viernes, 15 de abril de 2016

La casa maldita




       Cuenta Emile Gaboriau que el vizconde de B era un joven amable y encantador. Vivía satisfecho y libre de privaciones, gracias a la renta modesta que sus difuntos padres le habían dejado. Pero, como no hay dicha completa, el pobre muchacho recibió la noticia de que un tío millonario le había dejado una enorme fortuna. La herencia que recibió el vizconde incluía un edificio en la Rue de la Victoire, con veintitrés apartamentos, que producía una renta siete veces más grande que la que el muchacho estaba acostumbrado a recibir.
“Eso es demasiado”, se dijo el vizconde y llamó al administrador para ordenarle que redujera —en una tercera parte— la renta que pagaban los inquilinos. Por un momento Bernard, el administrador, pensó que había escuchado mal o que el heredero de su antiguo patrón trataba de gastarle una broma. La palabra “rebajar” tenía una resonancia sobrenatural.
“¿Querrá usted decir aumentar?”, dijo Bernard.
El joven acalló las protestas de su empleado y le ordenó notificar esa misma noche a los inquilinos. Bernard llegó a su casa con un gesto aturdido que su esposa y su hija notaron de inmediato. Cuando les explicó la causa de su desconcierto, la mujer insistió en que debía tratarse de un error, se envolvió en una bufanda y se dirigió a la casa del vizconde. Como el joven ratificó su decisión, la mujer le pidió que le diera constancia por escrito. Al final, Bernard no tuvo otra alternativa que notificar a los inquilinos de la rebaja.
El asombro se apoderó de todos en el edificio. Gente que apenas se saludaba en los pasillos de repente entabló largos coloquios. Todos querían conocer la razón que había detrás de esa medida. Pero, por más que discutían, no conseguían encontrar explicación y tardó poco en extenderse el consenso de que en aquel asunto “había gato encerrado”.
 “Tal vez la casa tiene defectos de construcción”, dijo uno, y alguien recordó que meses atrás fue necesario hacer reparaciones en el techo. Otros conjeturaron que tal vez había un negocio turbio en el sótano, pues a veces salían ruidos de esa parte de la casa. “Puede ser una imprenta de billetes falsos”, dijeron. “O un laboratorio de licor adulterado”.
“Ese vizconde debe haber cometido un crimen horrible”, dijo otro. “Y ahora su conciencia lo empuja a la filantropía”. A lo que otros repusieron que era pertur­bador vivir en la propiedad de una persona tan malvada, que en cualquier momento podía dejarse arrastrar de nuevo por sus abyectas inclinaciones.
Con el tiempo la sospecha de algo siniestro se transformó en certeza y, después, en abierto rechazo. Un comerciante de joyas dijo que no pensaba quedarse cruzado de brazos a la espera de que la desgracia tocara a su puerta. Informó al administrador que desocuparía el apartamento en cuanto consiguiera otro lugar para mudarse. Bernard fue a ver al vizconde para informarlo de lo que pasaba, pero el joven respondió despreocupado: “Déjalo que se vaya”.
El comerciante se marchó al día siguiente y muy pronto siguieron su ejemplo el quiropráctico del segundo piso y los estudiantes del quinto. Luego ocurrió la desban­dada. Los últimos habitantes del edificio tuvieron dificultad para marcharse. No era fácil conseguir donde mudarse y la espera los mantuvo en un estado de cons­tante desazón. Bernard no daba abasto poniendo carteles en las ventanas y anuncios en los periódicos, pero no recibió ninguna solicitud. Ya era de conocimiento general que la casa tenía una maldición.
Bernard y su esposa fueron los últimos en abandonar el edificio. Su hija escapó casándose con un barbero que antes le resultaba repugnante. El administrador y su esposa pasaron noches de insomnio y de terror, acosados por la idea de que la casa estaba maldita. Al final deci­dieron empacar, le llevaron la llave al vizconde y se fueron a vivir a otra ciudad. Las ratas también se mar­charon porque no había despensas para asaltar. Desde entonces el edificio de la Rue de la Victoire ha estado deshabitado.


Publicado en Vivir en El Poblado el 15 de abril de 2016.







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