jueves, 3 de julio de 2014

La rosa y sus espinas - La columna de Vivir en El Poblado



Cosas curiosas ocurrieron en Europa alrededor del siglo doce. Hasta entonces, las mujeres eran vistas como un mueble de la casa, su papel se limitaba a procrear y ejercer la servidumbre. El matrimonio era un negocio. El “enamora­miento”, que hoy nos hace suspirar, no había sido inventado.

De repente, algo cambió. Algunos sitúan el origen de ese cambio en un lugar preciso: la región de Provence, al sur de Francia. De allí vienen muchas de las ideas que han marcado el destino del mundo occidental. Al lado de la sirviente y de la bruja –aquella que se negaba a asumir el papel de esposa– empezó a aparecer la mujer inalcanzable, la mujer divinidad. Este nuevo paradigma da origen al culto de la Virgen, determina la inclusión de la Dama en el ajedrez e inspira la leyenda de que el Espíritu Santo se encarnaría en una mujer.

La mujer idealizada y la unión irrealizable son la base de lo que se conoce como el “amor cortés”. Lo encontramos en la literatura de caballería, en la Beatrice de Dante y en la Dulcinea de Cervantes. Hoy en día persiste en las novelas y películas románticas, donde más que el amor interesan la fascinación y los obstáculos. A esa tradición le debemos la popularidad que hoy tienen el enamoramiento y la seducción. Por eso no es de extrañar que el final de las novelas y películas románticas sea el día de la boda. Para el amor cortés, el amor y el matrimonio son incompatibles.

Si alguien quisiera comprender todo lo que ocurría y se discutía alrededor del siglo doce, hay un poema de aquel tiempo que lo contiene todo. El romance de la rosa reúne el tra­bajo de tres autores distintos y -por la amplitud y variedad de sus temas- algunos lo comparan con una catedral. Lo que empie­za como una alegoría sobre el amor, sus alegrías y dificultades, termina siendo la obra más ambiciosa de la literatura occidental hasta ese momento: un tratado sobre la vida, sobre las relaciones humanas, sobre el ser humano frente al mundo y frente a la divinidad.

Poco se sabe de Guillaume de Lorris, el autor de los primeros cuatro mil versos, y quien fija la pauta para el resto de la obra. Lorris vivió veinticinco años y, al parecer, murió sin concluir su poema. El romance de la rosa es el relato de un sueño premonitorio en que el poeta es herido por las flechas de cupido y su amada es un botón de rosa. La intención es alegórica. La rosa está en el centro del Jardín de la Dicha. El amante oscila entre el goce y el dolor, pero al final la Envidia y las Malas Lenguas lo separan de su amada.

Un poeta anónimo y apurado se propuso reunir al amado con su rosa y escribió 78 versos para redondear la obra inconclusa de Lorris. Pero El romance de la rosa no habría pasado de ser una curiosa alegoría –de los tiempos en que prosperaba el amor cortés– si otro poeta, Jean de Meun, no hubiera injertado quince mil versos adicionales que revelan un conocimiento enciclopédico.

Ocho siglos después de su escritura, El romance de la rosa sigue siendo la reflexión más completa que existe sobre las dichas y desdichas del amor, sobre sus motivos y sus trampas, sobre las complejas relaciones que plantea entre el instinto, la emoción y la razón. Todo lo dicho después, en materia de amor, ya se encuentra contenido en este poema total. Nada nuevo ha habido desde entonces: la gente sigue hundiéndose en la dicha que produce la hermosura de la rosa y sigue recibiendo las heridas que producen sus espinas. 



Publicado en Vivir en El Poblado el 3 de julio de 2014.





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