miércoles, 12 de agosto de 2015

Un río de lágrimas

Un fragmento de
El libro de la vida

Ignoro el tiempo que llevaba allí. No creo que fuera justa la causa que me tenía encerrado. Era un lugar oscuro, estrecho, húmedo. Sólo de vez en cuando había la luz insuficiente de una vela; tal vez cuando venían a traerme comida, a comprobar que el castigo se cumplía como estaba previsto. No es posible decir que tenía la esperanza de salir.  Era más bien como si no supiera, o lo hubiera olvidado hace ya mucho, que existía un afuera y que era posible estar allá.
De pronto una mujer me empezó a hablar. Tal vez aquel lugar tenía una ventana de madera clausurada, capaz de permitir que la voz se filtrara al interior oscuro. Tal vez la voz se abrió camino entre las grietas. Quizá era ella quien venía de vez en cuando con la vela. Me prometía libertad a cambio de algo absurdo, impensable, como la noche o las estrellas.
Dije que sí, convine en la propuesta, y al hacerlo sentí que todo aquello había ocurrido hace tiempo, que sólo regresaba en la memoria y que por fin era consciente del engaño que hacía nulo para siempre aquel acuerdo.
Pero tenía que seguir viviendo.   
Una noche se abrió por fin la puerta y un susurro apremiante me decía lo que debía hacer. Corrí a ponerme de último en la fila, fingí llevar allí ya largo rato, traté de que mis gestos no dijeran lo que estaba pasando.
Éramos seres sucios, humillados, prisioneros o esclavos. Éramos como reses extenuadas que unos hombres armados estaban pastoreando.
Horas después llegamos a los comedores. Creo que si recordara con detalle podría rescatar alguna escena dolorosa del camino: alguien que desfallece y lo golpean, alguien ejecutado.  Me pareció curioso que, después de tanto celo, nos dieran la libertad para sentarnos en la mesa que quisiéramos. Elegí una del fondo, de las que estaban dispuestas sólo para dos personas. Esperaba que nadie se sentara conmigo, pero aquello era justo lo que menos convenía. El susurro lejano seguía dando instrucciones, insistía en que debía confundirme con todos, hacerme invisible, borrar de mi rostro cualquier gesto de orgullo, de criterio, de rabia.
Dos personas llegaron a la mesa. Una acercó otra silla. Nos miramos apenas para hacernos conscientes de esa fugaz comunidad. Nos hundimos sin decoro en los platos de sopa y pasamos del hambre a la llenura.
Luego la libertad era mayor. Nos movíamos por algo con aspecto de bazar. Ya ni siquiera existía la conciencia de grupo que había en la fila, que se mantuvo un poco más en la mesa del comedor. Uno podía sentir que estaba solo, que era posible hacer lo que quisiera, que aquel viaje de ignominia jamás había ocurrido.  
No hablaré del encuentro con la mujer en el bazar, de aquella sensación de cosa ya vivida, de esa necesidad de darme a ella, de esa urgencia que llamé destino. Sólo importa el final de la historia. La casa enorme a la que entraron a buscarme. La certeza de que debía esconderme mientras tenía una oportunidad para escapar.
Recuerdo que estaba en el final de la escalera, que abajo preguntaban y empezaban el registro de la casa. Recuerdo la sombra de mi cabeza en el vacío de la escalera, que un buen observador habría notado de inmediato. Recuerdo mi prisa instintiva para esconderme dentro de un armario, entre trajes que quizá consiguieran hacerme invisible.
Un hombre al que nada le importaba abrió la puerta del armario con violencia. Ignoro si me vio. Miró los trajes con ojos de poseso y se alejó con una carcajada. Quise sentir que yo era sólo los pliegues de un vestido que alguna vez fue blanco. Casi me convencí de que lo era. Pasó el tiempo y llegaron otros seres que también me buscaban. Había una mujer con la tenacidad marcada entre las cejas. Al parecer ninguno podía verme. Ya ni siquiera era seguro que me estaban buscando.
 Sin que ellos lo notaran, un niño o un hombre pequeño llegó donde yo estaba y me dijo al oído que todo saldría bien, que ya poco faltaba. Le pedí que callara, le dije que el ruido podía delatarme.  Se fue como llegó, me dejó abandonado a mi suerte en el fondo del armario. 
Al final, el armario con su puerta destrozada estaba en medio de la calle.  Tal vez alguien lo había arrojado por una de las ventanas de la casa. Puedo decir que hubo saqueos, que el humo seguía ascendiendo entre las ruinas. Pero lo único que recuerdo con certeza es que sentí que ya podía moverme, que ya no habría peligro si alguien me descubriera.
Un grupo caminaba por la calle. La mayoría eran niños. Una mujer alta y delgada, quizá su hermana mayor, caminaba con ellos. Uno de los pequeños señaló hacia el armario y los demás miraron de inmediato. Supe que podían verme. Supe también que ya  podía moverme y sentí una alegría ligera y tranquila. Salí de entre los pliegues del vestido como alguien que asoma su rostro en un río de lágrimas.





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