noche se veía invadido por meseros.
Con sonrisa de triunfo compartido, Carola hizo un gesto en dirección a la
redacción. Cuando ya renunciaba a la espera, había llegado.
En el periódico había un aire de fiesta
privada. Desde comienzos de la tarde, un ejército de meseros y operarios había
venido organizando el evento de la noche en un aislado rincón de la terraza, un
privilegiado mirador que da al Castillo de San Felipe de Barajas.
Era el cinco de enero de 1995. Cartagena
estaba en temporada taurina. Las gentes principales del país habían asistido a
la plaza de toros a ver y ser vistos. Vieron a un hombre muy cerca de la
muerte, vencido y humillado por un toro que lo zarandeaba como a un trapo.
Para esa noche un grupo selecto había sido
invitado a una fiesta en las instalaciones de El Universal.
Pocos eran los elegidos. Vendría el
Presidente de la República con la Primera Dama, vendrían varios Ministros y el
Contralor, vendrían senadores, magistrados, dueños de periódicos, cabezas de
grupos económicos, el Alcalde Mayor de la ciudad y vendría el Premio Nobel, ese
sexagenario al que el periodista llevaba casi un año hurgándole el final de la
adolescencia, la fuerza poderosa y errática de los veinte años, los primeros
pasos, las primeras manifestaciones de su genio, las primeras caídas, pero
también las primeras alegrías de una vida de esfuerzos y triunfos desmesurados.
Ver
pasar todo el día personas por los vidrios de su oficina, había terminado por
agotarlo. La oficina quedaba en el segundo piso, en la salida hacia la terraza,
y durante todo el tiempo el desfile de operarios y meseros le había estado recordando
que esa noche tendría una oportunidad inmejorable de abordar a Gabriel García
Márquez.
La corrida de toros había terminado hacía ya
mucho rato. Como desde las ocho, el desfile de empleados había dado paso al
desfile de invitados, pero ninguno era el hombre esperado. A las nueve de la
noche, la ansiedad era vieja y pesada.
Pensó que sería difícil hablarle esa noche.
Si no conseguía abordarlo en el camino hacia la terraza perdería una
oportunidad tal vez irrepetible. Más tarde le sería imposible acercarse entre
escoltas y recepcionistas, cuando la fiesta hubiera comenzado.
Antes de la noticia de Carola, el trabajo de
la tarde, la disposición sobre una mesa de los libros con los periódicos de
1948 y 1949, las sillas preparadas para su visita a la oficina, parecían ser un
trabajo perdido.
Con el gesto de Carola las cosas cambiaban.
Quedaba todavía una esperanza.
La inmensa sala de redacción –en un extremo
del segundo piso–, llena de computadores y escritorios y luces de neón, estaba
casi desierta.
Frente a uno de los computadores del fondo,
Fidel Ernesto García, el editor nocturno, preparaba las notas para la página
del cierre. Los tiempos han cambiado, hoy casi todos los periodistas se marchan
temprano.
Al final de la sala de redacción, en el
cuarto de comunicaciones –donde están los equipos que reciben los cables
noticiosos y las fotografías de las agencias–, había un grupo de personas.
Brillaba entre ellos un hombre vestido de blanco.
Se
piensan tantas cosas cuando se tiene tan cerca el peso de la fama y de la
gloria de un hombre al que se le han estado estudiando sus años de modesto
anonimato.
Está de espaldas a la puerta. Recibe unas
indicaciones sobre la forma como llegan las fotografías internacionales. Al ver
su cabello ondulado, gris y blanco, con una calvicie incipiente y semioculta en
la coronilla, se piensa en la agreste firmeza de su cabello a los veinte años,
en el hilo de Ariadna que son los cabellos.
El resplandor color marfil de su vestido hace
que se le recuerde muy tieso y muy majo, doce años atrás, parado sobre el
primer palito de una ene gigante, recibiendo el galardón literario más reputado
del mundo, llegando a la inmortalidad como quien salta un muro, sintiendo en su
cabeza un vértigo cabalgante. Pero también se recuerdan sus ropas lejanas, las
de su juventud, su guayabera color salmón, sus medias verdes, sus camisas
amarillas que luchaban cuerpo a cuerpo con el sol.
Ha regresado a El Universal, pero es un
regreso extraño. Sólo hay un remoto parentesco entre ese diario rebelde y limitado
que nacía cada noche en una casa derruida en la calle San Juan de Dios y esta
fiesta de luces y tecnología a la que ha regresado.
Viéndolo mirar la pantalla de un computador es
posible pensar que muy adentro está intentando recordar aquellas noches de
luces mortecinas, aquellos rostros hoy muertos o envejecidos.
Su sensibilidad le dice que alguien más ha
entrado a la oficina. Se vuelve, apacible, jovial, su bigote entrecano se
extiende en una sonrisa. Luego vuelve a atender la explicación sobre las fotos.
Mira el enredo de cables de computador que hay tras una mesa y dice que él
quiere para su casa una escultura así.
Su esposa lo acompaña con comentarios, tiene
un vestido color café, sobrio y elegante.
Al lado de ella están el alcalde de la ciudad
y la Primera Dama. Los acompañan un operario y el subdirector del periódico. El
periodista espera en silencio junto a la puerta, organiza las ideas, piensa lo
que le dirá. Aguarda el momento de echar el zarpazo.
[…]
Ahora está aquí. Es el 5 de enero de 1995.
Visita la moderna sede del que fue su periódico, regresa después de mucho
tiempo. No venía a El Universal desde cuando aún no era Nobel.
Sólo ahora ha decidido acceder a la
persistente invitación que le han hecho los directivos. La principal motivación
es una fiesta. Podría asegurarse que la nostalgia no está entre sus planes para
esa noche. Quiere disfrutar la fiesta y ver si es posible empezar, en la sede
de El Universal, las clases de su Escuela de Periodismo.
Tal vez el recuerdo de Zabala lo haya llenado
de curiosidad por ver la evolución de ese periódico y así llegó hasta la sala
de redacción. De allí lo llevaron al cuarto de comunicaciones, donde le
explicaron el funcionamiento de los equipos. Allí llegó un periodista y se
plantó en la puerta a organizar ideas y a esperar el momento de echar el
zarpazo.
Y el momento llegó. Gabriel García Márquez se
cansó de la sala de comunicaciones e invitó al grupo a retirarse hacia otro
lado. Los primeros en salir fueron el Alcalde, y su esposa. Detrás salió él.
“Ahora o nunca”, pensó el periodista.
“Mi nombre es Gustavo Arango. Por medio de
don Víctor Nieto he tratado de ponerme en contacto con usted”.
“Don Víctor no me habla. No quiere que opine
nada sobre las películas que van a venir al Festival”.
Es hábil. Dos palabras y ya está intentando
cambiarle el rumbo a la charla. Por muchos medios se le ha informado del
proyecto que existe de hacer un libro sobre esos años. Es casi seguro que él lo
sabe, pero elude el tema.
“Estoy escribiendo la historia de su paso por
este periódico”.
“Para qué, si eso ya se conoce”.
“Siempre quedan cosas por decir”.
En ese momento, el Premio Nobel de Literatura
Gabriel García Márquez escapó de la marca asfixiante del periodista y corrió
hasta un televisor. En un noticiero estaban pasando la cornada que recibió esa
tarde el torero español Ortega Cano.
“Se han demorado mucho para atenderlo”, dice
con su extraño acento guajiro–mexicano.
Minutos después, cuando el grupo caminaba
rumbo a la terraza, el periodista le habló a la mujer de vestido café que venía
adelante:
“¿Quiere ver lo que escribió su esposo cuando
tenía veinte años?”.
Sorprendida, Mercedes Barcha de García
Márquez se dejó conducir hasta la oficina, lo mismo pasó con quienes le
seguían.
Sobre la mesa estaba abierto El Universal del
20 de mayo de 1948, en la página cuarta, donde apareció el ‘Saludo a Gabriel
García’ que escribió Zabala.
García Márquez se acercó, miró la nota con
desdén, se movió impaciente frente a esos periódicos amarillentos, pero era
evidente que hubiera querido estar completamente solo para darle rienda suelta
a su curiosidad.
“Todo lo que yo hice en El Universal salió en
la página editorial”, dijo, erguido, moviéndose con inquietud por la oficina.
“Tú no encontrarás nada en otras páginas”.
El periodista pensó en la advertencia de
Angulo Bossa. Por fortuna ya estaba preparado y podía desmentirlo.
“No es cierto. Hay textos suyos en otras
páginas”.
“A ver, cuáles”, dijo burlón.
“Está la entrevista a Guerra Valdés”.
“¿Y ahí dice que la escribí yo?”
“No, pero están los nombres de los cuatro”.
“¿Cuales cuatro?”
“Zabala, Rojas Herazo...”.
“Sí, sí”, interrumpió. “Qué te dijo Héctor”.
“Recordó algunas cosas. Habló de Zabala.
También hay otros textos. El de la Virgen de Fátima”.
Gabriel García Márquez volvió a mirar los
periódicos, ahora más interesado.
“Muéstramelo, yo lo veo”.
Meses de práctica con esos viejos y enormes
libros verdes de periódicos amarillentos y asfixiantes, hicieron que el
periodista encontrara rápido el texto. De la enorme bodega situada al lado de
los parqueaderos, había traído a esa oficina todos los libros de 1948 y 1949.
Allí permanecieron hasta el final del trabajo.
“Mire el final de la nota”, le dijo,
señalándole la segunda página del periódico del domingo 30 de octubre de 1949.
“Esa descripción de las flores me parece suya”.
Gabriel García Márquez llevó una mano al
bolsillo de su camisa guayabera, sacó unas gafas de lentes gruesos y se volcó
sobre el periódico. Leyó con atención.
El periodista pensó en todo lo que había
leído ese hombre a lo largo de su vida, en sus ojos nublados de águila que
escudriñaban el texto.
“Yo sí estuve en Magangué y vine con la
Virgen en el avión, pero no recuerdo haber escrito esto”, dijo.
Siguió leyendo. En ese momento entró a la
oficina el Contralor General de la Nación y lo saludó efusivo.
“¡Ajá!, de regreso a El Universal”, le dijo.
García Márquez se levantó, sonrió, dijo una
vieja frase: “Yo siempre estoy en El Universal”, y volvió a doblarse sobre el
periódico.
“No recuerdo...”.
“Mire el comienzo”.
El hombre repleto de gloria, blanco como una
virgen, rodeado de personalidades como palomas, se inclinó y volvió a leer.